«Ingresé varias veces a la escuela primaria por algunos días, pero no pude escolarizarme porque éramos nómadas. De chico vendía en la calle naftalina, agujas, hilos. Lustré zapatos, vendí helados, estampitas, tiré la manga. Hice todo lo que hace una familia gitana que está en una situación de marginalidad. Éramos tremendamente pobres, por lo que comencé a vender desde el vientre de mi madre que se dedicaba e eso cuando estaba embarazada de mí. Andábamos con las carpas de aquí para allá. Quedarse seis años en un lugar para que me escolarizara no era una idea que estuviera en la cabeza de ninguno de mi familia. Aprendí a leer con las historietas cuando vendía en los trenes revistas de descarte, números viejos o fallados de Afanancio, El Tony, Killing, una revista que me fascinaba porque tenía una calavera que mataba y siempre había mujeres en ropa interior. Cuando no entendía les preguntaba a los chicos de una villa que vendían conmigo. El problema surgió cuando comencé a leer libros. No percibía el cambio de sujeto, no distinguía sábana de sabana. Fue un gran problema, pero, al mismo tiempo, fue un par de alas, porque no entendía lo literal, pero entendía otra cosa y con eso algo construía. Cuando aumentó mi preocupación por no entender, comencé a ir a talleres literarios, pero ya era grande. Luego, sin haber hecho ni el primario ni el secundario, empecé la carrera de Letras en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora. Tenía 39 años, había escrito mucho y tenía dos novelas publicadas, Gitanos para su bien o su mal y Ursari. Había una ley a la que llamaban Ley Duhalde que permitía a los mayores de 25 que no habían terminado el secundario dar un examen para entrar a la universidad. Aprobé el examen, entré a la facultad y ahí se enteraron de que no había hecho el primario ni el secundario. Esto sentó un presente jurídico. Al año y pico quedé finalista del Premio Planeta y comencé a trabajar en la carrera de Letras».
Quien narra esta historia poco común es el escritor argentino de origen gitano Jorge Nedich. Lleva publicados 13 libros, ha sido traducido al portugués, al rumano y al italiano. Además, en 2014 fundó su propia editorial, Voria Stevanofsky, a través de la cual acaba de reeditar El aliento negro de los romaníes. Esta novela resultó finalista del Premio Planeta en 2004 y fue particularmente elogiada por el presidente del jurado, nada menos que Héctor Tizón. Al año siguiente fue publicada por la misma editorial.
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«El aliento negro de los romaníes –explica Nedich– tiene cierta relación con Leyenda gitana, que también fue finalista en el Premio Planeta en el ’99. En El aliento… Petre queda varado porque se le descompone en camión y tiene la idea de volverse rico. Su plan es comprarse un oso polar, hacerlo bailarín, pasar la gorra y llenarse de plata. Como no tiene dinero para comprar el oso, decide tener tres hijas mujeres para recibir las dotes y comprar el oso. Al no viajar porque su camión está roto, comienza a tener otro contacto con el mundo y en un momento se da cuenta de que lo que planea es un disparate, pero ya no puede volverse atrás».
En esta novela se ficcionalizan algunos elementos tomados de la propia vida del autor y la de sus ancestros que llegaron a la Argentina desde Rumania en 1870, luego de ser liberados de la esclavitud a que fueron sometidos entre 1380 y 1868.
–En El aliento negro de los romaníes contás que durante la época de Perón se quemaron carpas de gitanos. ¿Por qué el peronismo podía tener interés en castigar a representantes de un pueblo víctima de la injusticia?
–Creo que había una sintonía de época. Perón asume en 1946, poco después de la Segunda Guerra Mundial donde murieron, según las estimaciones más conservadoras, entre 220 mil y 500 mil gitanos. Estimaciones posteriores dicen que fueron 1.500.000. Cualquiera sea la cifra, fueron muchos los gitanos que murieron. La política de persecución y exterminio del pueblo gitano reinaba en todo el mundo, no sólo en la Argentina.
–Tu familia tuvo una experiencia personal al respecto, ¿no es así?
–Sí. Yo tengo conciencia sólo de lo que pasó en la provincia de Buenos Aires, donde se quemaron más de 100 carpas. En una de ellas estaba Bobia, mi bisabuelo, que se negó a salir. Prendieron fuego la carpa con él adentro y murió allí. Eso afectó muchísimo a su hijo, mi abuelo, por lo que cuando regresó Perón en el ’73, se infartó. Durante su primera presidencia Perón exigió que los gitanos vivieran en casas y que se despojaran de sus vestimentas típicas y su lengua. Los que pudieron comprar una casa, lo hicieron. Otros se fueron y muchos ni se enteraron porque quizá donde no hubo un brazo ejecutor, como sí lo hubo en la provincia de Buenos Aires, no se los molestó. Mi abuelo Tete, el hijo de Bobia, compró un terreno y empezó a edificar una casa. Hasta tal punto llegaba su terror que viviendo todavía dentro de ella, se vestía de gaucho. Las mujeres, por su parte, se vestían a la usanza criolla. Claro que viviendo en una carpa ese camaleonismo no era muy efectivo. En ese momento había gitanos en lo que hoy es el paseo de la Recoleta y fueron expulsados. Lo mismo pasaba en lo que hoy es Plaza Houssay. Estas políticas siguieron incluso en la década del ’60 porque las implementaron los militares. Mi madre y mi hermana fueron presas cuando vendían en la calle, porque estaba prohibida la mendicidad, a pesar de que ellas no estaban mendigando. Mi hermana fue llevada a un orfanato y mi madre fue a la cárcel. Hubo que poner un abogado para liberarlas. A mi hermana querían darla en adopción con el argumento de que no era vida para una nena vender en la calle. Hoy mismo, sobre todo en Italia, muchos bebés y chicos gitanos son entregados en adopción a familias no gitanas sin el consentimiento de los padres. Lo mismo sucede en otros países europeos. Cuando las mujeres gitanas van al hospital muchas veces son esterilizadas sin su consentimiento para que no sigan procreando. Los Derechos Humanos no son aplicados a los gitanos. Todavía no somos sujetos de derecho. En algunos manuales escolares de América Latina comenzamos a aparecer. Se habla de nuestro origen, de la diáspora y de nuestro presente. También se muestra nuestra literatura, nuestra música… Esto sin duda atenúa el choque de culturas y facilita la inserción de la población gitana en el sistema educativo. Sin esta preparación previa, a la comunidad gitana le resulta muy difícil ir a la escuela, porque el desconocimiento se transforma fácilmente en racismo de parte del sistema educativo. Es lamentable, pero en este sentido Argentina está última, viene muy retrasada respecto del resto de América Latina.
–Vos trabajás activamente en la causa gitana…
–Sí. Estoy trabajando con la Secretaría de Derechos Humanos, si bien todo avanza de manera lenta. Hace 30 años que recorro los ministerios pidiendo políticas de integración. Parece que por primera vez me escuchan. Lo que siempre me interesó es dedicarme a la literatura. Pero, por necesidad de trabajar en estos temas terminé asumiendo un rol político del que no reniego, pero que no elegí. Los gitanos no tenemos instituciones ni representatividad, por eso a veces me eligen a mí para que explique. Eso me llevó a trazar el programa de una cátedra de introducción a la cultura gitana para allanar el camino.
–¿Apuntás a que la historia de los gitanos figure en los manuales escolares argentinos?
–Sí, eso hasta el momento no pasa y no estoy seguro de que vaya a pasar. La respuesta que obtuve siempre a través de 30 años fue la misma: falta de presupuesto. Es increíble porque creo que negarle a un pueblo la posibilidad de educarse es someterlo a un genocidio silencioso. Esta situación viene desde 1312 y se extendió prácticamente hasta hace diez años en que comenzaron a aparecer en libros escolares de algunos países páginas dedicadas a los gitanos. De esta forma se atenuó un poco el racismo. Los pioneros en esto fueron los países que integraron la Unión Soviética donde por primera vez se elaboró un diccionario de la lengua gitana. Esto dio origen a muchos movimientos artísticos gitanos como el teatro gitano ruso de donde salió Yul Brynner. Creo que ese fue el único plan integral que hubo. Abarcaba vivienda, salud, educación, inserción, una serie de cosas que no se hacen hoy. En algunos países como España hay un apoyo a la cultura gitana, pero eso convive con un fuerte racismo. Por ejemplo, me mandaron la foto del cartel de una iglesia en la que se vendía ropa usada, «los días lunes, martes y miércoles, los jueves para gitanos». Para educar no sólo se necesita un presupuesto, sino que las personas que educan también sean educadas en la diversidad. Y, en este sentido, a veces hay racismo, hay una voluntad pero con sentimientos encontrados. Cuando el plan no es integral, el resultado no es bueno. Falta una educación completa. Dentro de América Latina, es posible conocer a los mexicanos a través de sus fábulas y su literatura. Lo mismo pasa, con los guaraníes, los mapuches u otros pueblos originarios. Pero eso no sucede con nosotros.
–¿A que lo atribuís?
–El nomadismo siempre nos jugó en contra porque se consideró un mal ejemplo que podía inducir a que cualquiera abandonara a su familia y dejara de cumplir con sus obligaciones. En Rumania, cuando alguien mataba a un gitano lo premiaban dándole a elegir entre una caja de cartuchos y un cerdo. Esto que parece tan raro es posible encontrarlo incluso en Internet. Basta poner «leyes antigitanas en Europa» y aparece. Esta situación recién empieza a cambiar en el siglo XX, pero no se ha modificado del todo. En 1989 la proyección de Tiempo de gitanos, de Emir Kusturica, que considero una película muy estigmatizante en la que el gitano es asimilado al mafioso, desataba oleadas de ataques a los gitanos. Los grupos neonazis los atacaban de manera salvaje, los mataban.
–Los gitanos sentían desconfianza hacia la lengua escrita. ¿Por qué?
–Esto tiene que ver con un sistema de vida basado en el nomadismo y la oralidad. Cuando llegaron a Europa en el siglo XIV o XV fueron expulsados, se les decomisaban sus bienes, se los sometía a esclavitud. Esto se hacía a través de un documento escrito. Por eso para los gitanos la escritura era un elemento que transformaba la conciencia del hombre y creaba una realidad falsa. Cada vez que quería asirse de ella, la realidad se partía y ese hombre nunca volvía a sí mismo porque la escritura burocrática lo sacaba de su eje. Para conservar su esencia no debía someterse a ella. «
Reconocer la cultura, lograr la integración
«Mi propósito –dice Jorge Nedich–, por el que vengo bregando hace mucho tiempo, es visibilizar a un grupo de argentinos de origen gitano. No sabemos mucho sobre nosotros, pero sí tenemos algunos datos. Por ejemplo, en Argentina, el 95% de la población gitana no terminó la escuela primaria. En los países más avanzados el porcentaje es del 70%, es menor pero igual muy alto. Del 95% que no terminó la primaria, el 40% es analfabeto y no tiene documentos. Al no asistir a la escuela, el gitano desconoce cosas imprescindibles para vivir, como sus derechos y los del otro. Tiene un promedio de vida de 62 años por el tipo de trabajo que realiza y por el tipo de alimentación: come mucho y mal. Además, no tiene mucha actividad física, desconoce deportes que se enseñan en la escuela. Al no capacitarse, no tiene trabajos formales, por lo cual tampoco tiene aportes ni acceso al crédito, a la vivienda ni a un sistema de salud. Convertirlo en sujeto de derecho empieza por el reconocimiento de su cultura. Nunca deja de asombrarme que, en general, el mundo se niegue a hacer eso tan importante para la integración. La mayoría de las cosas de las que se los acusa se solucionan con educación, pero parece que invertir en educación para el pueblo gitano políticamente no garpa».