La influencia y el poder de un país no se mide solamente en los kilotones que acumulan en su arsenal nuclear ni en los millones de dólares que resguardan las bóvedas de sus bancos. El verdadero patrón es muchas veces cultural y no se lo puede mensurar con unidades de medida específicas, sino que se hace palpable en la capacidad de una nación de penetrar culturalmente a otros pueblos, para ponerlos de su lado por resonancia simpática. Y a pesar de que son muchos los ejemplos al respecto que acumula la historia universal, de Roma al Imperio Británico, el más contundente de todos es el de los Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX, aunque dicho período puede ampliarse a la centuria completa, e incluso un poco antes también, y la cuenta sigue. Si bien dicho poder se hizo muy evidente a partir de hitos como la expansión industrial de los estudios de cine en Hollywood o el surgimiento del rock and roll durante la primera década de la posguerra, lo cierto es que antes que eso los Estados Unidos ya eran una potencia literaria. Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne, Mark Twain o Ambrose Bierce son algunos de los más destacados autores que preformaron las letras estadounidenses. Dentro de ese grupo notable se destaca con extraordinaria luz propia el nombre de Jack London, a quien la brevedad de su vida (murió pocos meses después de cumplir 40 años) no le impidió construir una de las obras literarias más importantes de esa rica genealogía de escritores norteamericanos.
Nacido el 12 de junio de 1876 en San Francisco, y muerto hace exactamente 100 años, el 22 de noviembre de 1916, en la ciudad de Glen Ellen, la de London sigue siendo una figura que sigue mereciendo ser reconocida. Hijo de un astrólogo ambulante que se niega a reconocerlo, con un padre adoptivo que pasaba de un fracaso comercial a otro, el futuro escritor creció en un entorno de compañías poco recomendables. No tardó mucho el joven London en buscarse la vida por sus propios medios y fue así que acabó transitando por mil y un oficios antes de triunfar como escritor. Es por eso que su vida, tanto como su obra, son muy difíciles de abarcar en un breve artículo escrito para conmemorar el aniversario de su desaparición física. Sus escritos son tantos que actualmente sigue siendo incierto su número preciso, y su calidad es indiscutible, incluye desde piezas de gran popularidad, como Colmillo blanco, su novela más conocida, o La llamada de la selva, hasta un sinfin de relatos breves entre los cuales se destaca Encender un fuego. Pero antes de consagrar su vida a la literatura London fue marinero, empleado en un molino, buscador de oro, explorador y periodista, entre otras ocupaciones. De todas esas experiencias se nutrió más tarde su obra.
Aunque su figura ha quedado relacionada con la literatura para niños y adolescentes, a partir de la inclusión de la mencionada Colmillo Blanco y otros de sus libros en incontables colecciones, como la inolvidable Robin Hood de tapas amarillas, Jack London es uno de los escritores más importantes del siglo XX, aun cuando su temprana muerte le permitió transitar apenas los tres primeros lustros del mismo. Y si bien este centésimo aniversario ha pasado un poco desapercibido, al menos acá en la Argentina, no está de más aprovechar la oportunidad para intentar conseguir nuevos lectores para sus inagotables historias.