“La poesía no es un lujo” dijo Audre Lorde y Madeleine Wolff, hace suyas estas palabras. El taller que dictó en una comunidad de varones en recuperación, no sin resistencia de parte de sus potenciales integrantes al principio, dio resultados que superaron las expectativas iniciales. El taller se llama Poesía Guerrera y está en Isla Silvia, una isla del Tigre, donde funciona una casa comunitaria de rehabilitación de adicciones. El nombre no es gratuito. La poesía puede convertirse, como efectivamente lo hizo, en un arma de integración, de lucha con un destino que parece irreversible, de transformación profundo a nivel colectivo e individual. La historia de este taller es la historia de un proceso colectivo que llevó a sus integrantes muy lejos del lugar del que partieron, que les enseñó, no desde la teoría, sino desde la acción misma, que existe otro mundo posible y que el trabajo colectivo permite abrir puertas que parecían definitivamente cerradas.
-¿Cómo nació esta antología?
-Nació de un taller que comenzamos a dar en una isla del Tigre, en una casa comunitaria de la organización social Vientos de Libertad que es la rama de adicciones del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE). En esas casas comunitarias hacen su proceso pibes y pibas que están en recuperación de adicciones. La mayoría de los chicos viene por derivación de barrios populares. Por ejemplo, en Isla Silvia, así se llama el lugar, la mayoría de los chicos son de Villa Fiorito. En realidad digo “chicos”, pero las edades son muy heterogéneas. Hay chicos desde 16 años a hombre de 40 o 50, pero, en promedio, son jóvenes y la mayoría va por consumo de paco. Entre ellos hay una gran heterogeneidad de historias de vida.
-¿Cuántos son aproximadamente?
-En este momento, por la pandemia son muchos menos, pero en el momento en que comenzamos con el taller eran unos 120. Viven allí aproximadamente por el lapso de un año o año y medio porque muchos tienen también problemas habitacionales.
-¿Cómo surgió el taller?
-Comenzamos a darlo con una compañera. Yo soy socióloga. Hice mi carrera más grande que la mayoría porque tuve una hija muy joven. Pero empecé a trabajar en territorio, en villas, con chicos en situación de calle desde muy chica, desde adolescente. A su vez, yo escribo y mi amiga también. En un momento decidimos cruzar estas dos cuestiones, la experiencia de trabajo en territorio y la escritura como herramienta de transformación. Nos parecía que la palabra podía ser un factor de mucha potencia. Así fue que comenzamos a hacer los talleres hace más o menos hace cinco años. La propuesta era un taller de poesía con todas las resistencias que eso siempre tuvo dentro del espacio.
-¿Por qué generaba resistencia?
-Porque es un espacio de hombres y había muchos prejuicios en relación a la poesía. Algunos decían “la poesía no es para mí, nunca escribí ni leí poesía”. En fin, cuestiones micropolíticas. Fuimos con la propuesta de disputar ese espacio, de sacar la poesía de su ámbito más académico, más elitista o más cerrado. Siempre tuvimos en cuenta lo que decía Audre Lorde, “la poesía no es un lujo”, sino la posibilidad de convertir la experiencia de vida, la experiencia de dolor, de transmutarla en algo creativo. Como muchos chicos no se sentían cómodos escribiendo o no sabían escribir, en su mayor parte hicimos el taller oralmente. Eso se iba definiendo en relación al grupo. Si se sentía cómodo en la escritura, mechábamos las dos cosas. Si no era sí, íbamos recorriendo temas y leyendo textos disparadores y después abríamos un espacio de conversación, entrábamos en ese clima y a partir de preguntas disparadoras se iba tejiendo colectivamente esa poesía que terminaba siendo de la trama de todas las voces que se habían compartido. Desde el comienzo el taller funcionó no solo con mucha potencia, sino que era un micromundo dentro de la isla. Porque antes del taller era un espacio muy grande en el que no había casi ninguna propuesta y menos aún de orden cultural.
-¿Y cuáles eran las tareas que se realizaban allí?
-La vida del pibe dentro de la isla era levantarse, hacer tareas para la casa porque era un espacio que se había tomado, unos edificios muy antiguos y deteriorados en los que no había gas, por lo que para la cocina y el baño se utilizaba leña. Por eso las tareas consistían, sobre todo, en el mantenimiento del espacio y estaban abocados sobre todo a eso. Nosotros, a través del taller, lo que queríamos lograr es que encontraran el camino para narrarse desde otro lugar, profundizar en la propia historia y poder mirar desde otra perspectiva. Además, poner cada historia en común para que esa historia individual devenga colectiva, para que entre dentro de una perspectiva política, para que el consumo no quede reducido a una cuestión de salud mental o de estigma, sino como algo que responde a una estructura social y política. Era pensarse desde la propia historia pero entendiéndola también como una historia colectiva. A través de la palabra, de la lectura de otros textos, buscábamos espacios para habitar la propia sensibilidad, entendiendo que estos eran espacios de los que habían sido despojados por el sistema. Para ir ampliando ese horizonte de experimentación del mundo interno fuimos sumando otro tipo de talleres de dibujo y de grabado que se articulaban con el de poesía.
-Los grabados son muy hermosos y requieren aprender una técnica. ¿Cómo lo lograron?
-Sí, en eso nos acompañaron unas chicas que tienen un espacio que se llama Fábrica de Estampas. No solo nos ayudaron dando talleres, sino que, además, nos abrieron puertas a otros espacios. Ellas enseñaron técnicas de grabado. Hacíamos un recorrido por las poesías, a partir de ellas se pasaba a una imagen y se hacían los grabados. Antes de la pandemia, esto nos permitió salir un poco del a isla y difundir esto fuera de ella. Hicimos varias presentaciones en varios museos y espacios culturales, participamos en ferias de diseño, porque antes del libro pasamos por la instancia de hacer fanzines y ese tipo de producciones. Estuvimos, por ejemplo, varias veces en el espacio de poesía de la terraza del Conti, en el Matienzo, en el Museo Sívori. Viajamos a Paraná porque nos invitó una organización de allá. También viajamos a Jujuy y a Rosario no solo por la posibilidad de difundir, sino también por el nivel de impacto que tenía para los pibes cada vez que se podía llevar la poesía y las cosas que habían hecho fuera de la isla y ver la repercusión y la conmoción que producían en la gente.
-Es decir que de la negativa inicial pasaron a integrarse totalmente a la actividad.
-Sí, y, además, a ser defensores acérrimos dentro de la isla de ese espacio que era un espacio optativo. No asistían los 120, siempre eran un grupo de entre 15 y 20 pibes. A través de los años todos pudieron ir reconociendo desde un lugar muy profundo lo que significó el taller dentro de su proceso de recuperación.
¿Y cómo fue la historia del libro?
-En nuestros encuentros íbamos proyectando juntos cuál sería nuestra próxima meta, qué nos gustaría lograr como grupo y el libro estuvo siempre muy presente. Siempre repetían cosas como “fíjate, yo, un pibe de Fiorito, que nunca me imaginé estar en un taller así y menos en compartir esto en otros espacios y menos todavía en tener un libro con esas poesía y esas historias.” Fue un camino largo que comenzamos a hacer de forma autogestiva, luego conseguimos a alguien que nos dio una ayuda con el diseño y allí comenzamos la selección de las poesías y de los grabados. La pandemia nos obligó a estar un año sin ningún tipo de avance porque el año pasado no fuimos a la isla, toda la comunicación era virtual. Esperábamos poder retomar los talleres de manera presencial para que la experiencia se pudiera vivir de manera más colectiva. Cuando finalmente pudimos retomar los talleres, nos faltaba todavía la última parte de diseño, porque el chico que nos ayudaba se fue a vivir a otro lado. Pero por suerte aparecieron tres chicas con muy buena voluntad y compromiso y nos ayudaron a terminar toda la última parte de premaquetado y el diseño y la tapa.
-¿De qué forma solventaron la publicación?
-Hicimos una preventa para poder pagar la impresión y nos fue bastante bien y por fin el libro pudo salir a la luz. Ahora estamos en el caminito de darle más visibilidad.
-¿Se pude comprar en este momento?
-Sí, comenzamos teniéndolo en cuatro librerías que son: Notanpuán que está en San Isidro, Musaraña, Fábrica de Estampas y La vecina Libros. Ahora vamos a dejar otras tandas en librerías más céntricas y en Rosario que nos va a ayudar a difundir la Facultad Libre. También planeamos llevarlo a Paraná. En todo proyecto autogestivo hay que remar mucho.
-¿Cuál es la etapa próxima?
-Los chicos del taller están muy entusiasmados y quieren su propio libro. Ya tenemos bastante material para pensar otro. Pero primero queremos hacer una presentación del libro dentro de la casa aunque sea solo con ellos, porque lo familiares no están pudiendo venir por el tema de la pandemia. Ya tenemos un pequeño circuito pero no sé si vamos a poder seguirlo por el tema sanitario, pero queremos hacer cosas virtuales, proyectar cosas presenciales fuera de la isla para más adelante. Queremos que el libro viaje, volver a algunos lugares donde alguna vez fuimos a leer, a Rosario, a Paraná, a hacer lecturas en las librerías, llevarlo también a los barrios donde viven la mayoría de los pibes que participaron de los talleres. Queremos lograr el doble reconocimiento de los espacios de la cultura, pero también llevarlo al territorio.
– De dónde viene tu motivación para dar talleres de este tipo.
-El trabajo con el consumo atraviesa mi historia personal. El año pasado mi madre murió muy joven, a los 50 años, de una sobredosis. Es una experiencia que me pasó por el cuerpo. Yo no estuve en situación de consumo, pero sí conocí cómo es ese mundo. Eso me llevó desde muy joven a trabajar con niños y niñas que estaban atravesados por esa misma situación. Siempre trabajé con procesos colectivos, con la posibilidad de otra narrativa de situaciones muy difíciles y oscuras, con cómo narrarse y contarse y sacar de allí la potencia. Viví varios años en Córdoba y allí comencé a trabajar con poblaciones rurales y con temas vinculados al extractivismo. A partir de esto empecé a conectarme con comunidades campesinas originarias del Norte. Hoy con otros compañeros tenemos la Fundación Urdir y trabajamos con comunidades originarias. Hacemos acompañamientos de procesos colectivos, sobre todo en la economía social en el contexto rural. La mayoría de estas comunidades son artesanas y trabajamos con temas centrales para ellas como el acceso al agua, a la tierra.
Se puede comprar el Isla Silvia de Poesía Guerrera en:
Notanpuán. Chacabuco 459, B1642 San Isidro, Tel. 011 4742.1297
Musaraña: Gral. José María Paz 1530, B1602 Florida, Tel. 011 6105 0389
Fábrica de Estampas: Nahuel Huapi 4699, Buenos Aires. Tel. 011 4447-0356
La Vecina Libros: Librería virtual: [email protected] y en Facebook e Instgram @lavecinalibros