En diciembre de 1943, el ciudadano italiano Primo Levi, un joven que se había graduado de químico dos años atrás en la ciudad de Turín, donde había nacido, y que luchaba en la resistencia, fue detenido y enviado a un campo de concentración de Fossoli, espacio reservado para todo aquel que no estuviera de acuerdo con la flamante república fascista. En vez de informar sus acciones políticas prefirió declararse “ciudadano italiano de raza judía”.
Dos meses más tarde sería expulsado de su país y subido a un tren junto a otros judíos. Su destino era Auschwitz, un nombre que en ese momento no tenía aún en él ninguna resonancia, pero que sería un punto de inflexión en su vida. Recluido allí durante casi un año, se prometió a sí mismo que si lograba sobrevivir, dedicaría su vida a dar testimonio de ese horror. Y cumplió sobradamente con su promesa. Su libro Si esto es un hombre, el primero de los que integrarían la Trilogía de Auschwitz, fue también uno de los primeros testimonios de los campos de exterminio y quizá el más perdurable de los miles de libros que se escribieron sobre el Holocausto. En él narró el horro sin estridencias y casi sin adjetivos. Como todo gran escritor, dejó que fuera su historia misma la que hablara.
Nunca quiso borrarse el número de prisionero que le habían tatuado en el brazo porque la cifra 174.517 era una forma numérica del testimonio y siempre estuvo dispuesto a asistir donde requirieran para contar lo sucedido. “Suelen preguntarme con frecuencia –dijo alguna vez- cómo pudo suceder Auschwitz. Lo que yo me pregunto, en cambio, es cómo no sucede más a menudo, porque siempre hay gente dispuesta a seguir ideas irracionales.”
Convendría no olvidar en estos tiempos de pandemia la frase de Levi que advierte sobre las terribles consecuencias de lo absurdo, sobre la potencia destructiva de las ideas sin fundamento, de los enunciados ridículos que pueden desatar un cataclismo social.
Ver a Donald Trump dirigiéndose a los estadounidenses y al mundo produce una mezcla de perplejidad, asombro y también de risa. En la obra de teatro del absurdo que monta cada día hace combatir al capital contra el virus y, diga lo que diga, siempre termina levantando la mano del capital para indicar que es el ganador de cualquier contienda. Sus apariciones histriónicas son dignas de una mala comedia, pero en realidad encubren la peor de las tragedias. Porque ese hombre ridículo, torpe y patético que llama a combatir el coranvirus inyectándose lavandina llegó a la Casa Blanca a través del voto. Millones de personas comparten y siguen compartiendo sus ideas desquiciadas y sus actitudes bochornosas.
Jair Bolsonaro es casi su réplica en versión para el Tercer Mundo, aunque resulta difícil o imposible diferenciar quién es más graciosamente canalla. Convoca a su pueblo a morir para que los mercados gocen de buena salud. Pero ni siquiera eso es lo más terrible. Lo peor es que, como Trump, también fue elegido por el voto, mientras Lula purgaba en la cárcel la culpa de haber sacado de la pobreza a millones de brasileños. Aún tiene muchísimos seguidores que lo acompañan en sus caminatas en las que promueve el contagio de rebaño y la muerte segura para quien no tenga, como dice tener él, un estado atlético de superhéroe. ¿No sobrevuela en su actitud y en su discurso la idea espartana de que los débiles deben ser sacrificados?
Mauricio Macri, que gobernó durante cuatro años la Argentina y que seguramente nunca contraerá el virus porque ya antes de la pandemia cumplió con un autoaislamiento obligatorio sentado en una reposera, manda a sus heraldos negros a hacer campaña a favor de la muerte sacrificial ante el altar de las corporaciones. Para él el coronavirus es un enviado capaz de hacer el trabajo sucio en un país en el que sobra gente.
En la era de ese eufemismo que llaman posverdad para no mencionar directamente la palabra mentira, todo parece posible. La farándula televisiva no se diferencia en nada de cierta farándula política. Susana Giménez felicita a los que evaden sin ponerse colorada y afirma que es una idea absurda pedirles a las grandes fortunas que hagan un pequeño aporte.Asevera que la Argentina es el país que más impuestos cobra, sin haber leído jamás una sola información al respecto y, es evidente, sin haber leído tampoco “Robin Hood” en sus tiempos de infancia.
Mientras tanto el tristísimo economista Miguel Boggiano cacerolea solo en su balcón y arenga a levantarse contra el aislamiento obligatorio, a contagiarse en masa en nombre de la Libertad como si fuera uno de los líderes de la Revolución Francesa. Eso sí, la Igualdad y la Fraternidad, te las debo. Por su parte, Javier Milei se bate el pelo para llevar a su máxima expresión su corte a lo Belgrano y reclamar la conclusión de la “cuarentena cavernícola”. Pero su heroísmo es solo capilar, en realidad es un cobarde misógino que se dedica a denigrar periodistas cuando estas tienen el atrevimiento de ser mujeres. Juanita Viale, digna nieta de su abuela, ante un chef que vive en Francia y que cuenta en la mesa que ella preside que el gobierno de ese país pagará un alto porcentaje del sueldo de los trabajadores debido a los problemas que la pandemia les origina a las empresas, se atreve a comentar: “Bueno, ahí hay un Estado presente, a diferencia nuestra.” Los integrantes de esa familia tienen opiniones volátiles que mutan según la ocasión o quizá tengan la lógica del inconsciente en que una cosa puede ser al mismo tiempo ella misma y su contraria. Según parece, el Estado pasó de ser una mala palabra, a ser un dios tutelar.
Pero en materia de disparates nadie puede quitarle el alto puesto que ha logrado en el ranking Felicitas Beccar Varela, ex Jugate conmigo, con su teoría de los presos liberados que, según ella, “son futuras patrullas que amenazan jueces y que los largan para tomar tu capital. Te van amenazando, no es joda.” Agrega que “el coronavirus es una excusa para cerrar la economía, cerrar las fronteras y que todos los comercios e industrias fundan para luego empezar a estatizar. Compran las empresas a precio muy barato y si no te las pueden comprar, te las sacan.”
Acorde con esta teoría, los opositores más encarnizados llamaron a manifestarse ¡contra el comunismo! Pero, según parece, la Plaza Roja con sus hermosas cúpulas pertenecientes al gótico flamígero permaneció desierta a la hora de la convocatoria. Aunque quizá sólo sea cuestión de tiempo y algún día el pueblo argentino se dé cuenta de que el segundo apellido de Alberto Fernández es Lenin. La estrategia consiste en que los medios hegemónicos y los trolls repitan y repitan disparates hasta que pasen a formar parte del sentido común. No es ni más ni menos que lo que hacen siempre. Es así como los disparates de hoy pueden convertirse en las irrefutables verdades de mañana. Si Trump, Bolsonaro y Macri ganaron una elección presidencial, todo es posible.
Por eso, riámonos que hace bien, sobre todo en estos tiempos. Pero no subestimemos el potencial valor del absurdo. Primo Levi sabía muy bien de qué hablaba.
Ideas irracionales
Mónica López Ocón