La relación entre lenguaje y política que se anuncia en el subtítulo de este precioso libro de Cintia Córdoba –el trigésimo quinto de la colección “Pensadores y pensadoras de América Latina”, del sello editorial de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS) – es un viejo problema de la filosofía.

La obra de Horacio González se inscribe entera en el corazón de este problema en la medida en que constituye una prolongada reflexión sobre la capacidad del lenguaje para decir un mundo constitutivamente dislocado y rescatarlo de la cristalización de sus sentidos que procuran las lenguas dominantes, desatentas a sus injusticias y olvidadizas de las viejas luchas por su transformación.

Por eso, contra eso, el lenguaje (y especialmente la escritura) de González, dice Córdoba, insiste, excesivo y recurrente, descentrado de su función apenas comunicativa y en lucha contra la desmemoria. González escribe para volver a contar la historia del drama nacional de la Argentina, porque esa historia siempre puede decirnos algo más, porque las discusiones nunca pueden agotarse.

Y entonces González vuelve, siempre vuelve, con conceptos “insólitos” (el de ultraje, el de honor, el de conspiración, el de locura), para interrogar una vez más a los viejos textos, para liberarlos de su cautiverio en el pensamiento unidimensional de los especialistas y para darles, a cada arremetida, la posibilidad de decirnos otra cosa. Pensar es revelar, a cada nuevo envión de la escritura en la que ese pensamiento se realiza –de la escritura que ese pensamiento es–,que detrás de esos discursos monocordes y seguros el mundo sigue, siempre, deshonrado y a la espera.

Tema borgiano, o scalabriniano, que González pensaba –nos muestra Córdoba– bajo los auspicios de la idea clásica y severa del destino. Esta última palabra, peroniana y peronista, plantea un conjunto de problemas fundamentales en el pensamiento de González, porque lo que ese destino puede ser nunca lo sabemos antes, sino que se presenta siempre a posteriori, “en una especie de ojeada retrospectiva que va entramando los distintos puntos de decisión personal con la urdimbre de la historia colectiva”.

González y la forja del sujeto colectivo

Se trata pues de pensar las vidas y la propia vida, y se trata de pensar las épocas y su sucesión. No bajo la forma antipolítica del arrepentimiento por lo que se hizo o por lo que se fue en un tiempo otro que se querría terminado y que nos reclama esa contrición como condición para mantenerse lejos, sino bajo el modo político de la pregunta por las condiciones para la forja, en esa misma secuencia de los tiempos, de un sujeto colectivo, de un nosotros.

Aunque tal vez ese “nosotros”, en González, haya sido siempre menos un objetivo que un supuesto. En efecto, se piensa entre los otros y con los otros, y por eso se puede también leer a esos otros con los que se piensa para incorporar lo que se lee a un razonamiento propio. González lee a Agamben, escribe “Lo que Agamben quiere decir…” y lo mejora. Exceso de la lectura que completa el de la escritura: González, escribe Córdoba, decía mejor lo que leía en los demás, lo que los demás, tal vez, ni siquiera habían pensado.

Foto: Pedro Pérez

Esto es, claro, una locura. “Pero no deja de haber método en ella”, como célebremente dictaminó cierto necio consejero de tinta y de papel del que ya se había ocupado González en algún pasaje de La ética picaresca. Y ese es quizás, en el fondo, el tema de este libro: las características de un método que, locura de leer y locura de escribir, no deja de insuflarles nuevas vidas a los textos y nuevas posibilidades a la historia.

La locura, glosa o cita Córdoba a González, es un modo de trato con los textos entre los cuales el que lee y escribe busca (y consigue González en medio de la maraña de textos de la cultura nacional, y consigue Córdoba en medio de la madeja de los textos de González) construir su propia voz.

Glosa o cita: el gonzaliano recurso de Córdoba de eliminar las doctas comillas de apertura y cierre de los extractos de los textos que convoca, destacados apenas, en cambio, a través del uso de letras bastardillas, diluye la diferencia entre esos expedientes y da particular fuerza a su ejercicio. Pensando “en la estela” –dice–de lo ya pensado, Córdoba nos regala en este libro una sutil mirada de conjunto sobre una obra extraordinaria.