“Siempre pensé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca”. La cita de Borges entre los epígrafes del libro La biblioteca en llamas, de la periodista y escritora Susan Orlean, quizá sea una suerte de ironía borgeana. La última bocana de aire fresco antes de descender al infierno de los bibliófilos. La historia del incendio que devoró un millón de libros.
Aunque muy pocos lo sepan, el 29 de abril de 1986 tuvo lugar el mayor desastre de una biblioteca en la historia de los Estados Unidos. Ese día la Biblioteca Central de Los Ángeles amaneció consumida por el fuego, 400 mil libros se transformaron en cenizas y otros 600 mil quedaron con heridas mortales. Un Quijote de 1860 ilustrado por Doré, todos los libros sobre la Biblia, todas las biografías de la H a la K, toda la historia del teatro, todo Shakespeare, cinco millones y medio de patentes registradas desde 1799 -con sus dibujos y descripciones-, las etiquetas de 20 mil fotografías, 6000 revistas y la lista del material carbonizado sigue hasta el infinito y más allá.
Escasos medios cubrieron la noticia. En The New York Times el siniestro apareció narrado en un pequeño artículo en la página A14. Los grandes diarios norteamericanos estaban eclipsados por otro incendio. Al otro lado del mundo, entre los frondosos bosques soviéticos, ese día explotó la central nuclear de Chernóbil. “El incendio de la Biblioteca Central no fue un asunto de escasa importancia, no fue como si un cigarrillo hubiese prendido en un contenedor de basura y nadie hubiese dicho nada. Fue un incendio gigantesco y furibundo que ardió durante siete horas y que alcanzó temperaturas que rondaron los mil grados centígrados; fue tan brutal que acudieron a sofocarlo prácticamente todos los bomberos de Los Ángeles. No podía entender cómo era posible que no hubiese tenido noticia de un acontecimiento de semejante magnitud, especialmente de algo tan relacionado con libros, a pesar de vivir al otro lado del país cuando tuvo lugar”, se pregunta Orlean al inicio del volumen. Los libros ardieron mientras la mayoría del planeta miraba hacia la Unión Soviética, quizá preguntándose si estaban a punto de ser testigos del fin del mundo.
¿Quién querría quemar una biblioteca? ¿Por qué? Esas fueron las dos preguntas germinales de la pesquisa de Orlean, colaboradora permanente de la revista The New Yorker y ocasional escritora, recordada en estos pagos por su obra El ladrón de orquídeas. Sería un reduccionismo definir este volumen como una simple investigación sobre un siniestro que se extendió por más de una década. La ruta de cómo comenzó el fuego es apenas un sendero que se bifurca y trifurca en una obra alucinante. La biblioteca en llamas es una reflexión sobre la cultura del libro, una historia personal de una mujer obsesionada por la lectura, una genealogía de la expansión desaforada de la ciudad angelina y un relato de un olvidado crimen contra la memoria. También, una carta de amor a las bibliotecas.
Orlean nutre su libro con dosis desparejas de un thriller para contar las andanzas y desandanzas de Harry Peak, un aspirante a actor de Hollywood, infatigable fabulador al que se señaló como el pirómano que provocó la tragedia. Un rubio fachero que había fracasado en mil y un castings y que alcanzó finalmente la fama esa tórrida mañana de abril. Un fósforo iluminó su siniestra estrella. Su vida se apagó, sin condena, en 1993.
Más allá del perfil apasionante de Peak, Orlean rescata de las llamas las historias de otros personajes fascinantes como Charles Lummins, periodista errante del LA Times, poeta encendido, defensor de los derechos de los indios y director de la biblioteca a principios del siglo XX. La vida y obra vanguardista de Mary Jones, la primera bibliotecaria angelina con título oficial. Las aventuras del doctor C. K. Jones, histórico empleado del recinto apodado la “Enciclopedia Humana”. Las pasiones del arquitecto Bertram Goodhue, el hombre que cráneo la estructura de esta catedral laica del conocimiento. También se rescatan otros héroes anónimos: los bomberos que se jugaron la vida para apagar las lenguas ardientes y los miles de voluntarios que ayudaron en el rescate de los libros.
En un apartado clave, Orlean confiesa que para comprender la mente del pirómano que provocó el siniestro debe quemar ella misma un libro. La periodista duda a la hora de elegir la víctima, pero finalmente se decide por Fahrenheit 451. La obra suprema de Ray Bradbury –la historia de un “bombero” dedicado a destruir libros que termina enamorándose de ellos- fue parida en otra biblioteca californiana, la Powel de la UCLA. El escritor fue un defensor a ultranza de las bibliotecas.
Para responder la pregunta sobre las cosas que perdimos en el fuego, se puede citar otro epígrafe tatuado en el libro de Orlean. Un fragmento del poema “El incendio de un sueño” de Charles Bukowski, socio vitalicio de la institución del Downtown: “La vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles / ha sido destruida por las llamas. / Aquella biblioteca del centro. / Con ella se fue / gran parte de mi / juventud.”