Una mujer sale a correr por la calle y el perfume de una señora con la que se cruza le devuelve el aroma de los vestidos, de las cajitas de música, de los polvos de maquillaje y de todas las cosas que se guardan en un ropero de madera oscura estilo Chipendale, de tres puertas y espejo en el medio. Un universo entero contenido en un olor, que para la mujer que corre es casi como una foto de su abuela.  A esa mujer, que no siempre corre, la visión de un parque puede transportarla 25 años atrás, cuando recién llegaba a Buenos Aires desde su pueblo en medio de la Pampa, en un instante ahora muerto en el que todo estaba por suceder. Para ella, cualquier detalle es una excusa para ir y venir sobre el tiempo, teniendo siempre a mano algo para contar. A veces esos relatos son maravillosos o llenos de amor; otras veces los desborda el temor  y la tristeza. Lo que nunca falta es la mirada afilada como un estilete de esa mujer, que parece una fuente inagotable de historias para compartir.

En los textos que la cronista y escritora Leila Guerriero recopiló en Teoría de la gravedad (Editorial Libros del Asteroide) la memoria funciona de manera parecida al McGuffin de Hitchcock: como un detalle de gran importancia para el personaje, pero no para el narrador, que permite que lo de verdad importante haga su aparición por sorpresa. Un rodeo, pero también una complicidad. Como el movimiento evidente que un mago realiza para distraer al auditorio, mientras aprovecha esa desatención para hacer el truco sin que nadie lo note. En este caso, los recuerdos que la autora elige compartir son apenas eso, una cáscara que es necesario quitar para encontrar lo esencial de cada relato. Todos ellos fueron editados originalmente por el diario El País de España, como parte de una columna semanal de contenido mucho más amplio. Lo incluido en el libro representa apenas una fracción de esas columnas, publicadas en los últimos cinco años.

“Cuando me encargaron la columna tenía claro que iba a recorrer dos caminos”, dice Guerriero. “Por un lado, una mirada sobre América Latina y su relación con Europa, sobre cómo eran percibidos acá algunos asuntos europeos y cómo algunos asuntos latinoamericanos eran percibidos por Europa. Esos textos, que hablaban de cuestiones que no están relacionadas con una experiencia personal, sino del Papa, de la masacre de los estudiantes de Ayotzinapa, de los asesinatos de Charlie Hebdo, de los presidentes de América Latina, de género, del aborto o de los femicidios, no están incluidos en el libro”, expresa la escritora para  comenzar a explicar la lógica que organiza Teoría de la gravedad. “Como no soy analista política ni experta en sociedad, dije: voy a tratar de que este gran mural también incluya un panorama que tenga que ver no sé si con algo personal, pero sí con la experiencia humana, con el hecho de estar vivo, con las miserias que tenemos todos, con los recuerdos y todo eso. Utilizar la experiencia personal para hablar de algo más grande.” Guerriero sostiene que fue el equilibrio entre esos dos hemisferios lo que le permitió darse permiso “para escarbar en las experiencias personales”, administrándolas “en porciones homeopáticas, diluidas dentro de todo lo demás”. Y que a la hora de seleccionar los más de 100 textos breves que componen el libro, “la idea fue dejar de lado todo lo que tenía que ver con lo coyuntural y reunir solo estas otras”, de tono (engañosamente) íntimo.

-Los lectores relacionamos tu nombre con libros que trabajan a partir de la observación exhaustiva de un objeto por todos los medios y desde todos los ángulos posibles, hasta volverlo transparente. Acá la observación también es la herramienta, pero el objeto sos vos misma. ¿Fue difícil esa experiencia?

-La verdad es que como no viví esa experiencia de forma permanente, sino que estaba planteada como una especie de damero en el que había cuadrados blancos, negros y grises, entonces no me sentí para nada incómoda, sino que formaba parte de mi plan. Además era un trabajo que habían hecho otros columnistas mucho antes que yo, como Maeve Brennan, Clarise Lispector, Roberto Arlt o Fabián Casas. Así que había una tradición que me permitía pararme sobre ella y a partir de ahí ver qué pasaba. Podría haber salido muy mal, pero salió esto.

-Desde el punto de vista del proceso mental que conlleva la escritura, ¿tuviste que modificar algo de la técnica que usás para abordar aquellos temas que te son ajenos?

-Yo ya había incursionado alguna vez en este tipo de cosas, aunque más no fueran chispazos.  Creo que lo que cambió acá fue la frecuencia con que empecé a ir a ese lugar de la memoria en el que encontraba los temas. Pero a la hora de transformarlos en prosa no sentí que cambiara la distancia. Porque uno podría pensar que en ese cambio también se modifica la distancia con lo que se narra. Es decir: te estás mirando a vos misma, te mirás mucho y te mirás muy de cerca. Creo que si eso no se modificó es porque suelo mirar todo de una manera bastante distante, porque siempre trato de ponerme fuera de la escena y me parece que en este caso eso no cambió.

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(Foto: Soledad Quiroga)

-¿Y cómo fue la experiencia de establecer ese contacto recurrente con el pasado?

-Para mí revisar el pasado tiene algo muy lisérgico, como de soñar despierto. Pero fue algo que tenía bien medido: siempre tuve claro que esto era una pieza de escritura y no una sesión de psicoanálisis. Por eso pienso que la distancia con el objeto narrado en este caso tampoco cambió, porque incluso en estos textos en los que hablaba de mí, sabía que la anécdota importaba poco. Que lo importante era aquello más universal que pudiera encontrar en esa historia. Contar lo que me pasa, pero sabiendo que eso tiene que conectar con esa misma situación que le pasa a mucha gente. Porque todos en algún momento estamos tristes por la luz, porque llueve, porque no llueve o porque se murió el jazmín.

-A partir de esos juegos constantes con la memoria y lo personal, ¿te parece que es válido leer Teoría de la gravedad como una autobiografía un poco fuera de foco?

-Mi sensación es que cualquiera que lea el libro pensando que va a encontrar una especie de retrato de mi ánimo o de mi personalidad estaría haciendo una lectura un poco errada. Porque la verdad es que nadie que termine de leer Teoría de la gravedad podría decir que realmente me conoce, o que sabe cómo soy o cómo siento. Por lo menos no cabalmente. En ese sentido, el detalle personal es un gran ejercicio de distracción. Aún así, es cierto que estos textos presentan una serie de frames, de cuadros que se diluyen en la nada y yo también soy así, un poco esquiva, que pongo el límite, que cuento hasta ahí y no voy más allá. Ahí sí siento que el libro hace un relato bastante ajustado a lo que soy.

-Es curioso que te describas como esquiva o reservada, porque cuando te tomás el trabajo de retratar a los demás sos exhaustiva.

-Debe ser la misma ambivalencia que tiene un médico que se especializa en operar a corazón abierto y no quiere que le pase eso nunca… (Risas)

-No querrías pasar por la experiencia de caer en tus propias manos.

-¡No, claro! (Risas) Para mí es natural que el foco no esté puesto sobre mí, porque forma parte de mi oficio. Yo no tengo que estar en el centro de la conversación. Al contrario: soy la que propicia la conversación, la que se ocupa de la vida de los demás, pero nunca estoy en el centro. Puede ser que haya en esto una cosa medio bifronte, pero no lo veo como contradictorio, porque preguntar, averiguar, querer saber forma parte de nuestro oficio.

-En el libro hay un texto que comienza con una alusión clara a la memoria y al pasado. Dice: “Ayer recordé cómo era el mundo cuando el mundo era otro”. ¿Pero no es así siempre? ¿El mundo no es siempre otro cuando se lo mira a través del recuerdo?

-Cuando escribí estos textos me daba risa, porque muchas veces tenía que llamar a mi viejo o a mi hermano para preguntarles si se acordaban de tal o cual cosa. Y en general notaba que mi recuerdo tenía ciertas deformaciones o errores de paralaje. Porque la memoria es una máquina de editar y de deformar.

-Pero muchas veces también de mejorar.

-Casi siempre, tal vez para poder tolerar o aguantar. Es cierto que el mundo siempre es otro, pero eso no quiere decir que antes haya sido mejor. Yo no tengo esa visión, que es un poco…

-¿Conservadora?

-Completamente conservadora. Por supuesto que me pasa como a todos, que cuando estoy en una situación en la que todo parece estable y todo fluye me gustaría que continuara así. Tampoco soy de esas personas que están deseando todo el tiempo que todo cambie. Pero no quiero caer en esa cosa un poco regañona de algunas personas que escriben y uno ve que sostienen esta idea de “en mis tiempos, en mi juventud”. A mí eso me parece tremendo y creo que cuando uno empieza a decir eso es porque perdió el ritmo de los tiempos.

-El peligro de quedarse a vivir en el pasado.

-Yo tengo plena conciencia de cómo era mi mundo cuando llegué a Buenos Aires. O cómo era cuando estaba desconcertada y no sabía si iba a poder vivir de escribir, cuando sabía cuál era mi vocación pero no sabía cómo se hacía una vida con eso. Claro que ese mundo era muy otro, pero también es muy otro mi mundo de los últimos 10 años. El tiempo es así.

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(Foto: Soledad Quiroga)

Escribir desde el encierro

–¿Sentís que la pandemia afectó tu trabajo?

–Por la pandemia, el año pasado me tocó estar todo el tiempo en Buenos Aires. Hacía más de 15 años que no pasaba un año entero en el mismo lugar y me impactó mucho. Me pareció un desperdicio eso de pasar mucho tiempo en un mismo lugar y no poder aprovecharlo, no poder salir y recorrerlo.

–¿Y cómo fue escribir desde ese encierro?

–Creo que para cualquiera que realice un trabajo creativo, lo que más afectó durante el año pasado fue la falta de estímulo. Faltaron las conversaciones, los viajes. Todo eso me faltó y me falta como estímulo. Creo que fue un año en el que cada uno se las tuvo que componer por sí mismo y en mi caso tuve que buscar estímulos en distintos artefactos culturales: libros, series, películas. Me di cuenta sobre todo al comienzo del aislamiento de que en mi caso la escritura y el desplazamiento van de la mano. Me di cuenta de que para mí, caminar o correr es como una especie de meditación que me ayuda a colocarme en el trance de escritura. Por eso, cuando estaba todo cerrado y no se podía hacer prácticamente nada más que ir a comprar a la verdulería, yo salí a caminar mucho. Me llevaba una bolsita de las compras por las dudas, por si me paraban, porque no le podía decir al policía que había salido a caminar porque necesitaba inspirarme. Fue un año en el que, aunque escribí muchísimo, hubo momentos en los que ya no sabía qué hacer, porque estaba harta de escribir cosas sobre la pandemia y sentía que ya lo había dicho todo. Pero también me pareció que los lectores podían estar naturalmente podridos de leer sobre eso.

–Si hay algo que está claro es que la pandemia nos tiene podridos a todos.

–¡Pero claro! Pasa que cuando sos columnista tenés la sensación de estar tratando de captar el espíritu de tu tiempo. Entonces, a la hora de escribir, siempre me hacía esa pregunta: “¿Qué es lo que me está diciendo mi tiempo?”. Y así fue como vi cosas increíbles desde mi balcón; algunas las anotaba y a veces terminaban convertidas en columnas. Pero en general tengo la sensación de que 2020 fue un año seco, muy yermo, en el que a pesar de todo no pasó nada.