Cuando durante la mañana del jueves, luego de que Sara Danius, la secretaria permanente de la Academia Sueca, anunciara que Kazuo Ishiguro era el ganador del Premio Nobel de Literatura de 2017, la noticia comenzó a esparcirse de forma ambigua. En las redes sociales, espacio emblemático de la comunicación confusa por excelencia, se volvía a insistir sobre el hecho de que los suecos le negaran una vez más el reconocimiento al eterno favorito Haruki Murakami, pero esta vez agravando su condición de perdedor con la decisión de favorecer a otro escritor japonés.
Tal afirmación, de una gracia no exenta de malicia, es en realidad una falacia. Si bien es cierto que Murakami parece haber sacado hace rato una membresía vitalicia en el club de los segundos (y es probable que la cosa no cambie mientras su nombre se mantenga entre los favoritos de los apostadores), la realidad es que Ishiguro de japonés sólo tiene la cara, el nombre, los ancestros y el lugar de nacimiento. Que no es poco, claro.
El nuevo Nobel nació en 1954 en la ciudad de Nagasaki, nueve años después de que el ejército de los Estados Unidos descargara ahí una de las dos bombas atómicas que arrojó sobre Japón, con las cuales apuró de la forma más cruel posible el final definitivo de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, justo antes de comenzar la década de 1960, la familia Ishiguro se trasladó Gran Bretaña por motivos laborales (su padre era de profesión oceanógrafo), donde se instaló en la región de Surrey, al sur de Londres. Y de ahí no se movieron más, de modo que aún en el seno de una familia de tradiciones japonesas, el joven Ishiguro recibió una educación formal completamente británica. Con lo cual afirmar que se trata de un autor japonés es tan incorrecto como decir que Julio Cortázar es un escritor belga.
Si bien su elección por parte del comité de la Academia Sueca, encargado de definir cada año al ganador del premio literario más prestigioso del mundo, no resultó ni de cerca lo controvertida que fueron las de los dos últimos ganadores, la periodista bielorrusa Svetlana Alexeievich (Nobel 2015) y el cantautor estadounidense Bob Dylan, la elección de Ishiguro no estuvo exenta de sorpresa. No porque la obra del inglés carezca de méritos literarios que justifiquen la decisión, sino porque en la previa su nombre no figuraba dentro del pelotón de los favoritos de nadie. Tan sorpresiva resultó la decisión que cuando los primeros periodistas lo contactaron para saber sus sensaciones luego de recibir el premio, el propio Ishiguro comentó que temía que en realidad se tratara de una broma, ya que los representantes de la Academia aún no se habían comunicado con él para comunicarle la buena noticia.
Lejos de casos de ganadores de años anteriores, como el de Alexeievich o los de la alemana Herta Müller (Nobel 2009), el chino Mo Yan (Nobel 2012) o el poeta sueco Tomas Tranströmer (Nobel 2011), cuyos nombres resultaban casi desconocidos para el grueso de los lectores, Ishiguro es relativamente popular incluso en la Argentina. Su obra completa puede conseguirse en cualquier librería (y a partir de ahora con mucha más razón), a través de la edición realizada por el prestigioso sello Anagrama.
De hecho se trata de un autor cuya obra ha conseguido mantener un vínculo fluido con el cine, arte masivo y popular en cuyo formato se adaptaron algunas de sus novelas más leídas. Entre ellas, la película basada en su tercera novela, Lo que queda del día, dirigida por el cineasta James Ivory y las actuaciones estelares de los ingleses Emma Thompson y Anthony Hopkins, es la que más trascendencia consiguió. El propio Ivory volvió a trabajar con el inglés como guionista en La condesa blanca y el canadiense Guy Maddin contó con él para escribir el libreto de la exquisita La canción más triste del mundo. Que el cine haya encontrado una inspiración en el trabajo de Ishiguro también habla de la potencia con que su obra consigue atrapar, tanto a lectores como a cineastas. Y ahora también a los miembros de la Academia Sueca. «