Una sirena se enamora de un mascarón de proa de cuerpo varonil. Una ama de llaves de una familia tradicional venida a menos se desvive por la sobrina de la despótica dueña de la mansión. Un muchacho moreno se pasa la vida buscando a otro muchacho fantasmagórico rubio y dorado al que conoció en la calle. Un joven se enamora de una estatua. Y en su relato más popular, dos médicos afamados del siglo XIX salvan la vida de un niño cuyo único amigo es un hombrecito dibujado en un azulejo.
Y así se suceden en Aquí vivieron (1949), Misteriosa Buenos Aires (1950), Crónicas reales (1967) y De milagros y melancolías (1968) amistades y pasiones desmesuradas protagonizadas por seres históricos, maravillosos, extravagantes o solitarios que pueden funcionar como metáforas de deseos y amores reprimidos en el siglo XX. Manuel Mújica Láinez, a quien frecuentemente se lo lee en las escuelas de nivel primario y secundario, es potencialmente un maestro en materia de educación sexual integral. Su obra inabarcable por lo monumental parece decirlo todo en materia de afectividades diversas e identidades sexuales ambiguas. También hizo ESI porque recuperó a las mujeres para la Historia en relatos tales como “La fundadora”, sobre Ana Díaz, fémina que acompañó a Juan Garay en la fundación de Buenos Aires
Si en los cuentos apeló al pasado para hablar de amores prohibidos por la sociedad de su tiempo, en sus exquisitas novelas también de corte histórico se explayó aún más entrando en terrenos tan pantanosos que la ópera Bomarzo, basada en su obra homónima de 1962, fue prohibida en 1967 por el régimen ultramontano de Onganía. El argumento situado en el Renacimiento gira en torno al Duque de Orsini, feo y jorobado, fascinado por la hermosura de varones, mujeres y estatuas de piedra y proclive a ceder al pansexualismo. A su vez, en El unicornio (1965), ambientada en el medioevo, recreaba la mitológica historia del hada Melusina pero poniéndole su inconfundible sello personal. Según su versión, la bella Melusina está enamorada del príncipe Aiol pero sus amores son hechizados dos veces por su madre envidiosa que primero la vuelve invisible y luego le otorga un cuerpo de varón para que no pueda disfrutar del cuerpo deseado. Para el biógrafo Jorge Cruz, ésta fue la manera más sincera que encontró el autor para expresar sus propios sentimientos y es en El unicornio donde Manucho se refleja con mayor autenticidad y donde pueden encontrarse rasgos profundamente autobiográficos.
Familias y objetos diversos
De familia tradicional y aristocrática -si existiese la aristocracia en Argentina-, los orígenes genealógicos de Mújica Láinez lo remontan a Juan de Garay, Florencio Varela, Miguel Cané y se lo vincula hasta a Santa Teresa de Jesús. En novelas como La casa (1954), Los viajeros (1955) e Invitados al paraíso (1957) retrató el auge y la caída de su clase con sus pasiones, incestos, caprichos, envidias, hipocresías, crímenes, secretos y locos escondidos en el desván.
Su pertenencia a ese sector social lo obligan al casamiento heterosexual y a tener descendencia. Pero Manucho hará provecho de ello y a la vez que cumple, se burla y disfruta de las normas al casarse con Ana de Alvear Ortiz Basualdo. A ella lo unirá un profundo amor de por vida y dos hijos que no lo privarán de otros placeres humanos. El matrimonio es libre: “El Paraíso”, la residencia familiar estilo colonial español de las sierras cordobesas que hoy es museo, es lo suficientemente amplia como para que cada uno tenga su habitación y su propia vivienda. Y para que desfilen por el resto de las salas las bellezas masculinas que constituyeron el deleite literario y vital de Manucho. De eso dan testimonio su amistad profunda y perdurable con el pintor Guillermo “Billy” Withelow y las fotografías retozando o abrazado amistosamente a chongos, algunas de las cuales se exhiben en las paredes de su casa. Y también las palabras que le hace decir a su perro Cecil en la novela homónima de 1972. Según la mascota, el fiel compañero de raza whippet al que usa para salir del clóset, su amo se desvela por efebos semidesnudos que su esposa consiente y que deben ocultarse en los laberintos de la casona cuando llegan los periodistas.
Además de las bellezas masculinas, su otra pasión fueron las piezas de arte y otros objetos de los cuales fue afecto, coleccionista obsesivo y fetichista. En la línea de Borges, que pensaba que las cosas duran más que las personas y poseen una fuerza sobrenatural, hizo uso de los objetos para relatos y novelas. Así un libro, un brazalete, una estatua de Aquiles, un cuadro, un escarabajo de origen egipcio que pasan de mano en mano se convierte en sus propias manos en obras maestras de la literatura.
Para algunos críticos su novela Sergio (1976) es la primera novela gay argentina. Pero, como suele ocurrir, cuando la homosexualidad se vuelve explícita, se gana en militancia pero se pierde en preciosismo artístico. El mejor Manucho es el de los mundos represivos, el que insinúa amistades íntimas de su padre con otro varón (El retrato amarillo), el que como Proust evidencia a toda su clase social en El gran teatro (1979), el que narra relaciones inconfesables que llevan a la muerte (Los ídolos, 1953), o la historia del escritor que termina asfixiado por una larga cabellera negra.