Como sucede todos los años por esta fecha, las expectativas sobe quién sería el ganador serían muchas. El 21 de octubre, la Academia Sueca se expidió: Gabriel García Márquez, un escritor colombiano era el flamante ganador del Nobel. El Premio la sería entregado, como es habitual, en el mes de diciembre, más precisamente el 10 de ese mes.
De allí en más, la vida de García Márquez como no podía ser de otra manera, se transformó y, como es habitual en estos casos, se engrosó la fila de los admiradores, pero también y de manera significativa, la de los detractores.
Es que en el mundo de los intelectuales, la consagración definitiva suele tener mala prensa por considerarse que tiene un tufillo oficialista. ¿Qué significaría, en este caso, ser “oficialista”? El oficialismo literario consiste, para muchos, en considerar que un escritor exitoso es siempre cooptado por las instituciones y por “el colosal éxito de críticas y ventas” (César Aira dixit en Diccionario de autores latinoamericanos). La consecuencia es, según esta postura, la domesticación de su escritura y las concesiones al mercado.
Así, del mismo modo que Cien años de soledad, sin duda la obra máxima de García Márquez, deslumbrara tras su aparición, luego se convirtió de acuerdo con la opinión de cierta parte de sus colegas, en un artefacto literario sospechoso de latinoamericanismo para europeos. Por su parte, al autor se lo acusó de ser una suerte de monopolio poseedor de la máquina más eficiente para fabricar embustes bajo la marca de “realismo mágico”.
Sin embargo, así como en Colombia se utilizó el galardón para consolidarse como la cuna del Nobel y también para promover el turismo, Argentina no dejó de señalar que Cien años de soledad se publicó por primera vez en una editorial de Buenos Aires, Sudamericana, en mayo del 1967.
Avatares propios de la consagración, García Márquez saltó a la fama mundial y fue criticado por muchos de sus colegas que reconocieron en su realismo mágico una suerte de cliché concesivo para ganar lectores.
Contra García Márquez
En su discurso de aceptación del Nobel, García Márquez reivindicó el realismo mágico como una tradición nacida en el momento mismo en que los cronistas de Indias comenzaron a mirar a América con ojos recién estrenados.
“Antonio Pigafetta dijo, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara.”
“Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen”.
Y agregó: “La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial.”
“El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina”.
De este modo, el escritor colombiano establecía la tradición de la que descendía e instauraba su realismo mágico como simple capricho literario sino como una arista constitutiva de la propia realidad cuando de la observa desde una perspectiva no automatizada por la costumbre.
Las críticas a García Márquez no se refirieron sólo a su escritura. El escritor cubano Reinaldo Arenas, quien marchó al exilio por sus disidencias con el gobierno de Fidel Castro y se suicidó en 1990 en la ciudad de Nueva York, lo llamó “esbirro y burro” por su tolerancia hacia los “crímenes del castrismo”. Arenas tampoco le ahorro críticas en el mismo sentido a Julio Cortázar.
En el mismo sentido se expresó la escritora estadounidense Susan Sontag respecto de su actitud frente a Cuba en una exposición en la Feria del Libro de Bogotá. Esa vez, la intervención de Sontag tuvo una réplica del propio García Márquez a través del diario El tiempo de Bogotá. «No podría calcular la cantidad de presos, de disidentes y de conspiradores que he ayudado, en absoluto silencio», afirmó el Nobel además de manifestar su absoluto repudio a la pena de muerte. Pero sus declaraciones no acallaron las críticas de Sontag, que se prolongaron a través del tiempo.
Por su parte, el escritor chileno Jorge Edwards dijo de Gabo: «Es un gran novelista, pero un mediocre político».
Si bien Octavio Paz y García Márquez sostuvieron en algún momento una gran amistad, ésta se fue desdibujando con el tiempo debido a que Paz lo acusó de ser excesivamente simplista en sus posturas como lo habrían demostrado sus declaraciones acerca de diferentes suceso políticos.
También se le criticó su cercanía con hombres del poder. El escritor chileno Roberto Bolaño dijo que García Márquez era «un hombre encantado de haber conocido a tantos presidentes y arzobispos».
Si bien estas críticas no eran específicamente contra sus literatura, resulta difícil separa la figura del escritor de la de su producción.
Según Bolaño, la mayor lección de literatura de García Márquez fue fue recibir al Papa de Roma en La Habana, calzado con botines de charol, García, no el Papa, que supongo iría con sandalias, junto a Castro, que iba con botas. Aún recuerdo las sonrisas que García Márquez no pudo disimular del todo. Los ojos entrecerrados, la piel estirada como si acabara de hacerse un lifting, los labios ligeramente fruncidos, labios sarracenos habría dicho Amado Nervo muerto de envidia”.
El escritor Fernando Vallejo, por su parte, afirmó que Cien años de soledad es un plagio de Balzac “escrito en una prosa bastante pobre”.
Pier Paolo Passolini también fue uno de los detractores de García Márquez. Dijo en un artículo acerca de Cien años de soledad: “Se trata de la novela de un guionista o de un costumbrista, escrita con gran vitalidad y derroche de tradicional manierismo barroco latinoamericano, casi para el uso de una gran empresa cinematográfica norteamericana (si es que todavía existen)”.
“Los personajes son todos mecanismos inventados- a veces con espléndida maestría- por un guionista: tienen todos los “tics” demagógicos destinados al éxito espectacular”.
Y agregó: “Márquez es sin duda un fascinante burlón, y tan cierto es ello que los tontos han caído todos. Pero le faltan las cualidades de la gran mistificación, las cualidades que posee, como para dar un ejemplo, Borges (o en menor escala Tomasi di Lampedusa, si Cien Años de Soledad recuerda un poco al Gattopardo aún en los equívocos que ha despertado en el pantano del mundo que decreta los éxitos literarios)”.
Más allá de que las críticas a García Márquez sean certeras o no, lo cierto es que los pronunciamientos ya sea a favor o en contra tienen siempre un peso menor que la propia escritura de un autor. Y, en este sentido, la última palabra la tendrán siempre los lectores aunque sus consideraciones no sean unívocas. Pero el hecho mismo de que una obra como Cien años de soledad haya generado tantas críticas y adhesiones es una señal clara de que se trató de un libro ante el que nadie permaneció ni permanece indiferente.