La Feria Internacional del Libro de Buenos Aires abrió sus puertas al público el 28 de abril y hasta hoy, 8 de mayo, el discurso de inauguración que dio Guillermo Saccomanno sigue cosechando elogios y también críticas de todo tipo.
La Feria es una vidriera y una caja de resonancia no solo de los problema del sector editorial, sino de los conflictos de toda la sociedad.
Algún punto neurálgico deben de haber tocado sus palabras para producir ese efecto cuyos ecos perduran mucho más allá del momento de la inauguración.
La magnitud de la respuesta no estaba siquiera en las previsiones del autor. “Sabía que iba a producir algún tipo de alboroto –dice Saccomanno– pero no imaginé semejante repercusión. No hay inocencia en esto y menos en mi caso –dice riéndose–. Si no hay inocencia en la literatura, tampoco la hay en lo que se dice”.
Según le cuenta a Tiempo Argentino, su discurso fue minuciosamente preparado. “Apenas me llamaron y empezó la negociación –explica–, inevitablemente me puse a pensar qué iba a decir. Desde el comienzo estuve pensado cada fragmento y el orden en que iban a mencionarse determinadas cosas”.
Y agrega: “Lo coacheé con Eduardo Grüner y con Ángela Pradelli. Cuando sentí que tenía ya la primera versión se lo mandé y me respondieron ‘adelante con los faroles, no corrijas más’. Pero seguí corrigiendo hasta último momento. No pude evitarlo. Estuve hasta el final cambiando un adjetivo, un sustantivo, viendo si tal párrafo iba acá o allá”.
Aunque tenía la posibilidad de rechazar el ofrecimiento, optó por no hacerlo: “Decidí decir lo que no se dice, decidí nombrar la soga en la casa del ahorcado, hablar de la materialidad del libro. Hubo discursos muy inteligentes como el de Piglia, el marxista Piglia; discursos inesperados y valientes como el de Claudia Piñeiro. Tal vez fueron los que me dieron el envión para meterme en las cosas que venían quedando sin decir, como el dinero, que tiene que ver con la materialidad del libro en una sociedad capitalista”.
En un mundo en que el dinero es considerado algo más íntimo que el sexo, Saccomanno se atrevió a nombrar lo que se supone que es de mal gusto. “Esto lo aprendí de Andrés Rivera –afirma–. Él nunca ocultó las cifras cuando le preguntaban cuánto cobraba por libro, cuánto por el premio municipal, se mandaba y lo decía. Y eso tiene que ver con la honestidad intelectual”.
Y agrega: “Mi discurso no fue explosivo. La verdad es explosiva. Si un escritor se hace el distraído, allá él. La literatura es política. «Casa tomada» es un ejemplo claro de cómo afecta incluso un cuento de realismo fantástico o como lo quieras llamar. Una de las escenas inaugurales de nuestra literatura está en Arlt, cuando Silvio Astier roba la biblioteca. Con un libro de Baudelaire, el pibe pone la literatura en primer plano. ¿Por qué no hablar de estas cuestiones si yo robaba libros cuando era pibe? Algunos libreros se enojaron por lo que dije. Bueno, yo discutiría con los libreros cuánto les pagan a sus empleados. No hay quien no haya robado un libro, si es un lector voraz. Hoy uno de Acantilado sale 5000, 7000, 8000, 10 mil pesos. Lo tenés que comprar a crédito. No hay ningún escándalo en lo que dije. En todo caso, el escándalo son las malas conciencias. Si me pega La Nación, para mí es un elogio”.
Extrañamente, en un momento en que la figura del escritor, del intelectual, está devaluada, él logró una inusitada repercusión. “Creo que puse la situación del compromiso sin nombrarlo –explica-. Cuando escribía el discurso, pensaba en Bayer, en Rivera, en Soriano, en Viñas, mis maestros. Pensaba en Noé Jitrik. Yo me formé en esa escuela, vengo de la política aunque no con una militancia, porque creo que lo ideal es que el intelectual mantenga una posición independiente que le permita actuar como el noble tábano. El vozarrón de Viñas y el vozarrón de Bayer estuvieron presentes en mi discurso y el título, “Un oficio terrestre”, alude obviamente a Walsh. Yo tenía dos modelos literatios, el Yo acuso de Zola, que mi papá me leía en voz alta y La carta a la Junta. Lilia, la pareja de Walsh, me contaba cómo él la leyó en voz alta, la ensayó. Me propuse que lo que iba a decir tuviera valor literario. Por algo está circulando entre docentes, artistas plásticos, actores, en el piberío. Me entero de las críticas porque me lo cuentan mis hijas, pero yo ya estaba expuesto antes del discurso. Estoy expuesto con cada libro que saco. Publicar es arrojarse a los perros. En la Feria estaba frente a toda la industria, ¿me iba a callar? Si leés Clarín o las crónicas de Daniel Gijena en La Nación, te das cuenta de que los trabajadores de los diarios no me pegaron. ¿Sabés por qué? Porque, como decía Brecht, el obrero de la fábrica de cañones no es responsable de la guerra imperialista, se está ganando el mango. Los columnistas sí me pegaron, pero ellos vienen de un pensamiento liberal, de la defensa del arte por el arte, de la idea de que el dinero no existe. Creo que se enfrentaron a un discurso marxista y no lo pudieron tolerar. Si lo hubiera publicado en Sudestada o en La Izquierda Diario, que me pueden caer más o menos afines, no se habría enterado nadie. En la Feria tuvo otro valor. Fue decirlo donde había que decirlo, donde yo sabía que iba a ser escuchado. Lo que no imaginaba era tal escandalete.
Aunque se habla mucho de “los trabajadores de la cultura”, quizá lo que sorprendió es que un intelectual se asumiera como trabajador. “Enmarqué la cuestión del trabajo intelectual –dice Saccomanno–, pero esto fue hablado con Ezequiel Martínez, que es un excelente tipo. Cuando le comuniqué que quería cobrar me dijo “por supuesto”, y cuando establecí la cifra me preguntó si era en dólares, le contesté que sí, al cambio. Cobré 250 mil pesos. Trabajé en el discurso desde que me hicieron la propuesta y en el último tiempo me subsumió. Si me convocaron tienen que hacerse cargo de que me leyeron y saben cómo pienso. Cuando planteo que no hay un afuera de la cultura de la plusvalía, estoy hablando de la explotación. Si tuvo tanta repercusión es porque los damnificados se sienten afectados por la situación que denuncié”. «