Primero destruyamos la mitología. Allen Ginsberg no es un mito. No es esa figura que muchas veces queda reducido al cliché del poeta barbudo, hippie, puto y drogón que integró la santísima trinidad beat junto a Jack Kerouac y William S. Burroughs. Eso sería como satisfacernos con un solo fotograma de una película monumental. Ginsberg es un personaje mucho más mutante, atrapante, poliédrico y sobre todo fascinante que una estatua erecta sobre puras leyendas.
La antología Ginsberg esencial, a cargo del editor Michael Schumacher, permite zambullirse de cabeza en la obra variopinta de uno de los poetas cardinales (¡no tengan dudas!) del corto siglo XX. Más de 500 páginas que congregan los poemas, ensayos, entrevistas, canciones, cartas, diarios y hasta fotografías paridos por este escritor, profesor, ensayista, budista, letrista y fotógrafo revolucionario. Un hombre digno del Renacimiento.
El grueso volumen reúne desde sus piezas poéticas más populares hasta la temprana poesía en prosa de finales de los años cuarenta. También joyas incunables. El exquisito “La hora del almuerzo del albañil” del verano de 1947 pertenece a ese período germinal. Obviamente que no faltan clásicos como “América”, “Sutra del girasol”, “Por favor, Amo”, “Confesión del ego”, “Sutra del vórtice de Wichita”, “Kaddish” y su eterno “Aullido”. La última frase del prólogo a Howl and Other Poeam, escrito por William Carlos Williams, mentor de Ginsberg, es una invitación para lectores de toda estirpe, imposible de rechazar: “A arremangarse las polleras, señoras: vamos a entrar en el infierno.” Una línea tan reveladora como la primera nota larga del largo aullido: “Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas, / arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo.”
La antología no se acota a la obra poética y extiende sus fronteras a los ensayos, correspondencia y diarios que Ginsberg dedicó a sus experiencias con el LSD y el ayahuasca, su expulsión de la Cuba revolucionaria, sus admirados Whitman y Blake, la prosa espontánea, su nomadismo imperecedero, la sangrienta Guerra de Vietnam, la Generación Beat, confesiones a compinches como Neal Cassidy y a su pareja Peter Orlovsky y por supuesto el budismo. Un auténtico viaje al corazón de la contracultura de las últimas ocho décadas.
El cierre del libro está dedicado a la faceta de fotógrafo que exploró también Ginsberg. Incluye el memorable retrato de Kerouac, inmortalizado en una terraza del Lower East Side neoyorquino; Burroughs en el ala egipcia del Met; Cassidy enamorado en San Francisco; Gregory Corso matando el hambre en un ático parisino; y el veterano malandra Herbert E. Huncke, que con 76 pirulos mira altanero el lente con cara de pocos amigos, como siempre.
Las últimas palabras de esta reseña, sin dudarlo, son para el poeta. En la llamada “Entrevista sobre el oficio”, publicada en 1970 en el New York Quarterly, ante la pregunta sobre el sentido de la alegría y la libertad en su escritura y lecturas, Ginsberg improvisa una respuesta que ilumina el presente: “La escritura misma, el mismo acto sagrado de la escritura, cuando uno hace algo de esa naturaleza, es como una plegaria. Cuando el acto de la escritura se hace sacramentalmente, se sostiene durante unos minutos, se convierte en un ejercicio de meditación que provoca un recuerdo de una conciencia del detalle que es una aproximación a la alta conciencia. A una elevada mente epifánica. Por decirlo de otro modo, la escritura es un yoga que invoca a la mente del Señor. Si uno se entrega a una escritura que le ocupa el día completo va avanzando cada vez más y más hacia el interior de su propia conciencia central.” Y no hace falta decir ni una palabra más.