Con el aire revolucionario de 1810, embriagados por el espíritu de cortar lazos con la corona española jaqueada por Napoleón, la prueba de fuego para la flamante patria rioplatense fue acuñar su propia moneda.

Todo billete, cualquiera sea su origen, es un acto de fe.

Ya lo comprobó por 1808 el virrey Santiago de Liniers cuando buscaba por primera vez emitir billetes –los llamó «vales patrióticos»- y tuvo su fracaso: ante la solidez material de la moneda metálica, anclada al inconsciente colectivo con el peso de la confianza, los argentinos le dieron la espalda. Por más patrióticos que fueran, los billetes siempre tuvieron el estigma de volverse tan poco valiosos como papeles lanzados al viento. Y por más que las autoridades prometieran canjearlos algún día por su valor en plata y oro, nunca fue fácil imponerlos como circulante legal en estas tierras.

Por eso, la meca de la riqueza en este rincón de América era la Casa Real de la Moneda de Potosí. Si bien el oro no era frecuente –sólo se acuñaban monedas en oro dos veces al año–, la plata fluía a raudales del cerro altoperuano. Potosí era un epicentro monetario que emitía cada año 4 millones de piezas y abastecía a medio continente. Aunque con el crecimiento comercial de una América en transición, cada año la producción de monedas quedaba más desfasada e insuficiente.

Tan importante era ese bastión monetario que hasta Potosí llegaban maestros grabadores de otras regiones –México y España los casos más conocidos– con el fin de preservar la calidad de las monedas. Un taller de acuñación era un mundo aparte. La Casa de la Moneda potosina consistía en un enjambre de 1800 punzones, 800 troqueles, 250 limas, 100 buriles, 25 retratos del rey, martillos, compases, piedras de afilar, yunque, acero, y una sinfonía de gremios artesanos que incluía hasta expertos en trazar los bordes de las monedas, conocidos como maestros de gráfila. Pero los mejores remunerados, eran, sin dudas, los talladores a buril, quienes tenían el pulso, la pericia y el don artístico para dar vida a los retratos y embellecer las piezas. Eran los Miguel Ángel de la numismática. A ese escenario bullicioso había que sumarle la intervención de funcionarios supervisores: desde un jefe de talla que certificaba el grabado de los cuños, hasta ensayadores que controlaban la cantidad de metal precioso en la aleación. Como su visto bueno era clave para la valía de la moneda, estos estaban obligados a firmarlas y asumir responsabilidades. En tiempos donde las falsificaciones corrían casi a la par del dinero corriente, era necesario certificarlo todo.

En España sólo había cinco lugares donde acuñaban moneda y, hasta comienzos del siglo XIX, fueron creadas 25 casas de moneda en territorio americano, la primera en México en 1535. Pero ninguna de ellas le tocó a Buenos Aires.

Mientras que los yacimientos y el puerto de Lima eran a la vez centro de extracción del oro y puerta a la exportación –hasta allí, tras un eterno periplo, llegaban las carretas de dos ruedas, luego inmortalizadas en billetes–, Potosí, por su lado, tenía en abundancia el recurso de la plata.

Era, sin dudas, un lugar respetado y, sobre todo, codiciado. A tal punto que, con el envión de la victoria en Salta en febrero de 1813, el general Belgrano irrumpió dos meses después en su carrera hacia el norte, en Potosí, con la idea fija de tomar por asalto la Casa de la Moneda, creada a fines de 1573. Hasta entonces, Potosí era portavoz monetario de la corona española y el reflejo de su impronta económica que impregnaba sus colonias. Allí se imprimía el verdadero sello del imperio. Reales de plata que, desde 1732 llevaban, de un lado el escudo de armas español, y del otro la imagen de Carlos III, de Carlos IV o de Fernando VII. Todos ellos con perfiles solemnes, laureados, pero de narices no muy agraciadas, y disfrazados como emperadores romanos. Como además los reyes llevaban pelucas, se conocía a estas monedas como «peluconas».   

Tomar posesión de Potosí era para los revolucionarios un golpe al corazón del dominio español.


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En la Asamblea Constitucional de 1813, ya tenían todo dispuesto para plantar las bases de la nueva patria: tenían el himno aprobado de López y Planes, el escudo listo junto con la bandera para engalanar la nueva nación, y hasta establecieron la fiesta patria del 25 de Mayo para fijar el nacimiento de la Argentina en la eternidad del calendario. Sólo les faltaba moneda propia. Por eso, y aunque aún restaban semanas para que Belgrano irrumpiera en Potosí, la asamblea ordenó acuñar monedas de oro y plata, del mismo calibre que las imperiales, pero con símbolos patrios: el escudo en todo su esplendor, el sol completo, y la leyenda «Provincias del Río de la Plata», de un lado. La leyenda «En Unión y Libertad», del otro. Allí registró en una circular fechada el 13 de abril: «Expídase orden al Supremo Poder Ejecutivo a fin de que inmediatamente y bajo la misma Ley, y peso que ha tenido la moneda de oro y plata en los últimos reinados de Carlos IV, y su hijo D. Fernando VII, se abran y esculpan nuevos sellos…».

En lo que duró la toma de la Casa de la Moneda, se emitieron monedas de plata por 244.500 pesos. Y 65.328 pesos en monedas de oro. Se reconvirtieron espacios de la edificación, en celdas para los gobernadores españoles, que luego serían fusilados en la plaza principal.

Mientras tanto, al Norte, para ampliar la resistencia independentista, Belgrano marchó hacia Oruro, con la confianza plena de que, tomada la Casa de la Moneda, el resto era seguir sumando territorio. Pero dos reveses en batallas contra los realistas con una diferencia de un mes –Vilcapugio el 1 de octubre y Ayohuma, el 14 de noviembre-, lo obligaron a retirarse, primero a Potosí y luego, en derrotero desesperado, a Jujuy.

El plan de retirada era espectacular y sintomático del eterno trauma belgraniano con el dinero: antes de dejar la ciudad, ordenó dinamitar la Casa de la Moneda. Colocaron varios barriles de pólvora en el centro del edificio en la llamada sala de la fielatura donde se pesaban las monedas antes de acuñarlas. Primero, avisaron a los vecinos para que se apartaran del lugar –pocos, sin embargo, los tomaron en serio–. Antes, por supuesto, cargaron con todas las monedas del depósito, que luego tuvo algunos faltantes por el camino. Un oficial se ocupó de encender la mecha que era lo suficientemente larga como para darles tiempo a huir. Fue una acción dramática y radical, algo vengativa con los vecinos de Potosí, con un ingrediente que cambió el rumbo de la historia, ya que las llaves para cerrar la casa nunca aparecieron. Resignado y apurado, Belgrano decidió simplemente entornar las puertas y huir en la mula.

Las jugosas Memorias del general Paz, quien formó parte de la misión, ponen a la luz el intríngulis de una misión fallida. Sobre su retirada, Paz describe: «nuestra marcha no se suspendió hasta el socavón que está a una legua de la plaza adonde llegamos al anochecer. Deseando gozar en su totalidad del terrible espectáculo de ver volar en fracciones, un gran edificio y quizá media ciudad…, durante el camino fuimos violentándonos para volver la vista a la Casa de Moneda, que dejábamos atrás. Yo aseguro que no separé un momento la vista de la dirección en que me quedaba, lo que me originó un dolor en el pescuezo que me duró dos o tres días después… un cuarto de hora más tarde, ya era certidumbre de que la mecha había sido sustraída». Frustrada la voladura, Belgrano hizo un segundo intento explosivo: envió al capitán de artillería Juan Luna para regresar a Potosí y ocuparse de volver a encender la mecha, pero al llegar a la ciudad, la resistencia popular lo disuadió de semejante misión. Luna, como pudo, se escabulló de regreso para salvar su vida. Como cuenta Paz: «el vecindario y populacho, que no querían ver destruido el más valioso ornamento de su pueblo, ver destruidas sus casas y sepultarse bajo sus ruinas, hubieran hecho pedazos al campeón y sus veinticinco hombres.» 

Más adelante, Paz, mientras da cuenta de los robos no muy patrióticos que sufrió el botín a lo largo de la retirada, conjetura y, según afirma, esclarece el motivo de la fallida misión de volar la Casa de la Moneda. Le pone nombre a la traición: un oficial mendocino llamado Anglada. «Este se relacionó con personas enemigas de la causa», escribe Paz, «y particularmente con una señora muy realista, a quien se atribuyó principalmente el mérito de la conquista. Él, por su empleo, estaba en el secreto de la operación que se meditaba y la inutilizó quitando la mecha que debía servir para la explosión. Él, sin duda, fue quien ocultó las llaves… Se ocultó y se presentó en seguida al enemigo, que lo acogió bien por el importante servicio que acababa de hacerle y lo empleó en el ejército». Deseo y traición marcan el origen de nuestro esquivo vínculo nacional con el dinero contante y sonante.

Mucho tiempo más tarde, en 1991, para saldar las deudas de una misión imposible, el artista Clorindo Testa pintaría, en rojo explosivo, la detonación de la Casa de Moneda que nunca sucedió. Pero aquel hecho sólo quedaría en la imaginación artística, como reivindicación imaginaria de un fracaso logístico muy argentino.


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A dos años de aquella retirada, el general José Rondeau, al frente del Ejército Auxiliar del Perú, recuperó momentáneamente la Casa de la Moneda. Rápido de reflejos, acuñó una nueva serie de monedas patrias en plata, donde incorporó la palabra «soles», más propia de América, que los «reales» de connotación monárquica. Pero ese mismo año, 1815, los realistas expulsaron a las tropas de Rondeau y ya nunca los argentinos volvieron a poner un pie en la ciudad. Los realistas, claro, tuvieron ayuda de los mismos habitantes de Potosí –tal vez aún, encrespados por el plan de volar su Casa de la Moneda y alrededores–, que celebraron la victoria acuñando moneda con el rostro del general realista Goyeneche, responsable de la reconquista. Llamaron a aquellas monedas, acaso irónicamente, «argentinos». De ese modo, la corona tuvo potestad sobre la acuñación de Potosí hasta 1825, cuando Bolivia se independizó de España.

 La pérdida de Potosí dejó a la incipiente Argentina sin acceso a la producción de moneda propia. Carecer de moneda nacional atentaba contra el proyecto de soberanía e integración de la patria a partir del desmembrado ex virreinato. Fueron tiempos difíciles donde distinguir moneda auténtica de falsa, era un trabajo, por poco, detectivesco. En el Norte, se falsificaban con preocupante frecuencia piezas de plata rudimentariamente acuñadas en Potosí entre 1651 y 1773 –las llamadas macuquinas, «golpeadas» en quechua–. Eran fáciles de imitar pues el tiempo y la mala acuñación había borrado todo relieve e inscripción. Luego, más hábiles, los falsificadores fueron por monedas de más valor.

Pero en la desesperación, muchas veces, se producen grandes hallazgos. Así fue como, por la necesidad de mediar con dinero propio operaciones comerciales cada vez más voluminosas, las propias provincias buscaron fundar, a pequeña escala, su propio Potosí –las que no lo hacían, debieron utilizar dinero extranjero, vales nacionales de poca aceptación popular, y monedas que parecían recortes de chatarra–.

Mientras la corona desplazaba a Rondeau en el Alto Perú, la provincia de Córdoba emprendió la audaz tarea de acuñar su moneda en metal en 1815. Luego le siguieron otras cinco cecas. Una en Tucumán en 1820. En 1821, La Rioja extraería de Chilecito, y del auspicioso cerro de Famatina, que se transformaría en la ceca más codiciada de la nación. Hubo un breve ensayo de ceca en Mendoza que duró de 1822 a 1836. Santiago del Estero abrió el suyo en 1823. Y en Buenos Aires, la última, en 1826.

Los primeros ensayos de monedas eran rústicos y mal redondeados. Consignaban apenas año y valor, y algún que otro símbolo de sencillo trazado. Sin embargo, sentaron las bases de que, de a poco, la Argentina conseguiría ciertos recursos para salir adelante.

Mientras tanto, el nuevo gobierno basado en Buenos Aires hacía circular formularios de Fondo Público que, si bien no eran considerados billetes de circulación masiva, la gente los empleaba a menudo como tales –se recortaba un triángulo una vez que eran canjeados–. Ya en 1820, los billetes de aduana, emitidos por el Ministerio de Hacienda –de una sola faz, como era usual en ese entonces– tuvieron más alcance pero aún con muchas limitaciones. Se empleaban los billetes aduaneros, por ejemplo, para pago de suministros y para cancelar impuestos. El dinero fiduciario –papel sin respaldo metálico– fue el modo que encontraron los sucesivos gobiernos porteños para alimentar la economía y compensar el gasto fiscal creciente de un Estado en ciernes. Aunque es cierto que en el interior esos billetes porteños no eran muy valorados en las transacciones comerciales: las provincias preferían la moneda metálica, fuera acuñada con plata de las minas locales, o conseguidas en países vecinos, mediante la exportación de productos regionales.

Siempre se extrañaron los efímeros días de gloria cuando Potosí estaba en manos de las tropas de Belgrano. Al menos por un rato, gozamos la fantasía de que la máquina de hacer monedas valiosas era propia. De ahí en adelante, no tuvimos más remedio que convertirnos en los campeones del papel picado. «

EL AUTOR

Silvio Santamarina nació en Buenos Aires en 1970. Estudió periodismo en TEA y Letras e Historia en la UBA, donde publicó artículos sobre literatura, medios y política. Fue redactor, editor y columnista en varios medios argentinos: agencia Télam, revista Poder (Grupo UNO), diarios Perfil y Crítica. En la actualidad, es editor ejecutivo de NOTICIAS. Integró el comité editorial de Argentina Debate, la iniciativa que impulsó el primer debate presidencial televisado de la historia argentina,
en 2015.