Hace casi exactamente un año, Tiempo Argentino entrevistaba en Buenos Aires a Leonardo Padura que había llegado para presentar una de las novelas que tiene como protagonista al detective Mario Conde, La transparencia del tiempo. En ese momento le dijo a este diario entre risas: “Cuando salgo de mi país tengo que hacer dos trabajos: el de escritor cubano y el de cubano. Y agregó: “Tengo que hablar de la situación cubana, de la sociedad, de la política aunque prefiero hablar de la cultura y de mi trabajo. Pero asumo la responsabilidad porque soy cubano.”
Padura asume la responsabilidad, lo que no quiere decir que esta no lo agobie. En su último libro, Agua por todas partes (Tusquets), que reúne una serie de ensayos y artículos escritos entre 2001 y 2018 y que tiene como eje el género novela, ya proclama su cansancio en un artículo de 2011. “A diferencia de Paul Auster –es mi caso y de ahí la envidia austeriana- el escritor cubano de hoy empieza a definirse como escritor por el lugar en que resida: dentro o fuera de la isla. Tal ubicación geográfica se considera, de inmediato, indicador de una filiación política cargada de causas y consecuencias también políticas. Nadie –o casi nadie, para ser justos- lo acepta solo como un escritor, sino como un representante de una opción política.”
Las ganas de ser Paul Auster que a veces tiene Padura no tienen que ver con los premios, la fama y el dinero, aunque confiesa que le hubiera gustado ser el autor de la Trilogía de Nueva York y también haber pasado, como su colega estadounidense, algunos años en París. De lo que está cansado Padura es sencillamente, de su doble trabajo que no sólo lo obliga a hablar de política cuando quisiera hablar más de literatura, sino que, incluso, a veces lo obliga a trabajar de “pitoniso” (sic) adelantándole al periodista en cuestión cosas tales como cuál ser el futuro político de la isla. “Como aún no tengo ni nunca tendré la bola de cristal para predecir el futuro, mi respuesta –dice Padura-, más emocional que racional, es un deseo: tiene que ser mejor, les digo, porque los cubanos, buenos y malos, de dentro y de fuera, nos merecemos un futuro mejor.”
Quizá por esta razón es que el autor cubano se ha dedicado a lo largo de su vida no sólo a escribir novelas, sino también a reflexionar sobre ella y a expresarlo por escrito, ya que la soledad de la escritura le permite por un momento olvidar su condición de escritor cubano para ser sólo un escritor que piensa sobre su oficio.
Agua por todas partes es, precisamente, el producto de ese pensamiento. Dividido en tres partes, “La maldita circunstancia del agua por todas partes” (frase que pertenece al escritor cubano Virgilio Piñaera), “¿Para qué se escribe una novela?” y “Vocación y posibilidad” el libro tiene, en realidad, dos ejes fundamentales: la reflexión acerca del género novela y sobre Cuba y el hecho de ser un escritor cubano.
El artículo que da nombre al libro tiene que ver con las leyes migratorias de la Cuba revolucionaria que dificultaban la salida de Cuba acentuando hasta límites dramáticos su insularidad. En él Padura establece El Malecón de la Habana como un límite a la vez concreto y simbólico de un aislamiento que los escritores cubanos vivieron de distinta forma, ya sea como reclusión angustiante o como nostalgia permanente vivida desde el exterior ante la imposibilidad de regresar.
Todos los textos reunidos en el libro tienen la marca insoslayable de la prosa atrapante de Padura, pero acaso su rasgo más fascinante sea que constituyen la posibilidad de “espiar” la cocina de un escritor, acceder a la forma en que construye sus ficciones y al entorno en que las crea y les da vida a sus personajes. En “La libertad como herejía”, por ejemplo, cuenta su viaje a Amsterdam en 2010 en compañía de su esposa Lucía para conocer la casa de Rembrandt. En la visita a la casa del pintor, Padura oficia como guía de lujo del lector que, a través de sus palabras también termina por conocer esa casa, aunque nunca haya estado en ella. Tres años más tarde, aparecería su novela Herejes, donde es posible leer los ecos de esa visita que llegó a ser para Padura una obsesión y un sueño largamente acariciado y, por fin, cumplido.
Otra ventana para espiar en su cocina de la escritura es “La novela que no se escribió. Apostillas a El hombre que amaba los perros”, donde se remonta a su primera visita, a los 34 años, a la casa de Coyoacán donde fue asesinado Trotski para relatar luego el largo proceso que medió hasta la escritura de la que quizá sea su novela más conocida. Lo que este texto como también otros de Agua por todas partes hacen posible es ver de qué modo una idea embrionaria, una experiencia y algunas circunstancias se combinan para convertirse en una narración. Por supuesto, esta posibilidad es un privilegio, porque le da al lector la posibilidad de restituir las circunstancias y los procesos que explican la novela que leyó y cuyo origen desconocía.
Un libro para leer lentamente, con el mismo paso con que, según Padura, los cubanos realizan “el recorrido costero que marca el muro del Malecón” de La Habana.