«Una vida no se divide en capítulos, le dijo aquella tarde Emilio Renzi al barman de El Cervatillo, acodado en la barra, de pie frente al espejo y a las botellas de whisky, de vodka, de tequila que se alineaban en las estanterías del bar. Siempre me ha intrigado el modo irreal pero matemático en que ordenamos los días, le dijo. Ya el almanaque es una prisión insensata sobre la experiencia porque impone un orden cronológico a una duración que fluye sin ningún criterio. El calendario encarcela los días y es probable que esa manía clasificatoria haya influido en la moral de los hombres, le dijo sonriendo Renzi al barman. Lo digo por mí, dijo, que escribo un diario, y los diarios sólo obedecen a la progresión de los días, los meses y los años. No hay otra cosa que pueda definir un diario, no es el material autobiográfico, no es la confesión íntima, ni siquiera es el registro de la vida de una persona, lo define, sencillamente, dijo Renzi, que lo escrito se ordene por los días de la semana y los meses del año.»
Así comienza Los años felices, segundo volumen de Los diarios de Emilio Renzi, alter ego de Ricardo Piglia, que acaba de editar Anagrama y que forma parte de un proyecto monumental de tres tomos. El primero, que apareció el año pasado, fue Años de formación. El último será Un día en la vida. El proyecto del escritor de llevar un diario comenzó en 1957 y continuó a lo largo de su vida.
Los años felices abarca el período que va de 1968 a 1975. Si el primer tomo, que fue elegido como el mejor libro de 2015 por Babelia, hablaba del nacimiento del escritor, este se refiere a su definitva inserción en el mundo de la literatura. Cualquier fragmento tomado al azar de Los años felices constituye, además de una muestra de la fluida escritura de Renzi-Piglia liberada de la presión de «la obra», un documento histórico.
Bajo la entrada de un viernes 6 de junio puede leerse, por ejemplo: «Encuentro con Onetti. Mucho más alto de lo que yo pensaba, muy bien vestido con un traje oscuro de franela que le hacía resaltar las manos largas, blancas y frágiles. Una cara como de goma, ciertos ahogos que le cortajean las palabras, un aire furtivo, sin mirar nunca de frente. Yo lo había imaginado gordo y más bajo, desarreglado con un aire a las fotos de Dylan Thomas cuando llegó a Nueva York para morir. ( ) Luego viramos hacia la novela policial. Él es un lector maníaco del género; nos pusimos de acuerdo en considerar a David Goodis el mejor de todos. No se lo digamos a nadie, me dijo él, con una mirada cómplice en sus ojos oscuros.»
Paso a paso, con ese orden antinatural que Piglia le atribuye al diario pero que la acumulación termina por convertir en un todo coherente, van desfilando los hechos que terminarán por hacer de él un escritor y un crítico insoslayables, un clásico de la literatura argentina. Citas de autores y libros diversos; encuentros con personajes de la cultura como Eliseo Verón, Luis Gusmán, Manuel Puig, Miguel Briante, Rodolfo Walsh (a quien le pidió la traducción de los cuentos Chandler) y muchos otros; crónica de la reclusión en su escritorio que defiende a capa y espada para poder escribir; encuentros y desencuentros amorosos; un breve registro de la muerte de Lepoldo Marechal; planes para cuentos y novelas; la alegría de la primera conferencia paga, la muerte de Perón y también el temor de «sustituir con estos cuadernos la memoria. No vivir la experiencia más que por escrito» son los elementos que aparecen con la fragmentación caleidoscópica que impone la escritura de un diario.
La lectura de Los años felices termina por negar lo que Renzi/Piglia dice al comienzo refiriéndose al carácter antinatural que tiene el ordenamiento por fechas. Quizás ese ordenamiento fragmentario, caótico, disperso sea lo que más se parece a la vida. A diferencia de una novela, un diario no busca el encadenamiento lógico, la línea argumental, sino que deja que los hechos emerjan sin ningún tipo de represión literaria para ir encontrando por sí solos el lugar en el conjunto.
Asomarse a Los diarios de Emilio Renzi y este segundo volumen no es la excepción es asomarse a una ventana por la que la vida irrumpe a borbotones tal como es, desordenada y caótica. Tan fuerte es la corriente que fluye en los fragmentos que invita al lector a quitarse la culpa por espiar dentro de un libro, leer de manera salteada con un orden propio que sólo responda a su curiosidad y a su interés tal como lo reclama Daniel Pennac en Los derechos del lector.