Un lugar común de los veranos en familia de la clase media: la huida de la ciudad, el alquiler de una cabaña con el rio cerca, el chiste de no tener señal en el celular, la pila de libros para quedarse dormido en una hamaca paraguaya. Casi es una regla en la literatura (y también en la vida) que aquello que empieza bien termina mal. Alcanza con perder de vista unos segundos a una nena que recién dejó los pañales para que la pileta, los insectos y los muchos kilómetros hasta un hospital se conviertan en la promesa de un drama. Es entonces cuando asoma una verdad espantosa: nada de lo que hagamos alcanzará para poner a nuestros hijos a salvo. Ese terror íntimo, de entrecasa, obliga al esmero en el cuidado y también a la pregunta sobre nuestra capacidad. Lo siguiente es la comparación con lo que tenemos más a mano. ¿Seré tan bueno como mi padre? O peor: ¿Seré igual de malo? Si somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros, lo que queda es socavar, destruir los mitos más profundos de la crianza y adentrarse en la angustia de conocer más para entender cada vez menos.
Editado por Sigilo, La otra hija, de Santiago La Rosa, es una novela sobre el padre que no está. Contra lo esperable, no sólo no se murió; estuvo presente hasta hace muy poco. “Mi padre también seguía el embarazo. Durante las cenas en su casa apartaba a Julia para conversar como en una trama secreta. Le daba aspirinas para licuar la sangre y evitar la pérdida. Nos preparaba tuppers llenos de comida para que tuviéramos en la semana”, repasa el protagonista, todavía conmovido por el nacimiento de su primera hija y por la fuga de ese conferencista reputado que viaja por el mundo.
Antes de volverse una ausencia, ese padre que también es abuelo encargó para la nieta una carta astral con instrucciones precisas: su hijo debe escuchar los comentarios grabados cuanto antes. Así el protagonista se entera, entre otros presagios desafortunados, que Luna lleva adentro “un hombrecito nervioso” y que “podía hacer mucho daño”. Después solo queda tiempo para un llamado telefónico, para que el hijo insulte y confiese que tiene miedo y para que el padre haga la promesa imprudente de que todo va a estar bien.
Es el fin de la primera parte y también el quiebre en la historia. Si el punto de partida fue el temor por los hijos, en adelante el texto girará sobre la búsqueda del padre. Mejor dicho: sobre la búsqueda de respuestas. “Había algo de confianza y algo de ingenuidad en creer que armar la historia de mi padre me iba a librar del miedo por mi hija”, dice el protagonista, aunque enseguida el razonamiento se nubla y se instala un impulso de investigador que intenta echar luz sobre un pasado oscurísimo que incluyó las muertes de la primera mujer y de otra hija.
La Rosa (Buenos Aires, 1987) ha construido el suspense necesario, pero sin inventarse un enigma por resolver, más acertado en los policiales clásicos. Lo que se plantea, como tantas veces explicó Ricardo Piglia, es un misterio, es decir, la existencia de un elemento –el padre– que no se comprende porque no tiene explicación. Pero el buen contenido no es buena literatura si prescinde de la forma. El autor logra contar mucho en poco espacio. Una escritura por momentos parca, siempre precisa, sin adornos que entorpezcan el sentido. El ojo entrenado –La Rosa es uno de los directores de Chai, una editorial de fino catálogo– seguro le ha servido para depurar el estilo.
Pero fue ese historial de lecturas por puro gusto lo que de alguna manera lo animó a escribir una historia sobre el padre: La carretera, de Cormac Mccarthy; Desgracia, de John Coetzee; y Pastoral americana, de Philip Roth. Hay algo de misión cumplida. La otra hija tiene todo para ingresar al canon.