«El arte, si quieren que lo defina, es un acto criminal. No está subordinado a reglas. Ni siquiera a las propias. Quien experimenta una obra de arte es igual de culpable que el artista. Cada uno de nosotros es del todo culpable», escribía John Cage en 1966. A pesar de que sus creaciones resonaron como disparos en la noche, él era un hombre afable, circunspecto, siempre con la sonrisa acechando en las comisuras de sus labios.
Como queda explícito en la frase inicial, exige que su público y auditorio vayan más allá de lo que se entendía como arte, y comprometieran su sensibilidad a nuevas experiencias. Pero, ¿quién era John Cage? A mitad del siglo XX, este estadounidense se comió el corazón del arte. En lugar de ese latido sólo quedó un vacío. Entonces, resultó patente que estamos rodeados de toda clase de sonidos que pasamos por alto, los que él pretendía recuperar como modo de aceptar la riqueza del mundo, una forma de borrar la diferencia entre vida y arte.
Vinculado a las tendencias más radicales del arte de su tiempo, proclamó una nueva era que implicaba el fin del imperio del sentido tal como se lo entendía hasta entonces. Pero lejos de encerrarse en un estudio, intentó sacar a las vanguardias de su encierro y democratizar el arte que practicaba para ofrecer la oportunidad de transitar de manera más profunda las experiencias que ofrece de la vida cotidiana.
Además de ser uno de los compositores más relevantes del siglo XX, reflexionó a través de la escritura y fue uno de los principales impulsores de los happenings, eventos multidisciplinares que irrumpían en sitios insólitos. Björk, Lady Gaga, William Dafoe mencionan estos eventos entre sus influencias. En este aspecto, John Cage es un artista inclasificable, y de esto da cuenta el libro Ritmo Etc. (editorial Interzona) compilado y traducido por Matías Battistón, quien presenta a Cage como «una de esas personas para quienes la manera más sencilla y natural de abordar una disciplina es revolucionarla».
Muchas veces la figura del traductor resulta incómoda, porque se busca naturalizar el texto, como si Melville hubiera escrito Moby Dick en español. Debido a los experimentos formales de Cage, el traductor toma más visibilidad, por eso charlamos con Battistón, que cuenta cómo surgió la idea del libro y los retos a la hora de traducirlo: El editor de Interzona me envió un mail, preguntando ¿Esto es traducible? Y el libro es un intento de respuesta a esa pregunta. Cage es uno de los grandes artistas de la forma y los procedimientos, lo que presenta bastantes desafíos, sobre todo si querés transmitir ese costado que me parece esencial y es constitutivo de la obra, porque a partir del procedimiento se va formando la obra. Y además, el otro emblema de Cage es su manejo de la elipsis y la alusión. Construye sobre omisiones».
El formato del libro permite que los escritos de Cage (conferencias, poesías, ensayos, anécdotas, acrósticos, diario personal, etc.) se desplieguen en libertad: páginas divididas en dos por una línea, textos a tres o cuatro columnas, diversidad de tipografías, y más. Muchas veces, Cage recurría al escribir a operaciones aleatorias o al uso del I Ching para determinar la cantidad de palabras por oración, y de estas por párrafo. Respetar estas restricciones producía textos con cierta incomodidad, dada por la fidelidad al procedimiento, que la traducción trata de respetar.
El silencio, piedra basal en la música de Cage, emerge en la escritura contemplando ritmo, espacio en blanco, repeticiones: creando un mundo propio. De esta manera, los escritos dicen algo más que las palabras.
Cage poseía una sensibilidad que no deja de lado un humor sutil y siempre optimista que aplica tanto a sus ensayos como a alguna anécdota. El libro apunta tanto al intelecto como a la afectividad del lector, y da cuenta de su intento para detonar una sensibilidad mutilada: «El cambio no es disruptivo. Es alegre».
Battistón precisa: «Hay partes muy accesibles, porque es él mismo explicando su punto de vista. Comenzó a escribir para hacerse entender. Después empezó a interesarle la escritura como ámbito de experimentación». En esta clase de escritos se cuentan los mesósticos, composiciones en las que las letras medias de cada verso forman una palabra. Battistón cuenta que hizo varios intentos para encontrar una traducción en la que funcionara el texto vertical en español. «El principal escollo era la W, que es una letra muy usada en inglés y no en castellano. Entonces se me ocurrió un experimento formal y dar vuelta las palabras para que la M funcionara como un W. Eso implicó descubrir las reglas del mesóstico, ya que hay una serie de limitaciones no muy evidentes, pero que para él eran vitales. Cage las explica varias veces pero en textos más marginales que, por lo general, se pasan de largo. De ahí la importancia de la investigación».
John Cage vivió el centro de un cambio que surgió como expresión escandalosa de una generación que pretendía recartografiar el mundo y sus fronteras. Las piezas literarias que componen el libro proyectan luz sobre la filosofía de vida y del arte que guiaban los pasos del creador del piano preparado. En uno de los textos cuenta cómo surgió esta innovación y qué ecos alcanzó, en otro, tiene lugar para una proclama política, en un sentido amplio y restringido: «Cuando vemos que las palabras, cuando comunican, no tienen efecto alguno, nos damos cuenta de que necesitamos una sociedad donde no se practique la comunicación, donde las palabras sean tan absurdas como lo son entre los enamorados, donde las palabras vuelvan a ser lo que eran originalmente: árboles y estrellas y el medio ambiente primitivo. La desmilitarización del lenguaje: una preocupación musical seria».