Inflación y terror anímico
La sociedad argentina no soporta los ajustes y se moviliza ante cada gran crisis económica. O los banca demasiado refugiándose y poniéndole al mal tiempo cara de orto. O la mastica y los ‘digiere’ vía implosiones y engorramiento feroz. Implosión es crisis que estalla para el lado de acá; replegada y ajustada en un interiorismo cada vez más recargado y asfixiante. Gobernar las implosiones sociales es entonces gestionar la crisis privatizándola.
El sufrimiento social y ‘popular’ que provoca el aumento de precios y tarifas es inversamente proporcional a la atención que históricamente se le dio a la inflación en el progresismo ‘dolarizado’. Los mismos que se la pasaron haciendo psicología berreta sobre los y las pobres y su relación con el consumo, más preocupados por el goce excesivo y sus efectos que por la falta de dinero y la capacidad de financiar un día cualquiera en la sociedad ajustada; muchos fruncen (o fruncían) el ceño frente a los pibes con altas yantas y ropa deportiva, pero no si tienen la SUBE vacía y quedan atascados en el barrio –y en la posibilidad existencial– de origen.
La inflación mutila hábitos vitales y el ajuste revienta, por implosión, formas de vida. Pero también la inflación se conecta con el terror anímico –al que intensifica y recarga–, que no suele distribuirse de manera igualitaria en una sociedad precaria y en plena crisis económica. Ciertas vidas, cuando las toma ese terror, quedan expuestas al abismo de la precariedad; el terror anímico no es por eso pánico moral ni rechazo cultural o ideológico a un ‘gobierno de derecha’: es amenaza concreta de que las frágiles redes sociales, familiares, barriales y económicas de las que se depende pueden ceder y arrojarte al precipicio.
Tardes de ociosidad forzada y caldeada nos muestran el rejunte involuntario y no deseado en los barrios ajustados. Vecinos treintañeros o cuarentones ‘sin trabajo’ (pero no ‘desocupados’ ni mucho menos ‘desendeudados’: los cientos de pequeños y grandes quilombos que se acumulan cada día traccionan demasiada energía psíquica y física); vecinos más veteranos que tienen agrios anticuerpos subjetivos (por la fatal memoria del recurrente trauma económico argentino); doñas que bancan el hogar con poca plata y dan una mano en el comedor (hoy en día todo deviene comedor o ring de boxeo: una escuela, una sede de programa social, un centro comunitario… todo deviene un lugar para morfar y también un lugar para pelear); vecinas asustadas y refugiadas; ‘transas’ que también son ‘prestamistas’; militantes que no se quemaron y siguen caminando por ahí; policías de todos los colores; vecinos ‘justicieros’ y pibes terribles; alguna trabajadora social con abrumador cariño gorrudo para dar; pibas que se quedan en la casa con los hermanitos o están en las paradas de bondi yéndose del barrio para sostener alguna changuita (el barrio es siempre lugar de paso para la mayoría de ellas); la vagancia que estaba en el barrio desde siempre, pero que ahora está más inquieta y padece en silencio o bardea y se bajonea o está en banda y espera… (con poca guita para el escabio, las drogas, la gaseosa, la tarjeta del celular, para hacer unos viajes por ahí en el bondi o en el tren, para ponerse bonitos en la barbería o comprar unas ropas que se puedan estrenar en el feisbuk).
Inflación mas rejunte es depresión y también desesperación. Aún en un contexto de congelamiento de la economía y brutal ajuste, el macrismo operó constamente reemplazando dinero en el bolsillo por gorrudismo en el corazón: la verdadera cláusula gatillo de estos años parece haber sido la licencia para ejercer el micro-verdugueo y aplicar jerarquías sobre los cuerpos que cargan con el odio social (las ‘mantenidas del plan’, los pibes silvestres, vendedores ambulantes, laburantes precarios…). La inflación a la que no se le ganó con las ‘paritarias callejeras’ y las movilizaciones tuvo una compensación en un salario ‘anímico’ que deja hacer –y descargar– a las fuerzas más oscuras que circulan por nuestra sociedad.
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Peronismo silvestre
Hay una Argentina que no cambia más y esa histórica perseverancia es para festejar. Una Argentina negra, plebeya, conurbana, caótica e indócil: ingobernable para quienes buscan mutilar de modo definitivo los berretines que resisten los enunciados del cierre (‘no hay alternativas’, ‘no hay atajos’, ‘esta es la única salida’); inentendible para quienes buscan pensar su singularidad con teorías y conceptos paridos desde la quietud, el refugio y la lejanía geográfica y sensible; insoportable para quienes no pueden lidiar con intensidades que queman y rechazan el enfriamiento libidinal y las formas políticas buenas y prolijas.
Hay una Argentina que no cambia más y es la del peronismo silvestre que no agoniza ni larga ni súbitamente. Peronismo silvestre que es fondo ‘virtual’ desde el cual negar las extorsiones de los realismos de derecha y que continúa perdurando como una opción para rechazar de a muchos y muchas la sumisión total. Ese peronismo que, unido y silvestrizado, convoca gestos sueltos de atrevimiento y agite ‘público’, imágenes y fibras históricas de aguante y coraje subjetivo, una inoxidable pasión alegre que moviliza desde la dignidad y el buen desborde fuerzas gedientas y desorganizadas que rechazan las obediencias mulas y las jerarquías políticas y sociales, incluso aquellas que establecen vidas militantes –y ‘militables’– y vidas outlet (esas vidas de ‘segunda mano’, esas vidas a las que se les quita el cartel de políticas son sobre las que cayó con más fuerza el ajuste feroz): peronismo silvestre que rebalsa los moldes de las organizaciones sociales y políticas –‘mi único heredero es el pueblo silvestre’, sentenció su líder hace tiempo– y que se niega a blanquearse y a institucionalizarse porque es antes que nada rechazo que hace volar por el aire los discursos que pretenden ‘transformar las sensibilidades y los hábitos’ de las vidas populares. Peronismo silvestre que como tal siempre va a estar del lado de afuera –en contacto con ese afuera que permite conquistar nuevas sensibilidades sociales, que son las que en última instancia inauguran, soportan y clausuran una época, y nuevas imágenes políticas para la ‘actualización doctrinaria’–, pero que tiene que ser el relleno afectivo del peronismo en el palacio y la fuerza vital que lo obligue a no despegar(se) y alejarse jamás de las vidas heridas por la precariedad y por el ajuste de guerra.
La vida mula re-sentida y sus mayorías cansadas, la densidad y la expansión social de la máquina de gorra, la implosión social cada vez más intensa organizó una situación imposible de la que solo cabía salir ‘por arriba’. El acontecimiento electoral (con el insoslayable protagonismo del conurbano bonaerense y su ‘tercera sección electoral’, tierras en las que se cocinó este libro…) provocó aperturas e indeterminaciones en una coyuntura social y económica espesa y cerrada. Se puede salir por arriba, pero no se puede gobernar desde ‘lejanías’ perceptivas; las que te aíslan de los mapas y de las cartografías de esos territorios sociales implosionados, complejos, heterogéneos, dramáticos y vitales. Se salió por arriba y apostamos a que se gobierne con las fuerzas de ‘abajo’ y con el Aguante todo adentro. Un aguante todo que tuvo traducción electoral, pero que desborda cualquier instancia institucional.
Durante estos años, ante el avance implacable que significó el macrismo en cuanto ‘alianza de clase’ que fundió fuerzas anti de origen popular con las eternas y tradicionales fuerzas anti de las clases propietarias y empresariales, apostamos por ese enunciado: aguante todo; gesto, agenda y apuesta política y vital que mantiene abierto e indeterminado el realismo del cansado y que permite en su amplitud ir desde la intimidad sufriente e inquieta que niega los mandatos de la época y sigue insistiendo, a ese ‘histórico’ peronismo silvestre. El aguante todo es expansivo: es imposible sondear los límites de su potencia política.
El gobierno de lo social implosionando implica que no se lidia con un suceso que ya ocurrió y ahora muestra sus efectos más o menos perdurables –como puede ser un estallido social: algo que ya pasó y dejó sus escombros–. Lo social implosionado e implosionando es un proceso en curso: acontece cada vez más hacia acá: desde un vagón de tren o un bondi hasta un barrio, un hogar o lo que sucede piel adentro de los cuerpos. Si la amenaza de un estallido social está en el horizonte futuro de cualquier gobernabilidad contemporánea, la de la implosión social ya está ocurriendo y carcomiendo en el presente vidas, barrios y ‘entramados sociales e institucionales’. Para enfrentar y lidiar con las implosiones sociales no alcanza con la convocatoria a los movimientos sociales y a las organizaciones o dispositivos que ‘contienen’ los desbordes. Las implosiones silenciosas, con temporalidades y espacialidades propias, reconfiguran (o se le suman a) los repertorios más tradicionales de la conflictividad social. Si las implosiones y dramas sociales son la mayoría de las veces huérfanas de imágenes políticas, si quedan regaladas involuntariamente al gorrudismo ambiente, al securitismo, se vuelve cada vez más urgente y necesario conectar las agendas políticas y militantes “tradicionales” con una ‘militancia en la implosión’; insistencias y agites varios que a pura prepotencia vital y organizativa saltan por el barrio, por una escuela, por una sede comunitaria, por un espacio, etc.
Implosiones sociales entonces que hay que pensar, percibir y militar desde ese aguante todo: convocando y haciéndose cargo de la espesura y la amoralidad de todas esas fuerzas que hay que meter adentro (adentro de las militancias, de los ‘gobiernos’) y que no hay que temer en su intensidad: hay que bancarse toda la aspereza que presentan las escenas sociales de este libro: la picantez de los barrios que ‘no cuelgan pasacalles de bienvenida a nadie’, la intranquilidad y la mudez –o la híper expresividad– de los pibitos, la rapacidad de las pibitas (wachines y wachinas que lo son también por ser huérfanos de imágenes políticas), los dramas de los interiores estallados, las demandas vitales de los laburantes pillos que quieren rajar de la lacerante precariedad, la sordidez de muchas secuencias en salitas o comedores o aulas; hay que bancarse lo que es sin pretender rápidamente organizarlo o enfriarlo: es tiempo de bancarse lo áspero y quedarse ahí; investigando qué fuerzas pueden arrojarse a ese aguante todo que pone en duda el pacto de la vida mula y enfrenta como puede a las fuerzas anti y al gorrudismo social que se intensificará cada vez más en la sociedad ajustada. Festejamos y respiramos porque sacamos a ‘La Gorra Coronada’ del palacio, pero sabemos que queda una pesada herencia muy jodida con la que habrá que lidiar: endeudamiento externo, inflación y devaluación, familias ajustadas y endeudadas, gorrudismo ambiente y barrios detonados, nuevos odios y violencias difusas, intranquilidad e implosión: ese es el inestable y ‘desesperado’ fondo social sobre el que se desplegará el próximo gobierno.
No hay espacio social ni subjetivo para los sueños secos del neoalfonsinismo: para los difíciles tiempos que ya se están viviendo será central que se puedan leer los mapas de los nuevos odios sociales, que se quiera auscultar a las multitudes cansadas y muleadas. Hay una sociedad ajustada y con una gran carga de belicosidad (por el ajuste acumulado y la impaciencia social, por las ‘demandas’ insatisfechas que circulan, por la ‘oposición a la venezolana’ que intentará mostrarse atenta y movilizada); quedará una máquina de gorra activa, lubricada, aumentada por todos los ‘derechos’ y empoderamientos que acumuló en estos años de respaldo palaciego, y lista para seguir funcionando entre las implosiones sociales y la precariedad. A esa máquina de gorra habrá que oponerle la fuerza política y social del aguante todo; un enunciado caótico, difuso, insondable y heterogéneo: un enunciado exacto para devenir el reverso posible de ese complejo entramado de precariedad y gorrudismo social.
Ese aguante todo, además, sirve para salir de la falsa polarización que arma ‘la grieta’ en la que muchas veces se agitó un enfrentamiento fantasma entre ‘corporaciones’ y ‘militancias’ que después no se traducía en hechos concretos, en la que se impuso una agenda militante en la que no entraron ni a palos muchas vidas heridas por la precariedad. Grieta que sirvió para la sociabilidad política de muchos y muchas, pero que al toque mostró los límites de esa sociabilidad que tenía más de adhesión y obediencia ciega a un menú militante ya armadito y cerrado que a darle lugar a fuerzas que copan e imponen su propia agenda vital: esas fuerzas que llevan un bastón de mando en la mochila y que no necesitan que les pasen consignas y les mastiquen el alimento.
Un aguante todo también para salir de la falsa polarización entre grieta sí o grieta no en pos de un acuerdismo y un consensualismo imposible en una sociedad con fuerzas gorrudas tan organizadas y afiladas. Un aguante todo que reemplace la grieta por la disputa de realismos.
Disputa de realismos que, además de pensar los ‘dramas estructurales’ (desde la falta de vivienda hasta los laburos precarizados o la desocupación, desde la violencia institucional contra los pibes hasta los femicidios, desde el endeudamiento con el FMI hasta el endeudamiento con la financiera o con algún familiar) pueda sostener y bancar la pregunta política y vital por cómo queremos vivir y morir, por cómo sostenemos formas de vida que enfrenten la derechización afectiva y el enfriamiento libidinal de la época; una disputa de realismos que niegue por abajo y metido bien bien en los barrios a los realismos mediáticos y políticos con los que nos quieran correr y sacar del escenario de la política con mayúscula. «