“Una vez, cuando era niño, me perdí en el centro de Mar del Plata. Iba con mis padres, me distraje mirando algo y me perdí en la multitud. Varios minutos giré sobre mí mismo, buscándolos. Pero fue inútil. No sé cuánto tiempo pasó, pero de pronto me resigné: caminé hasta la pared y me senté en el piso –no en cualquier lado, sino junto a un vagabundo, como buscando protección en su desamparo— y misteriosamente llegó la calma. Años después le recordé el episodio a mi madre. Para mi sorpresa me dijo que nunca había ocurrido, que seguramente lo había soñado. Pasó bastante tiempo hasta que lo acepté y fue por un detalle: la serenidad con que pasé de estar perdido a sentarme junto al vagabundo se volvió incongruente. Seguramente fue un sueño, me digo desde entonces. Pero tal vez no. Y no importa ya la constatación.” Este fragmento de memoria, que acá se reproduce casi textual, pertenece al cineasta y ensayista Gustavo Fontán, y forma parte de su último libro, Maraña (VerPoder Ediciones). En sus páginas, Fontán reúne un conjunto de reflexiones acerca del oficio de hacer cine, de la forma en que la mirada se va moldeando y de qué modo la experiencia forma parte de ese proceso en permanente construcción de ver el mundo.
Como ocurre con aquel relato de infancia, en el que la realidad de la experiencia es independiente de su pertenencia al orden de lo real o al de la ficción, el cine también se vuelve una experiencia real cuando uno, espectador, se apropia de aquello que una película propone. De propiciar ese encuentro se trata ser cineasta para Fontán. Pero “antes que nada hay que aprender a ver”. Ese postulado aparece de forma repetida, siempre bajo diferentes máscaras, a lo largo de Maraña. Porque ese “ver” al que se refiere el director no se limita al mero acto de capturar una imagen con la mirada. Ver es, por supuesto, la experiencia misma de ver, pero también el acto de percibir, de dejarse atravesar por aquello que es visto y, sobre todo, de intentar dar con el lenguaje adecuado para transmitir a los demás esa experiencia sensible. Entonces un sueño (una película) puede ser tan real y afectar nuestra sensibilidad tanto como un hecho físico y concreto.
Además de Maraña, Fontán acaba de estrenar este jueves una nueva película, El piso del viento, que esta vez codirigió con la escritora Gloria Peirano, quien también acaba de publicar un libro, la novela Miramar (Alfaguara). La película transcurre en una habitación vacía, recién construida, por la que desfilan distintos personajes a los que ese espacio les va provocando distintas sensaciones, trayendo del pasado los recuerdos más inesperados o despertando reacciones que muchas veces se acercan a lo onírico.
“Nosotros habíamos construido un espacio para convivir, arriba de su casa, en lo que era un altillo que tenía formas muy extrañas, como una ventana triangular”, cuenta Fontán, quien está en pareja con Peirano desde hace unos cuantos años. “Entonces Gloria se preguntó qué pasaría si invitáramos a un grupo de personas, elegidas con mucho cuidado, confiando en su sensibilidad, para filmarlas recorriendo ese espacio que no conocían y a ver a dónde los llevaban sus pensamientos, sus recuerdos o sus emociones. Y que ese espacio aún deshabitado, como un lienzo en blanco, se convirtiera en una especie de teatro donde se reunieran todas esas experiencias, que siempre son incompletas”, agrega el cineasta, con quién Tiempo se juntó para hablar tanto de la película como del libro.
-Rasgadura, cicatriz, inquietud, perderse son algunas de las palabras que elegís en Maraña para describir, de forma traumática, distintas experiencias de la percepción. ¿Exponerse a percibir el mundo te vuelve vulnerable?
-Me parece que no es posible hacer una película sin volverte vulnerable. Sin que algo de tu emotividad, de tu percepción, quede comprometido y que ese compromiso de alguna manera sea también un reconocimiento de lo incompleto, de lo que uno no sabe, de la posibilidad del fracaso. Todas esas cosas están involucradas en hacer una película. Escribir en el lenguaje audiovisual es reconocer esa imposibilidad de hablar sobre el mundo, que por supuesto es un lugar donde uno se reconoce vulnerable.
-En alguna parte decís que hacer una película es una indagación del mundo en la que, si se tiene suerte, se ponen de manifiesto una serie de hallazgos. Pero que a veces esos hallazgos no se producen y entonces la película habla de la imposibilidad de acercarse a lo real. ¿En dónde reside esa dificultad para tomar contacto con lo real?
-Creo que es una imposibilidad de todos frente a la instancia del “decir sobre”. El cine tiene una especie de cuestión dogmática, en la que parece que se sabe cómo se hace una película, toda una cuestión de mandatos muy poderosos, y a mí me parece que la posición al empezar una película debería ser la contraria. Uno no debería saber cuál es el lenguaje para hablar de eso que queremos hablar. Es decir, que cada película nos ponga ante el desafío de encontrar los elementos formales, poéticos, que acerquen con mayor precisión aquello que queremos preguntarnos y que no está en el orden del argumento. Un argumento se cuenta de cualquier manera. Pero lo que está más allá de eso, que se sugiere más que decirse, creo que eso siempre tiene que ver con una indagación del lenguaje.
-En tus textos todo el tiempo aparecen nombres de otros artistas, de Ignacio Agüero a Juan L. Ortiz, pasando por Héctor Viel Temperley o Jorge Calvetti. ¿Qué influencia tienen las miradas de los otros en el aprendizaje de nuestra propia mirada?
-Todos esos nombres, sus películas, sus poesías, produjeron en mí un enorme impacto sensible y me dispararon un montón de preguntas. Son poéticas a las que no las pienso de forma literal en relación a cómo hacer una película, sino que rozan cuestiones que están en los horizontes, porque justamente nos ponen frente a una dificultad. Cuando por ejemplo Calvetti me dice: «vaya a mirar», me revela que efectivamente hacer una película es aprender a mirar. Algo que no se puede enseñar, pero que cuando se aprende es para toda la vida. No es algo que se toma literalmente de otro, sino que son proposiciones de horizontes: de trabajo, de posiciones ideológicas, de formas de encarar una realización.
-También citás a pescadores o boteros (recuerdo los nombres Godoy o Maldonado) que conociste filmando en el Paraná y cuyas experiencias también te ayudaron a descubrir otros perfiles de la realidad. ¿Hay alguna diferencia entre la mirada de loos artistas y las de estas otras personas, igualmente sensibles?
-No me parece que haya necesariamente una diferencia. Creo que en los artistas y en quienes no lo son puede haber miradas que nos acerquen a esa complejidad de lo real, a esa forma de maravillarse frente a eso. La diferencia está en que quien quiere hacer arte intenta encontrar un lenguaje, hay un pensamiento desplegado. Pero cuando Godoy, este pescador del Paraná, me cuenta de un amigo que se ahogó en un remanso del río y recuerda como el remanso mismo iba sacando y hundiendo el cuerpo. Lo sacaba y lo hundía, lo sacaba y lo hundía. Y eso sin dudas es un relato, ahí también hay ideas, pero que para él son naturales y que tienen que ver con el contacto con determinadas experiencias y el modo de narrarlas.
-Es casi como la descripción que Antonio Di Benedetto hace del mono muerto en el remolino, en su novela Zama.
-Tal cual. Algo así. O cuando Héctor Maldonado nos lleva por el Paraná y ve en el río cosas que uno no ve, como los cambios de las corrientes. Hay ahí un saber de lo invisible que es maravilloso, ideas que son poéticas en relación al estar en el mundo, pero que están por fuera de otros saberes y que se alejan de las cuestiones dogmáticas. Un saber vinculado a lo intuitivo.
-En el libro hay una pregunta que me hizo pensar en la película. “¿Qué sombra, qué espejo, qué habitación vacía resguardan los relatos para nosotros?” La habitación de El piso del viento efectivamente es un espejo en el que los personajes encuentran relatos que siempre hablan de sí mismos.
-Nuestra estrategia de rodaje era que las personas invitadas no conocieran el espacio y no les dimos ninguna indicación previa. La idea era que cuando entraran a esa habitación hablaran de lo que recordaran o de lo que pensaran en ese momento. Sabíamos que íbamos a grabar el impacto inicial y después cada uno iba a permanecer ahí un tiempo prolongado. Entonces Gloria hacía algunas preguntas relacionadas a lo que cada uno de ellos iba haciendo aparecer en ese primer impacto. No había preguntas preparadas de antemano. Y luego hubo un gran trabajo desde lo cinematográfico, porque con eso solo no alcanzaba. Hubo mucho trabajo de montaje, de construcción de ese relato. Para nosotros fue muy curioso ver a dónde los llevaba la experiencia y nos hizo surgir preguntas acerca del pasado. ¿Qué se hace con el pasado?
-En el libro se cuela la pandemia, cuando mencionás que mientras escribís el presidente decreta el comienzo de la cuarentena y te preguntás a dónde nos conducirá esa suspensión del relato de la vida cotidiana. ¿Encontraste respuestas para eso?
-No tengo respuestas, pero sí impresiones. No sé si cambió algo del mundo real, más bien parece que profundizó su camino feroz. Pero creo que la pandemia provocó impresiones muy fuertes en las sensibilidades. Creo que no somos les mismes y no podemos ser les mismes, porque la experiencia de la fragilidad, del dolor cercano, del reconocimiento del daño que le hacemos al planeta y de la ferocidad con la que la enfermedad nos responde, no puede no afectarnos. A mí me cuesta mucho recomponer la idea de una vida cotidiana más o menos parecida a la que teníamos. Durante dos años di mis clases en la universidad por Zoom: ¿cómo va a ser volver al aula? Todavía no sabemos cuál será la realidad que nos deje la pandemia.
El piso del viento, una película hecha a cuatro manos
-En El piso del viento hay algo que es novedoso dentro de tu cine, que es la abundancia de las palabras. En tus películas anteriores los personajes suelen ser parcos y están más signados por la acción y por la mirada, mientras que acá son verborrágicos y expansivos. ¿Qué cambió en esta película respecto de otras, además de la presencia de Gloria?
-Me parece que ese cambio se debe, justamente, a la presencia de Gloria. Porque así como tenemos una sensibilidad afín, nos parecía que la película solo iba a funcionar en el complemento. Decidimos apostar fuertemente a la palabra de los personajes, que está muy presente, y a la palabra de los textos que Gloria escribió para la película y que para ella, como escritora, eran un territorio más natural. Y sobre eso yo podía aportar algo que estuviera en el orden de la percepción, de atender a esos cuerpos y a la luz en ese espacio. Buscamos que la película fuera el complemento de ambas cosas, porque ninguna alcanzaba por sí sola para hacer El piso del viento y que había que amalgamarlas.
-La película también es una indagación, un intento por descubrir esa sensibilidad en la mirada de los otros. ¿Dirías que esa curiosidad por la percepción ajena, que tanto se manifiesta en la película como en el libro, es una constante que define tu obra?
-En mi primer corto, un documental sobre el poeta Jacobo Fijman, había una voz en off que se hacía una pregunta: «¿Qué se puede conocer del otro?» Y después decía que a veces hay un momento donde nos acercamos, pero que ese momento siempre es esquivo. Y me parece que esa pregunta tracciona en todas mis películas, aún en las de ficción. Esa posibilidad de entender que detrás del otro siempre hay un mundo maravilloso, complejo, contradictorio, misterioso. Esa idea del misterio, de lo enigmático, nos atrae mucho a Gloria y a mí, porque es un elemento de gran potencia. Aquello que nos acerca pero a la vez nos aleja, un deseo que es al mismo tiempo una imposibilidad, implica una idea narrativa y poética muy fuerte.
El piso del viento puede verse todos los días en el Cine Gaumont, Av. Rivadavia 1635.