En una película de “El gordo y el flaco”, Stan Laurel (el flaco) se pasea por una habitación leyendo y cuando termina una página la arranca del libro que tiene entre manos y la arroja hacia atrás. ¿Para qué guardar lo que ya ha leído y, casi seguro, no volverá a leer?
La imagen es la contracara de la actitud del bibliófilo que atesora en su biblioteca libros que muy probablemente nunca volverá a leer o que consultará en quince o veinte años. Sin embargo, los guarda en su biblioteca y va tapizando progresivamente las paredes con libros que quizá nunca más vuelva a abrir.
Todos padecemos en cierta medida de bibliofilia. Es que a diferencia de otras adicciones, la adicción a los libros tiene prestigio social. La mayoría está dispuesta a considerar que acumular libros es un signo de sana inquietud intelectual y que actuar como Stan Laurel es realmente una conducta que delata un grave problema de desorden mental.
¿Pero es realmente así? A través de 400 páginas, Antonio Castronuovo (Acerenza, 1954), autor prolífico, multipremiado y amante de los libros, traza de manera deliciosa un mapa de lo que conlleva el amor por los libros y los padecimientos que provoca porque, como dice en la contratapa, “el amor en todas sus formas siempre se padece”.
Diccionario del bibliómano (Edhasa) es un recorrido de la A a la Z a través de anécdotas, curiosidades e historias insólitas relacionadas con los libros. Sólo un bibliófilo en la cumbre de su adicción podía escribir un libro sobre bibliofilia, un libro sobre los libros, esos oscuros objetos de deseos capaces de provocar una enfermedad sentimental que, como todo amor hace feliz y, a la vez, desdichado, a quien lo padece.
Libros, una pasión insana
¿Por qué escribir un libro sobre los libros como enfermedad? El autor se justifica en el prólogo: “Quién se apasiona, qué se yo, por la preparación de manjares no duda en manifestar victorias y fracasos. En el caso de la seducción ejercida por el libro, el hecho de que sea un objeto muerto pero fértil mueve a ocultar las liturgias morbosas que el amador le dedica, induce a mantener escondidas las humillaciones o safisfacciones que se obtienen”.
“Razón por la cual era necesario que alguien comenzara a revelar el facetado cosmos que afligen a quien ama los libros”.
Cabe aclarar que las anécdotas y referencias de Castronuovo sobre los libros como enfermedad no son inventadas. En su mayoría provienen de un enorme abanico de otros libros que abarcan desde Alberto Manguel a Claudio Magris, de Gesualdo Bufalino a Umberto Eco por citar sólo a autores cercanos en la época.
El diccionario tiene grandes dosis de humor y puede llegar a ciertos niveles escatológicos.
Hecha esta salvedad, ya es posible seguir al autor se interna en las patologías librescas.
Y como no podía ser de otro modo en un diccionario, el autor comienza por la primera letra del abecedario. Así en la entrada “Almohadas y frazadas” dice: “Nos llevamos los libros a la cama para leer, pero no solo para eso. En algunos casos –si en una casa de veras hay muchos-pueden funcionar como colchón o como calienta pies.”
Y, a continuación, cuenta la anécdota de Antonio Magliabechi, bibliotecario de los Médici en Palazzio Pitti, conocido por haber dejado 30.000 libros a beneficio de la ciudad.
Tantos eran sus volúmenes que formaba una superficie pareja con ellos, les superponía una alfombra y dormía sobre ellos. Otra veces, se acostaba sobre un lecho verdadero pero dormía rodeado de libros. Y así como dormía con ellos, también comía porque no podía separarse de sus amados libros.
Es así que dejaba entre “las páginas como señaladores fetas de salame”.
Por su parte, el bibliófilo belga del Seiscentos Karel van Hulten, tenía tantos libros que se abrigaba los pies con ellos. La curiosidad en este caso es que no todos le daban el mismo abrigo. El especialmente apto para calentarle los pies en las noches más frías era el gran volumen de Caspar Barleus había dedicado a la expedición de Mauricio de Nassau al Brasil en 1637-1644.
Es cierto que conseguir hoy ese libro puede resultar no sólo difícil, sino también muy costoso, pero, dado el precio de la energía en la Argentina, quizá resulte menos oneroso que caldear el ambiente utilizando electricidad o gas. Por las dudas, sería conveniente probar con libros más económicos. Una mala novela puede no satisfacer nuestra pasión por la ficción, pero quizá pueda calentarnos adecuadamente los pies por la noche.
Libros y desajuste intestinal: la bibliorrea
Pasando las diversas entradas agrupadas bajo la primera letra del abecedario, como resulta obvio, se llega a la segunda. Así en una entrada de la letra B puede leerse Bibliorrea.
Esta patología, según el autor, por las diferentes formas en que se manifiesta, es muy compleja. Se refiere más a quienes escriben libros que a quienes los acumulan, aunque se supone que, un escritor es, en primera instancia, un lector compulsivo.
“En su acepción primaria, la bibliorrea es la enfermedad que sufren aquellos escritores que para expresar un simple pensamiento usan al menos tres páginas, Proust a la cabeza, pero lo siguen Balzac y Dickens por callar de algunos torrenciales contemporáneos. Trátase entonces del deslizamiento incontinente de las páginas a modo de la diarrea”.
Y el autor agrega aún una patología más grave referida a los libros: “Hay que registrar que en medicina se clasifica también la gonorrea (flujo purulentos de los canales sexuales por relación infeccionsa) y, en efecto, existe una forma esporádica de la bibliorrea que se corre el riesgo de sufrir practicando una bibliocópula no protegida con páginas contaminadas”.
Según concluye Castronuovo ha habido casos graves relacionados con infecciones causadas por los libros. “Parece que en el enorme vientre de un gran cementerio nacional –confluye en Bibliorrea- se puede leer una lápida con este epígrafe: `L.B., 1880-1927. Nació bibliófilo, devino bibliófago, expiró bibliorroico’. La noticia no está confirmado, pero el caso es ciertamente singular”.
Y el diccionario llega a la Z
La última anécdota del diccionario se encuentra bajo la única entrada con la letra Z: Zyclon. Se trata del nombre de un gas exterminador que se utilizó para matar miles de judíos.
En 1991 en una charla sobre La memoria vegetal, Umberto Eco contó que el gas, quizá en una forma menos letal, era utilizado aún como poderoso insecticida que mantenía a raya a las polillas que son devotas de los libros al punto de devorarlos no por pasión bibliófila, sino por hambre.
Amante declarado de los libros, Eco siempre se opuso a que su biblioteca fuera fumigada con ese gas de triste memoria. Sugiere entonces un método que las mantiene alejada de los libros, pero sin matarlas. Se trata de la siguiente receta:
“Un gran despertador, de aquellos que tenían en la cocina nuestras abuelas y hacían un tic-tac infernal. De noche, cuando las polillas están prontas a salir al descubierto, el despertador hace vibrar la biblioteca sobre la cual está apoyado y las polillas, asustadas, no salen”.
Concluye Castronuovo: “Ahora, hay que notar que el método no mata directamente, pero lo hace en forma diferida: no pudiendo en efecto salir más de sus agujeros, las polillas antes o después morirán de hambre. La conclusión denota la imperturbabilidad del bibliófalo: `siempre habrá que elegir, entre ellas o nosotros´”.
El método de Umberto Eco para preservar sus libros parece inocuo e inocente, pero, según parece, no lo es tanto. Todo amante de los libros puede llegar a hacer cualquier cosa por amor.