El de la entrevista es un oficio que demanda múltiples habilidades y una gran pericia si se lo quiere realizar con excelencia. Pero la capacidad de convertir una entrevista en un diálogo pertenece al terreno de las bellas artes. Evidencia de eso es El Banquete, volumen publicado por la Biblioteca Nacional que incluye diez charlas que el editor, poeta y crítico Guillermo Saavedra mantuvo con destacadas figuras del ámbito cultural. En sus páginas, el autor conversa con los escritores Ricardo Piglia, Ana María Shua y Abelardo Castillo; poetas como Juana Bignozzi y Arturo Carrera; el editor Daniel Divinsky; el artista plástico Luis Felipe Noé; la humorista gráfica Maitena; el compositor Astor Piazzolla y el ensayista e intelectual David Viñas. Nombres que le confieren al libro un carácter documental.
La memoria sonora según Guillermo Saavedra
Las diez charlas tuvieron lugar en el marco del programa radial homónimo, que se mantuvo al aire en FM La Isla entre 1997 y 2005, en el que Saavedra oficiaba de conductor y artífice del diálogo. Según él mismo lo define, el programa no estaba pensado como una “puesta en cuestión insidiosa”, sino como “una celebración de la actividad de cada invitado, sin que ello implicara mi adhesión irrestricta o me negara a la posibilidad de disentir”. La decisión de tener un solo invitado por envío representaba “una apuesta a la felicidad azarosa e inmanejable de la conversación”, que le permitió mantenerse lejos de las formalidades de una entrevista clásica.
Saavedra recuerda que esa década que El Banquete estuvo al aire coincidió con la mayor crisis política de la democracia recuperada. Años en los que, afirma, “intelectuales y artistas parecían hablar desde fuera de la política”, como si les hubiera sido “arrebatada”. Alcanza con mencionar algunos de los nombres que integran el listado de columnistas culturales que pasaron por el programa, para confirmar la heterogeneidad del grupo.
Desde el artista plástico Eduardo Stupía, pasando por los escritores Martín Kohan y Sylvia Iparraguirre, los especialistas en música Diego Fisherman y Federico Monjeau o el ensayista David Oubiña, hasta llegar al crítico de cine Quintín: el arco de todas las expresiones políticas posibles, hoy tensamente cruzadas, se daban cita para dialogar enérgica, pero amorosamente, en esa burbuja de la cultura con forma de programa radial.
Pero también acierta en detectar el lado positivo que es necesario encontrar para no permitir que una crisis se convierta en una experiencia por completo estéril. “Esa desubicación común permitía intercambios más o menos fluidos entre todos los actores del campo cultural”, un escenario de avidez en medio de la sequía, cuya existencia en la actualidad resulta utópica para el autor. Es esa voracidad por el diálogo lo que, visto desde este presente agrietado, resulta sorprendente.
Un rescate de Biblioteca Nacional
Toda la riqueza de esa experiencia, ocurrida casi en secreto hace más de 15 años, podría ser hoy otro tesoro perdido entre los fantasmas de lo oral. Tal habría sido su suerte –que es la de gran parte de los archivos audiovisuales de la Argentina, un país con una pésima tradición en materia de políticas de conservación—, de no haber sido por el modo sistemático, casi obsesivo, con el que Saavedra grabó y guardó cada una de las casi 700 emisiones de El Banquete. Un acervo que encontró un hogar en la Audioteca de la Biblioteca Nacional y que se traducirá en la edición de una colección de cinco volúmenes.
Ahí se rescatará una antología de las charlas más destacadas del ciclo, a razón de una decena por tomo, de los cuales este que se acaba de presentar es solo el primero. Ya habrá lugar en los próximos para recuperar las voces de los escritores Carlos Fuentes, Marosa Di Giorgio, Héctor Tizón; intelectuales como Horacio González o Beatriz Sarlo; los músicos Leo Maslíah, Dino Saluzzi o Liliana Herrero; los artistas visuales Marcia Schvartz o Guillermo Kuitca; o artistas gráficos como Roberto Fontanarrosa o Hermenegildo Sábat, entre muchos.
En esta versión física de sus banquetes, Saavedra no solo logra darles un cuerpo de papel a esas palabras destinadas a ser llevadas por el viento, sino que consigue el milagro adicional de que se las lea como si se las estuviera oyendo. Claro que el color, la intensidad y la textura de cada voz están ausentes, pero el formato de la transcripción, que incluye indicaciones entre paréntesis que le suman un atributo cercano a lo teatral, conjura el espíritu de la conversación. De esa forma la transcripción respeta interrupciones, pausas, muletillas y hasta frases completas que carecen de otro valor que el de lo meramente incidental, pero que son usadas como un recurso dramático para recrear aquella atmósfera y convertir al lector en testigo.