“¿Por qué terminó tu relación con Leonora (Carrington)?”, le preguntó la escritora mexicana Elena Poniatowska al segundo esposo de ella, el poeta Renato Leduc. Él contestó: “Es que ella solo habla con el perro”. La anécdota da para pensar en una persona que tiene las facultades mentales alteradas. Pero también en alguien que posee una sensibilidad especial, capaz de entender mejor la sensibilidad animal que la humana. Leonora, la escritora y pintora surrealista por antonomasia, perteneció a este segundo grupo.

Sufrió los altísimos grados de crueldad que puede llegar a ejercer un ser humano y quizá por esta razón en el silencio filosófico de los perros encontró una comprensión más profunda de su dolor. Pero su mundo sensible no solo se expresó en su comunión con los animales –también aseguraba conocer la lengua de los caballos: “Yo sé que soy un caballo, mamá, por dentro soy un caballo”, solía afirmar en su niñez– sino en una prolífica obra literaria y plástica que le hizo decir a Octavio Paz: “Leonora Carrington no era una poeta sino un poema que camina, que sonríe, que de repente abre una sonrisa que se convierte en un pájaro, después en pescado y desaparece”.

Quien quiera comprobar la veracidad de las palabras de Paz, puede buscar su nombre en Internet y maravillarse con sus pinturas. Y si la situación personal lo permite, pasada la pandemia, puede ir al museo que lleva su nombre y que tiene sedes en la ciudad de San Luis Potosí y Xilitla, en México.

Pero una forma más sencilla de comprobarlo es leer sus Cuentos completos, que acaba de publicar el Fondo de Cultura Económica. Se reúnen allí sus libros de relatos: La casa del miedo, El séptimo caballo y tres cuentos que hasta la fecha habían permanecido inéditos: “El camello de arena”, “La mosca del señor Gregory” y “Jemima y el lobo”.

Los cuentos de Leonora

Suele decirse que la novela es más hospitalaria que el cuento en la medida en que alberga a los lectores por más tiempo en una misma historia. El cuento, en cambio, somete al lector a una mudanza permanente de historia en historia. Pero no es este el caso. Los cuentos de Carrington son anfitriones amables que, aun cuando cuentan historias distintas, le permiten al lector habitar un mismo mundo alucinado, un mismo clima, una misma textura narrativa. No significa esto que no haya diversidad, pero las distintas historias tienen un universo común que, paradójicamente, está fuera de lo común. La escritura de Carrington es tan singular que se reconocería aun si en algún cuento la identidad de la autora no fuera revelada.

En la introducción del volumen, Katheryn Davis dice: “En los relatos de Leonora las cosas están comiendo siempre otras cosas o siendo comidas y reciben advertencias sobre ‘ser rostizadas en grasa caliente, rellenas de cebolla y perejil’, los utensilios de cocina no están ‘medio llenos de lo que parecía ser un alimento verdoso’, pero en realidad es ‘pelusa de moho’, y por aquí aparece una manada de conejos blancos carnívoros que mastican trozos de carne antes de ser guisados ellos mismos. Nada es lo que parece en estos cuentos, una filosofía de Leonora aplicaba en su propia cocina, donde siempre fue más una alquimista que una chef, y llegó a mezclar tapioca con tinta de calamar para servirla como caviar, o a cortar unos mechones de la cabeza de un huésped indeseado mientras dormía, para agregarlos al omelette de la mañana siguiente.” Esotérica a ultranza, su cocina era un verdadero gabinete alquímico. Tanto su pasión de alquimista como de cocinera, las compartió con otra pintora surrealista, su entrañable amiga Remedios Varo.

El libro de sus Cuentos completos podría considerarse como una suerte de I Ching de la ensoñación onírica. En cualquier lugar que se lo abra, le dará al lector un mensaje que no podrá interpretar literalmente, sino a partir de los códigos que plantea el sueño: una cosa puede ser ella misma y su contrario, todos los elementos están sobredeterminados, es decir que tienen una multiplicidad de sentidos posibles y su lógica no tiene nada que ver con la que puede estudiarse en un libro de Filosofía. El mundo de Carrington tiene sus propias leyes y para adentrarse en él, no hay que respetarlas con temor como suelen respetarse las del mundo “real”, sino que hay que entregarse y esperar placenteramente que a través de la lectura nos sean reveladas. Y no es que en sus cuentos los personajes no reciban castigos si violan una ley tácita como la de no mentir. Bien lo sabe el señor Gregory, personaje “La mosca del señor Gregory”, un relato que había permanecido inédito hasta la publicación de sus Cuentos completos. Pero la punición no tiene que ver con juicios y cárceles, sino que, considerada fuera del contexto que plantea Carrington es insólita, aunque dentro de él resulta natural.

En “La dama oval”, cuento de La casa del miedo, un caballo de balancín, Tártaro, es la prueba literaria de su amor por los caballos. De chica, ella misma decía pertenecer a esa especie. Poniatowska, quien fue su amiga y escribió su biografía novelada, Leonora, señala acerca de ese juguete: “Si la regañan, se sube al caballo. Si Gerard no quiere acompañarla al jardín, monta sobre Tártaro hasta que alguien entra a la nursery. Si la privan de postre a la hora de la comida, el balanceo de Tártaro suple con creces el sabor de cualquier pastel de chocolate”.

Pero no este el único libro de Carrington publicado por el Fondo de Cultura Económica. En 2017 editó la novela La trompetilla acústica, con ilustraciones de la propia artista,  un libro que es una verdadera joyita. Además, también integra el catálogo del sello Leche del sueño en dos versiones: una es un álbum ilustrado para chicos y la otra, una edición facsimilar para adultos.   

La historia de por qué la escritora nacida el 6 de abril de 1917 en Lancashire, Inglaterra, es editada por un sello mexicano y tiene un museo en México es otro cuento.

Vivir pesadillas

Leonora nació en una familia acaudalada, pero el dinero de sus padres no le facilitó la vida porque era una rebelde esencial. La rebeldía visceral, la originalidad de pensamiento y la sensibilidad extrema son las características salientes de su personalidad y aunque podrían ser consideradas atributos deseables, la hicieron sufrir mucho. Por la lucidez y la sensibilidad suele pagarse un precio alto y Leonora pagó un precio altísimo. La relación con sus progenitores siempre fue tensa, especialmente con su padre. «Mi padre, protestante, era un hombre de negocios, y mi madre, católica, era hija de un médico rural y pintaba cajas de galletas para el ropero de la iglesia. En ese ambiente me crié. Yo ya dibujaba caballos de niña, y me salí, pese a la oposición de mi casa, con la mía. Al final estudié arte», recuerda en una entrevista realizada en 1993, en El País de España.

Era apenas una adolescente cuando se enamoró de Max Ernst, el artista plástico alemán nacionalizado francés. Él tenía más del doble de la edad de Leonora, exactamente 46 años, y estaba casado por segunda vez. Pero eso no impidió que el amor que sentían se concretara. Así se abrió para ella un período de una breve felicidad y una larga tragedia. En su ancianidad no le gustaba recordar esa historia. Dice en la entrevista mencionada: “No me gusta contar mi vida privada. Rompimos durante la persecución nazi. Cada cual escogió un camino diferente. Le conocí en casa de una amiga en Londres. Él estaba exponiendo allí y yo era una adolescente estudiante de arte, que tenía que rendir cuenta de lo que hacía ante una especie de tutor que me habían impuesto mis padres. Yo sabía de Max porque mi madre me regaló un libro de Herbert Read sobre el surrealismo. Vi allí su obra y me causó una enorme impresión. Lo pasé muy bien aquella noche y luego me escapé a París a verlo. A mi regreso a Londres, Serge Chermayeff, el hombre a quien mis padres habían encomendado vigilar mi honra, me llamó puta. Tenía 17 años».

El idilio se rompió cuando los alemanes cruzaron la línea Maginot en 1940. Max fue apresado, juzgado y sentenciado por ser un “artista degenerado” y enviado a un campo de concentración. Eleonora enloqueció y decidió viajar a España para buscar una salida para Max. Allí hace pública su opinión sobre el nazismo y el fascismo. Las autoridades atribuyeron sus declaraciones a una enfermedad mental. Su padre movió sus influencias y contra su voluntad terminó internada, atada de pies y manos en un manicomio de Santander. Era medicada con cardiazol, una droga que tenía efectos similares al electroshock.

“No sé cuánto tiempo permanecí atada y desnuda –contaría en Memorias de abajo–. Yací varias noches sobre mis propios excrementos. Torturada por los mosquitos, pensé que eran los espíritus de los españoles aplastados echándome en cara mi internación, mi falta de inteligencia y mi sumisión.” Su calvario duró seis meses. Luego se casaría con Renato Leduc, que además de un intelectual era torero, algo que Leonora detestaba. Con él viaja a México y conoce a los pintores más destacados. No la impresiona ni la personalidad ni la pintura de Diego Rivera, pero siente admiración por Frida Kahlo. En México deja una fuerte impronta, aunque cuando llegó, su primera exposición fue en una mueblería. Poco a poco logra escribir y expone en Nueva York. «En México nos divorciamos –cuenta Leonora– y me casé con Chiqui Weitz, amigo de Breton, que llegó al país con otros refugiados de la guerra en un barco portugués que había zarpado de Casablanca.”

“La novia del viento”, como la llamó Ernst, vivió en México hasta su muerte acaecida el 26 de mayo de 2011, a los 94 años.