Como la mayoría de los avances tecnológicos que cambiaron la historia de la humanidad, la televisión nació como una curiosidad científica. La posibilidad de transmitir imágenes y sonido entre dos puntos distantes formó parte de la imaginación durante mucho tiempo y cuando su existencia se volvió concreta, lo hizo dentro del ámbito de la ciencia. La velocidad que el siglo XX le imprimió al progreso hizo que en pocas décadas la televisión se convirtiera no solo en el medio de comunicación más poderoso, sino también en la principal fuente de entretenimiento. Y encontró su principal motor en los mecanismos del mercado: la televisión nunca hubiera sido lo que fue sin el aporte económico de la publicidad. De abordar esa relación en la primera década en el medio local se encarga el libro Vamos a una pausa. La publicidad en la televisión argentina 1951-1960 (Ediciones Infinito), en el que el investigador Raúl Manrupe aborda el asunto de forma exhaustiva, para dar cuenta del estrecho vínculo que las transmisiones televisivas tuvieron con el mercado publicitario.
Aunque se concentra en el período citado, Manrupe retrocede hasta los primeros intentos de transmisiones realizados en el país, que tenían, como se dijo, un interés científico. Como la transmisión de imágenes fijas lograda en 1928 por el radioaficionado Ignacio Gómez; el “aparatoso modelo de TV a disco” que la empresa Philips presentó en la Exposición de Radio de 1929; o la transmisión de muestra que el Instituto de Investigaciones y Correos de la Alemania nazi realizó desde el edificio del Correo Central de Buenos Aires en febrero de 1939, meses antes de que la Segunda Guerra Mundial pusiera en pausa en todo el mundo el desarrollo civil de la televisión.
La publicidad y el origen de la televisión argentina
Como fecha para el comienzo formal de la televisión en Argentina se toma el 17 de octubre de 1951, día en el que se transmitió desde Plaza de Mayo el festejo del Día de la Lealtad. Para que eso fuera posible fue vital el aporte del pionero Samuel Yankelevich, presidente de Radio Belgrano, la más importante por entonces, quien un año antes había comprado en Estados Unidos los equipos para instalar un canal de televisión, en principio vinculado a la propia radio. Fue necesaria la inversión estatal para que el sistema estuviera completo y listo para transmitir, convirtiéndose en Canal 7. Los primeros intentos de vender publicidad para sostener el proyecto fueron difíciles, porque no existía una red de receptores suficientemente amplia (los televisores eran caros), por lo cual durante varios años la televisión permaneció a la sombra de la radio.
Con prosa clara y didáctica, Manrupe recorre el período de la publicidad en vivo, donde todo se reducía a la exhibición del producto frente a cámara, mientras un locutor o locutora vestidos de gala enumeraban sus virtudes. La televisión creció gracias a las facilidades para importar y vender los primeros televisores, y con la masividad los locutores se fueron convirtiendo en estrellas. Sin embargo, las publicidades aún mantenían aquella forma primitiva, a diferencia de la televisión de Estados Unidos donde ya eran comunes los cortos publicitarios, que por acá estaban prohibidos por el gobierno de Perón. El cambio de paradigma y el salto de calidad, tanto en el desarrollo de contenidos artísticos como publicitarios, llegarían con los canales privados en 1960, cerrando la etapa seminal. Hasta ahí llega el trabajo de Manrupe, quien se encarga de la conservación del archivo de material publicitario en el Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken. Aunque se reserva unos capítulos finales para esbozar algunos de los cambios que comenzarían a confirmarse en la publicidad televisiva en años siguientes, época dorada de la televisión argentina.«