En una hoy célebre charla mantenida en Argel, André Gide le reprochaba a Oscar Wilde (1854-1900) que sus obras fueran infinitamente inferiores a su conversación y sus pensamientos, a lo que Wilde le contestó que le aburría escribir, “¿Quiere usted conocer el gran drama de mi vida? Es que he puesto todo mi genio en mi vida; en mis obras he puesto solo mi talento”, le retrucó el genio irlandés.

Sin embargo, en varias ficciones, Wilde anticipó parte de su biografía.  En su única novela, El retrato de Dorian Gray (1890) el personaje principal es un joven de extraordinaria belleza, ojos azules, cabellos rubios rizados y labios muy rojos. Un año después de la publicación de su obra más famosa Wilde conoció a un muchacho que era el clon de Dorian Gray. En efecto, Lord Alfred “Bosie” Douglas era un Narciso de cuerpo blanco, pelo dorado, ojos azules y labios escarlata como pétalos de rosa hechos “para la locura de los besos”.  Pero ya antes en relatos cortos como “El retrato de W.H.” o “El maestro”, entre tantos otros, abundan los jóvenes de hermosura afeminada, ojos soñadores, cuerpos blancos como una rosa y labios sensuales tan voluptuosos como fatales.

Porque como Dorian para su pintor Basil, la duplicidad de Bosie llegaría a ser fatal para Wilde. Bosie le daría los mejores placeres en correrías amorosas en prostíbulos de Londres y con jóvenes árabes “bellos como estatuas de bronce” en Argel.  Y así como el Dorian de la ficción termina asesinando al artista, algo del Wilde ingenioso y talentoso moriría para siempre tras la experiencia erótica con Bosie y la consecuente condena a dos años de trabajos forzados en la siniestra cárcel de Reading por haber cometido el “crimen del amor que no osa decir su nombre”.

Sin embargo, no pueden cargarse todas las tintas sobre Bosie. Wilde siempre fue consciente de sus actos y hasta parece haber deseado y buscado su destino. “No a la dicha”- expresó casi como un lema en más de una ocasión – Es preciso siempre desear lo más trágico”. Toda su obra y su vida parecen una incesante búsqueda de una crucifixión que, como la de Cristo, coronarán su vida.

El drama de Wilde no sobrevino por sus amores con Bosie, por haberle sido infiel a su leal esposa Constance o por haberse reído con su dramaturgia o con sus ingeniosas diatribas de la sociedad de su tiempo sino, tal como le escribiría proféticamente el padre de Bosie en la nota infame que desató el escándalo y los juicios: “por alardear de sodomita”.

En la sociedad de la reina Victoria presumir de un secreto no solo estaba permitido sino que incluso era delicioso y daba un halo de prestigio. La metáfora victoriana no es la de la prohibición o el silencio represivo sino la de la puerta entreabierta. Mientras Wilde insinuaba que se acostaba con chicos, mientras se paseaba con trajes llamativos y una rosa teñida de verde en el ojal -símbolo de la cultura homosexual-, mientras sus comedias como El abanico de Lady Windermere, La importancia de llamarse Ernesto trataban de matrimonios hipócritas y varones y mujeres con doble vida, la estrella del artista irlandés brillaba en lo alto del firmamento del espectáculo y la literatura. Pero una vez que osó narrar sin ambages sus correrías con prostitutos y expresar su deseo por la belleza de Bosie, las salas de teatros se vaciaron y el mismo público llenó las de los tribunales.  

Así Wilde devino en el mártir gay por excelencia del siglo XX. A su sombra y con el terror a sufrir su destino vivieron su vida muchos gays anónimos y escribieron el homoerotismo con metáforas y subterfugios autores de la talla de Henry James, Marcel Proust o el mismísimo Gide. Y la autoinmolación de Wilde seguramente signó la vida de otros gays del siglo más violento de la Historia. Es posible encontrar la misma estética trágica de la existencia en Pier Paolo Pasolini arrollado una veintena de veces por un prostituto que conducía su automóvil, en Yukio Mishima -del que el 25 de noviembre se cumplieron cincuenta años de su muerte- que construyó un cuerpo musculoso  para autodestruirlo en el ritual del seppuku, en el Michel Foucault que tras enterarse de estar enfermo de sida señaló que un cáncer solo para gays sería demasiado bueno para ser verdad porque nada sería más bello que morir por el amor de los muchachos.

En “El retrato de W.H.”, Wilde traza una línea trágica de amores gays:  Sócrates y Alcibíades, David y Jonatan, Adriano y el bello Antínoo, Eduardo II y Gaveston. Quizás intuía que los amores suyos con Bossie completarían la lista. Una vez más el arte imitaba a la vida.