Era una tarde fría de lunes cuando la noticia empezó a esparcirse por toda Buenos Aires, saltando de boca en boca. Como ocurre con el huevo y la gallina, es imposible saber si primero fue la radio, que por entonces pasaba por una de sus épocas doradas, o si fueron las tapas de los diarios vespertinos las responsables de dar por primera vez la infausta novedad. Ahora toda la ciudad lloraba la más dolorosa e inesperada despedida, la de su hijo dilecto, aquel al que había adoptado sin preguntar ni su origen ni el linaje de su cuna. Algunas horas antes, exactamente a las 15:05, hora de Medellín, el trimotor Ford matrícula F-31 de la compañía aérea SACO (Servicio Aéreo Colombiano) en el que viajaba Carlos Gardel junto a su famoso letrista Alfredo Le Pera, algunos músicos de su orquesta, su secretario, su profesor de inglés y hasta un representante de los estudios de cine Paramount, se estrelló en la pista del aeropuerto de la ciudad colombiana con un avión de iguales características, pero de una empresa competidora, que aguardaba a un costado para efectuar su despegue. Ambas naves se prendieron fuego de inmediato y fue un horror. Un total de 17 personas murieron ahí: Gardel y otros siete pasajeros de su avión, más los siete del otro fallecieron en el acto. Otros dos acompañantes del cantante argentino murieron en las horas posteriores al accidente a causa de las heridas. Apenas hubo tres sobrevivientes, todos ellos compañeros de vuelo del Zorzal Criollo. No fueron pocos los porteños que enseguida sacaron las cuentas y haciendo los cuernitos con lágrimas en los ojos le echaron la culpa al desgraciado número 13.
La muerte de Carlos Gardel, ocurrida en aquel accidente aéreo que tuvo lugar el 24 de junio de 1935, forma parte del inconsciente colectivo de los argentinos como pocas otras. Tal vez sólo las de Eva y Juan Domingo Perón estén por encima de la del Morocho del Abasto si se las mide por el dolor masivo que causaron entre los argentinos. O tal vez no, porque la figura de Gardel siempre estuvo libre de las dicotomías políticas que polarizaban los sentimientos de la gente hacia la pareja presidencial más famosa de la historia argentina. En ese sentido, que Gardel canta cada día mejor fue y sigue siendo una verdad que casi nadie se atreve a negar.
Al momento del accidente, Gardel ya había hecho méritos de sobra para alcanzar la estatura de mito viviente. Se lo consideraba la mayor estrella musical del continente americano, con alrededor de 770 discos grabados (muchos de ellos de un solo tema), unas 120 canciones compuestas y más de 20 películas (entre largos y cortometrajes), toda ellas rodadas en Buenos Aires, París y Nueva York. Tampoco era la primera vez que el cantante y su troupe se embarcaban en una gira como aquella en la que encontró la muerte, que por la cantidad de shows realizados haría empalidecer hasta la popularidad de los Rolling Stones. Sin embargo fue aquella muerte trágica la que lo volvió automáticamente inmortal.
Pero aquel hecho no sólo golpeó los corazones de sus compatriotas, sino que provocó una congoja que se extendió de norte a sur por toda América. Para probarlo alcanza con releer las crónicas periodísticas de la época, publicadas en los periódicos de las ciudades en las que los restos fueron haciendo escala a lo largo del interminable e insólito viaje de regreso al país, tras un periplo continental de casi dos meses desde su exhumación hasta su llegada a Buenos Aires. Según las mismas los restos de Gardel fueron velados por más de una semana y con gran concurrencia de público en una casa funeraria de Nueva York, ciudad a la que habían llegado el 7 de enero de 1936 en una escala previa a ser embarcados en el vapor Pan América que lo traería hasta Buenos Aires, pasando antes por Río de Janeiro y Montevideo. Según el diario The New York Times, el 5 de febrero de 1936 eran 20 mil los porteños que recibieron al cantante en el puerto de la ciudad. Una multitud en la que, según se indica, «se destacaba la concurrencia del elemento femenino, la mayor parte de las cuales ostentan ramos de flores para rendir así tributo» al artista venerado.
El cuerpo fue llevado en carroza hasta el Luna Park, por entonces el estadio cubierto más grande de Sudamérica, donde pasaron la noche antes de ser trasladados al Cementerio de la Chacarita, aunque ese no sería su destino definitivo. Un año después las autoridades de la necrópolis decidieron darle la parcela doble que aún ocupa, en la que fue depositado el 7 de noviembre de 1937. Habían pasado casi dos años y medio desde el día del accidente en Medellín, del que hoy se cumplen 83 años. «