Leal a sus afectos, leal a sus compañeros, leal a su familia, aunque no en sentido moral, porque no estamos evocando a un santo, sino apenas a “un dios salvaje”[1], que mueve los sedimentos sensibles de fuerzas populares. Leal a los de abajo, a los jubilados, a los estudiantes, a los que cuidan de los cuerpos y a la memoria en la ronda común de las Madres de Plaza de Mayo; leal a los excombatientes de Malvinas, a los obreros, a los que contestan como pueden la violencia de los poderes globales. El artista del vuelo en el juego mágico de la pelota, también lo es de las palabras públicas en las querellas con los poderosos que fueran. Diego, espíritu libre y extremo, es quien conquistó por sus modos y sus gestos la alegría simple de la fiesta común. Maradona es, a la vez, una persona como cualquiera y la fuerza encarnada de un mito común frente a las injusticias y sus enmascaramientos.

No hay nadie en este mundo que no reconozca su infinita generosidad, para colmo, en un espectáculo global en el que Maradona llegó a ser la persona más conocida del planeta. Las anécdotas brotan por todas partes, como con una leyenda interminable o un mito encarnado. Fue más duro y dañino consigo mismo que malicioso contra los demás. Se expuso en público reconociendo en vida todos los tropiezos que pudo, y los que no pudo los asumió en cuerpo presente. Ni el juego mágico de las alegrías simples, ni la pelota que rueda se mancharán jamás. Su cuerpo embarrado asume sus acciones. Con el tango que Piazzolla y Ferrer dedicaron a Troilo, podríamos decir de Diego, también cantante de tangos de ocasión, que “tan solo ha sido flaco con él mismo”.

Los efectos de la muerte de Maradona recorrieron desde el sentir sin palabra, el más descarnado, hasta la moralina más cruel, pasando por la engañifa de la corrección política, en el fondo, siempre antipolítica. Ese discurso escapista, experto en esconder el cuerpo, en “cubrirse” por las dudas, hoy se refiere al Maradona “contradictorio”, de luces y sombras, al de las cosas buenas y malas, al de encantos justos y excesos ebrios. Esos discursos posteriores de los que juzgan, siempre están vacíos de la chispa de vida que da sentido. Se detienen justo ahí donde más nos interpela la figura de Diego, ahí donde se abre una potencia, una última fuerza incalculable. Es una misma intensidad la que torsiona su cuerpo en la cancha y la que impulsa su palabra, la que le da valor en un mundial contra los ingleses y la que le permite contestarle con desdén al Papa, la que sustenta su amor por los de abajo y su rebeldía contra los de arriba.

Sentirse amigo de Diego Maradona[2] supone resistir la separación entre el deportista y el hombre. Para sus amistades, para quienes nos sentimos “su amigo”, para esos pueblos enteros que componen la amistad “pública” con Maradona, no existe tal distinción entre jugador y viviente. No compartimos la moral que lo juzga ni sentido común que lo enaltece por inercia. Una entrañable fotografía lo muestra apoyado en el hombro de Leonardo Favio con los ojos en lágrimas. Favio sabe que el tiempo ya no le alcanza para el último film deseado. La sinfonía del sentimiento sobre el mantel de hule, que supo mostrar el último gran cineasta argentino, buscaba hacer ese film sobre las pasiones y las alegrías simples de la zurda de excepción.

Maradona, antes de juzgar, hace aparecer por la magia del juego y la palabra. Aquellos encubiertos, los que viven en el punto ciego de los poderes, ven su encarnadura vital por su gambeta y su decir. Las palabras de Alejandro Dolina, en junio de1994, demuestran que en la amistad no se juzga. “Voy a poner las manos en el fuego por Diego, porque creo que es sencillo poner las manos en el fuego cuando tiene uno la seguridad de que no se va a quemar; creo que es mucho más noble y más afectuoso y más amistoso poner las manos en el fuego por un amigo aun sabiendo que uno corre el riesgo de quemarse, y creo que esta se la debemos a Diego por tantas alegrías sencillas…”.

Hay que acabar de una sola vez con “las fuerzas del cielo” y con los desdoblamientos que pretenden separar “una zurda en la cancha y en la vida”. Hay que acabar con el juicio de un Dios prístino y de los poderes terrenales mesiánicos que se enaltecen como divinidades. El afecto noble nunca es moral, no se construye desde arriba. Maradona, esa mezcla de sangre negra e india indómita, de linaje sanjuanino, trajo a las lindes del conurbano, el barro de la historia de las migraciones internas. Los “cabecitas negras” saben desde la infancia que al final se acumulan los “negros del capitalismo”. Todos nosotros y nosotras, quienes solo contamos con nuestros cuerpos, sentimientos e ideas, reducidos a desechos productivos. Ante ese imperativo del “diseño de sí” global de jugadores magníficos sin barro en sus rostros, Marodona sólo les recuerda que la copa del mundo no es el fin de un juego ni el último sentido de la alegría de los pueblos. La vida no se mide por premios ni por cantidad de goles, sino por las épicas críticas de una apuesta común. Los santuarios populares del mundo así lo recuerdan.

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¿Es posible afirmar que Maradona fue y sigue siendo nuestro amigo? Semejante afirmación nada tiene que ver con haber conocido a Diego en persona, ni con la imagen de la amistad que se corresponde con nuestra red efectiva de amigos entrañables cercanos. Dice un seguidor fiel de Maradona que, si le hubieran dado la posibilidad de conocer a Diego, de compartir un asado con él, hubiese preferido no hacerlo. Es una mirada radical que no juzga el goce de quienes tuvieron la posibilidad de estar cerca de Maradona, sino que afirma la especificidad de un tipo de afecto sin objeto ni cercanía, lejano a cualquier idolatría compartida. La amistad que encontramos en Maradona, tiene que ver con el modo en que estamos entrelazados con sus gestos, su vitalidad y su “cuerpo de palabras”. Imagen sensible, que el filósofo León Rozitchner usa en un texto reunido junto a otros inéditos por la Biblioteca Nacional del gran Horacio González –Ensoñaciones (2015)–, para pensar la amistad en una de sus dimensiones más potentes: “Para ser amigos hay que poner y aflojar el cuerpo. Las palabras se le adosan, lo contornean, en una extraña coincidencia hasta alucinada, y se verifica, en un debate íntimo e invisible donde el cuerpo es el lugar sentido de la ‘verdad’ que con el otro se elabora o se entreteje. La ‘conversación’ le presta su cuerpo de palabras para que cada uno entienda resonar el cuerpo a su propia manera”.

La singularidad flexible de la amistad encarnada y entretejida por la conversación, es la que Maradona produce cuando responde veloz e intransigente a un dirigente de la FIFA, a un presidente que habla con una papa en la boca o a un periodista que hace de marioneta de una empresa de medios. En octubre de 1992 se cruzó con una movilización de jubilados e inmortalizó una frase fiel a su estilo: “A muerte estoy con los jubilados”, y, como si fuera un presocrático que canjea cuerpo por palabra, le lanzó un cabezaso a uno que se atrevió a cuestionar su lealtad con los jubilados. En 1995 visitó la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo, momento en que, como ocurre ahora con la gestión de Javier Milei, el gobierno de Carlos Menem amenazaba con hacer recortes presupuestarios: fue cuando Maradona acuñó la frase “la educación públicahace grande a la Argentina»; más allá de su cercanía inicial como peronista con Carlos Saúl Menem, Maradona defendió también la salud pública en 1996, en la campaña bautizada “Sol sin drogas”,cuando afirmó “Participaré de la campaña para trasmitirle a los chicos mi experiencia negativa con las drogas”. Todos estos actos simbólicos de solidaridad con jubilados, estudiantes, docentes y no docentes, trabajadores de la salud pública, quienes enfrentaban dificultades, debido a los recortes presupuestarios de aquel gobierno neoliberal, hoy idolatrado por los libertarios, no son declaraciones bienpensantes, sino actos de afectividad plena. Así lo recuerdan las interminables despedidas y cuerpos tatuados que se proyectan hasta el presente, como recuerdo épico de una política de la posición crítica frente a los poderes.

“Nunca se logra la felicidad completa, aunque yo estoy arañándola”. Declaración afectiva del padre que reconoce “Hoy el doctor me dio la mejor noticia. Que Dieguito Fernando no tenía aquel síndrome que decían los ‘mala leche’ de siempre.Mi hijo está muy lejos de eso. Está para ser un toro. Esto me lo regaló la Tota y mi papá”. Optimismo plebeyo encarnado del amigo común, que conoce el dolor en cuerpo propio. No se trata de ninguna “verdad” en general, aunque hay una “verdad” singular en la vida de Maradona. Dispuestos a incendiarnos las manos por él, sabemos que sólo una vida de verdad desborda hasta mostrar, por igual, generosidad y morbidez. Diego es el nombre de una de esas vidas, la fortaleza de un fogonazo canjeada por la fragilidad de mil caídas. Ni Fausto ni el mismísimo Mefisto comprenderían la jugada. Al gol con la mano le sigue el mejor gol de la historia, a las declaraciones de Diego ante la prensa sobre el partido con los ingleses, como un hecho estrictamente deportivo, le sigue la arenga para sus compañeros justo antes de poner en movimiento la pelota: “Vamos eh, vamos que estos hijos de puta nos mataron a nuestros pibes, nuestros amigos, nuestros vecinos, no podemos perder”. Antes que un topo anunciado en el Estado, preferimos una épica que fabule lo común.

Con las amistades somos como con la “vieja”, decía Maradona, con Perón: “al amigo todo”. Mil ejemplos de madres en un sólo gesto. El 16 de junio de 2010, en el Centro de Alto Rendimiento de la Universidad de Pretoria, en pleno Mundial de Sudáfrica, Maradona interrumpió la rutina de la Selección y recibió a Estela de Carlotto, la titular de Abuelas de Plaza de Mayo. “Me encantó la ternura de sus palabras”, resumió Estela en aquel momento. Tenemos madre, lengua, amigos. Nos tenemos a nosotros mismos. Y empieza de nuevo el problema: ¿quién tiene qué? Si hay algo que se tiene a sí mismo, ¿no es ese “sí mismo” el que se tiene? Nos topamos con la imposibilidad del individuo idéntico a sí mismo. Sólo podemos afirmar modestamente que hay un “tenerse”. Y las amistades lo atestiguan y nos permiten ser testigos de esa experiencia de sentirnos existir, de tenernos en la afectividad con otros; como pensó alguna vez esa especie de Maradona de la filosofía que fue Aristóteles.

La amistad es, de hecho, ese con-sentir la existencia que, si bien atraviesa a otras experiencias –como la relación de los amantes o la complicidad de los camaradas políticos– para la amistad se trata de su materia más propia. De hecho, la no identidad respecto de nosotros mismos, es la condición de posibilidad de la contradicción. Y la pretendida coherencia, sólo una traza entre otras posibles. Pero nada de relativismo; la fidelidad a ese sentirse existir supone un registro virtuoso, sólo encomendado a los amigos. En el caso de la relación que nos inventamos con Diego, se trata de un tipo de amistad que nadie puede presumir, pero de la que todos podemos participar.

No pocas veces, en las sucesivas coyunturas, nos visita una pregunta: “¿qué hubiera dicho Diego sobre esto?”. Su palabra sagaz y sintética, satírica y crítica, ante cualquier bufón amante del poder; su astucia popular que a veces olvidamos, nos permite sentirnos acompañados cada vez que los escenarios sociales y políticos ensombrecen nuestra experiencia vital. Fue el día que las autoridades de la FIFA dejaron a Diego Maradona fuera del mundial en Estados Unidos, que Alejandro Dolina dijo que pondría las manos en el fuego por Diego, no por estar seguro de no quemarse, sino porque la amistad también se define por esas quemaduras. Diego se dejó querer más allá de las formas estereotipadas que muchas veces median en la elección de las amistades e incluso de los ídolos.

En una entrevista dijo orgulloso: “para la gente soy el Diego”. Siempre eligió pertenecer a los pueblos. Unos pueblos de amigos y amigas, una amistad poblada y en poblada. Por eso al dolor que nos provocó su muerte siguió la rabia por un funeral a medio camino, organizado por un gobierno rumbo a lo peor. ¿Acaso su funeral terminó en escándalo por la incapacidad de comprender el carácter público de Maradona? Diego, amante de su familia, no es un fenómeno privado y, en ese sentido, su funeral no podía reducirse al pésame familiar. Ahí donde los solemnes piden “no politizar” o donde los pusilánimes no saben “cuán política es su figura”, Rubén Mira exhortaba: “¿Pero no era ésta, a todas luces, una circunstancia política trascendente, en tanto que ponía en juego no solo avientes posicionamientos políticos, la afinidad de Diego por el peronismo, su cercanía con los desposeídos, sino sobre todo la disputa por los regímenes del deseo, elaboración de sueños y fantasía y, sobre todo, los modos de pensarnos en común?”[3] Diego es, ante todo, el amigo público. Contra la servidumbre voluntaria, entonces, las amistades inventan cada vez que se vuelve necesario una atmósfera de igualdad. ¡Cómo no sentir resonar el cuerpo indócil de Diego Maradona en nuestro deseo de amistad con él!

Es cierto que Diego Maradona fue y es un fenómeno eminentemente popular. ¿Pero quién dijo que el pueblo es siempre bueno? ¿O que siempre resulta bueno “ser bueno”? ¿Y a quién se le ocurre que la runfla es como una peste que mejor ni nombrarla? ¿Acaso un pueblo, en tanto vive como proceso en cualquier cuerpo menesteroso, no tiene derecho al pillaje, a una cuota de cinismo, a la malicia de ocasión? El pueblo manso y honesto es la continuidad de un mito oligárquico, el del pobre bueno y dócil sometido a alguna pastoral. En un mundo cuyos pueblos son vituperados y en un país cuyos pueblos son maltratados, explotados, cada tanto reprimidos por la policía y humillados, en un país que si algo tiene de sobra es historia de la ofensa, solo podemos insistir: ¡los pueblos, los pobres, la runfla, tiene, tenemos, derecho a ser pretenciosos, algo cínicos, provechosos con el mal ajeno, sobre todo cuando se trata castigar al ‘garca’, al poderoso, al policía moral! Maradona lo hizo, probó de punta a punta el mundo de los ricos, no dejó pasar un lujo, y lo hizo con la torpeza del sapo de otro pozo, pero lo hizo mejor que el ricachón que reviste de buenos modales la impudicia de su forma de vida, lo hizo como un cuerpo excedentario, como quien se siente capaz de volver al lodo que lo vio crecer para retornar a la lujuria una y mil veces. Sobre todo, lo hizo sin culpa.

Fútbol y performance política son cara y cruz de una misma velocidad. Sus intervenciones fueron latigazos políticos que nos referencian y por eso mismo su muerte nos provoca una orfandad inmediata y presente. Como agitador de la astucia popular nos bajó de cuanto caballo fuimos tentados montar y nos regaló un lugar común para encontrarnos cómplices con el de al lado, con el de más allá, con cualquiera. Maradona es errancia y necesidad, es incitación y contagio. Pero también, “cuando todo tira para abajo” (como cantó su amigo, nuestro amigo, Charly García) es refugio y ternura. Una alegría que es inmediatamente política, mucho más que las ideologías tan autosatisfechas, porque toca el nervio que mide una forma de estar en el mundo. Así es, hay una forma de estar en el mundo que se deja acompañar por Maradona, por su potencia performativa, por sus lágrimas y gritos arrancados, como una música de fondo que permite afirmarse, darse ánimo o incluso bancar una tristeza.

Sin más, la tristeza por su muerte es una tristeza del cuerpo común. Diego Maradona fue nuestro amigo, el amigo público, sigue siéndolo aún como la última fuerza en el recuerdo y en el efecto sobre las vidas concretas. No fue el amigo literal, sino una cualidad pura de amistad. En todos nosotros se abrió una disponibilidad para esa amistad. Participamos de esa particular forma de sentirse existir, nos sentimos parte y lo sentimos parte del sentido de nuestras vidas. Cuando se fue, exclamamos con un futbolista, defensor, un tipo de pueblo que peleó desde abajo, que le debe a Diego un centro mágico para su único gol en la selección, Pedro Monzón: “¡Cómo se va a ir de nosotros alguien que era parte de nosotros!”.

*Ariel Pennisi es ensayista, docente e investigador (UNPAZ, UNA), integrante del Grupo de Estudios Sociales y Filosóficos (IIGG-UBA), codirector de Red Editorial, integrante del Instituto de Estudios y Formación de la CTA A y del Instituto de Pensamiento y Políticas Públicas. Su último libro, junto a Miguel Benayasag, es La inteligencia artificial no piensa (2023).

Con Adrián Cangi publicaron El anarca (filosofía y política en Max Stirner) (2021), entre otros.

*Adrián Cangi es ensayista, editor, filósofo, curador y realizador audiovisual. Posdoctor en Filosofía y Letras por la Universidad de São Paulo. Profesor e investigador UBA, UNLP y UNDAV. Director de la Maestría y Centro en Estéticas y Políticas Contemporáneas Latinoamericanas (UNDAV). Su último libro es el poemario Lomo de dragón (2024).


[1] Hace referencia al libro de Kala Moreno Parra y Adrián Cangi, Un Dios Salvaje. Gestos para la memoria común, Buenos Aires: Red Editorial, 2024. Libro colectivo, pensado como ensayo visual, de los múltiples gestos de despedida a Diego Maradona.

[2] Como se plantea en un ensayo titulado “Diego, el amigo público” de Ariel Pennisi, para el libro Diegologías. Miradas sobre el universo maradoniano, recientemente publicado por la Revista Meta.

[3] Revista Ignorantes. Leído en “Pasaron cosas”, Radio Con Vos, por Alejandro Bercovich. https://ar.radiocut.fm/audiocut/berco-lee-en-vivo-texto-ruben-mira-sobre-velorio-maradona/