Ernesto Schoo, Guillermo Saavedra y quien escribe vimos entrar una tarde de noviembre de 1986, a la oficina de redacción que ocupábamos en un quinto piso del diario La Razón -la mole que se alza, reciclada, en General Hornos 690, de ciudad de Buenos Aires- a un viejito barbado, de anteojos gruesos y traje sin planchar, que caminaba con notoria dificultad. Lo traía el periodista del diario Alfredo Becerra, quien nos lo quería presentar y hacernos una solicitud. «Como les dije, aquí les traigo a don Antonio Di Benedetto, a quien seguramente conocen por sus libros. Él se ofreció a comentar mi Catre polifónico -así se titulaba una nouvelle que Alfredo acababa de publicar- y yo le dije que para mí y para ustedes sería un honor». Nos pusimos de pie, casi mudos. Ernesto le dijo a Antonio que no sólo sería un honor que él colaborara con el suplemento, sino que para ser justos debíamos dejarle a él nuestras butacas y escritorios. Di Benedetto intuyó al vuelo los peligros de tanta cortesía y buenos modales y dijo: «Si me elogian mucho, me temo que no me van a dar el trabajo que necesito, y yo necesito trabajar».
Allí mismo quedó sellado nuestro pacto. El suplemento cultural de La Razón, que ya tenía comentaristas de libros con cierto renombre, sumaría a un eximio cuentista, novelista y periodista con varios premios internacionales en su haber. Alguien que podía tutearse y compartir un café con Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, José Donoso y otros monstruos sagrados de la literatura mundial.
La primera nota de Antonio Di Benedetto en La Razón salió publicada el domingo 8 de diciembre de 1985 y estaba dedicada a ópera prima Catre polifónico, de Alfredo Becerra, capítulo que se independizó de un grueso manuscrito titulado «La derrota del Aberrante», que seguramente hasta el día de hoy se mantiene inédito. «Es de esperar -escribe Di Benedetto en su crítica- que las ondas cambiantes que impulsan a este cultor de la pluma lo lleven a la mar donde se cría la narrativa mayor. Orgiástico, como lo prueba Catre polifónico, no es forzoso que para dar el salto se ponga serio. Basta con el humor y él sabe pulsarlo».
La siguiente nota fue acerca del libro «Alberdi y la no violencia», escrito por Adolfo de Obieta, ensayista y pacifista argentino que tuvo el privilegio de pasar buena parte de sus vida junto a su padre, un escritor inclasificable, maestro de Borges, llamado Macedonio Fernández. Otros autores noveles o conocidos que recibieron la lectura y las palabras críticas de Antonio Di Benedetto en el diario La Razón fueron Antonio Elio Brailovsky, May Lorenzo Alcalá, Rodolfo Fogwill, Silvia Plager, Cecilia Absatz, el teórico y ensayista James Mellard y el perdurable inventor del señor Palomar, que se había despedido de los asuntos terrestres por aquellos años: Italo Calvino.
El suplemento «Cultura» de La Razón, que había nacido en 1984 con 16 páginas a mediados de 1986 tenía 12 páginas y al año siguiente algunas menos. La nueva moneda argentina de entonces -el austral- se depreciaba a ritmo vertiginoso. Los salarios de los periodistas de una redacción perdían valor y poder de compra, al igual que los «cheques» -órdenes de compra- que nos entregaban a los editores de Cultura para pagar colaboraciones. Antonio Di Benedetto tenía una asignación en la Casa de Mendoza en Buenos Aires, pero apenas le alcanzaba para sobrevivir. Y las colaboraciones con La Razón, a un ritmo de dos por mes, tampoco le iban a cambiar su suerte. Había regresado, consagrado en Europa y América, al país que lo había maltratado, ninguneado y finalmente expulsado en 1977. Un país cuyo paisaje intelectual y cultural había cambiado tanto que ningún gran medio de prensa era capaz de dar a ese periodista y escritor el sitio y el sitial que merecía.
La Argentina de la transición a la democracia no era en absoluto la de estos días. Los ex detenidos, ex presos políticos y sobrevivientes del horror de la dictadura apenas si podían contar lo que les había pasado, y ni siquiera tenían la esperanza de que un día un tribunal les preguntara por su causa e hiciera justicia. Fueron aquellos tiempos difíciles los que le tocaron a Antonio Di Benedetto, cuando decidió volver a su patria. Algunos periodistas que lo tratábamos en aquellos días nos permitimos invitarlo a nuestras casas, a compartir veladas en donde sabíamos que, inevitablemente, Antonio se convertiría en el centro de la reunión, y que su relato cautivaría una vez más -como en su juventud- a las más bellas mujeres de la casa, del barrio y de la ciudad.
Con el tiempo, por relato de otros sobrevivientes que compartieron con él celdas y palizas, tanto en el terrible D-2 mendocino como en el Liceo Espejo, en el pabellón 11 de la Penitenciaría de Mendoza y en la Unidad 9 de La Plata -que fue la última estación carcelaria antes de ser liberado y partir al exilio- nos fuimos enterando del trato injusto e inhumano que recibió Antonio por parte de los verdugos de la dictadura. Golpes en la cabeza -lugar donde se gestan el pensamiento y la escritura-; anteojos pisoteados y destruidos -para alguien cuya mayor vocación era la lectura-; frío inclemente de los patios para un físico débil y cansado; sobresaltos a medianoche, para alguien que tenía enfermo su corazón.
Un teniente de la Penitenciaría -recordó hace poco Eduardo Carunchio, un ex preso político- preguntó a un grupo de detenidos si había alguien que tenía alguna enfermedad o dolencia. Nadie quería abrir la boca, por miedo. Hasta que Antonio Di Benedetto dijo «Yo estoy enfermo del corazón». «¡Anote! -le dijo el teniente a un subalterno- ¿nos vamos a ahorrar una bala!». Todos esos dolores del cuerpo y del alma acompañaban a Antonio Di Benedetto cuando caminaba, con su paso lento y tembloroso por las calles de Buenos Aires, en aquel verano, otoño e invierno de 1986. Sin embargo, ninguna queja excesiva, ningún llanto se le escuchaba cuando visitaba una casa, una oficina, una redacción.
La escritora y promotora cultural Perla Chirom lo invitó a Di Benedetto a participar de su taller literario, en Buenos Aires. Ese fue otro de los «trabajos» que consiguió en sus últimos meses de vida. Un par de accidentes que tenían que ver con su precaria estabilidad -el último, en el departamento en el que vivía, al caerse de una escalera- le produjeron derrames que afectaron su visión y su cerebro. Convaleciente en el Hospital Italiano, necesitaba más que nunca de la ayuda de íntimos y allegados. Su hija Luci fue a la SADE a pedir ayuda para los gastos de internación, pero allí sólo le ofrecieron el gran salón «para velarlo», cuando falleciera.
Antonio Di Benedetto murió el 10 de octubre de 1986 y fue velado en la sede de la Sociedad Argentina de Escritores, de Buenos Aires. Sus familiares recibieron condolencias y notas de pesar de todo el mundo, incluso de aquellas celebridades literarias que habían pedido por su libertad e integridad en tiempos de la dictadura. La última nota que entregó para el suplemento en el invierno de 1986 fue sobre una reedición argentina de la novela histórica venezolana Se llamaba S.N., de José Vicente Abreu, un libro que habla sobre los detenidos políticos, la tortura y el crimen, durante la dictadura de Pérez Jiménez. Como título sugerido, Antonio Di Benedetto escribió: «Otros paisajes del horror de América». Él había conocido esos otros paisajes, aún antes de leer el libro.