No te alarmes, infortunado lector, si cuando empezás a leer esta página sentís que la habitación en la que te encontrás se enfría de golpe. No mires hacia la puerta en busca de una salida cuando todo se ponga negro y sin aviso la angustia te apriete el pecho. Siempre es mejor mantener la calma, porque eso que se acerca, inexorable como el destino, es el demonio en persona. Que, sí, existe y de nuevo anda suelto entre los libros, agazapado entre las páginas de La misa de los suicidas 2, de Pablo Forcinito.

Ahí espera con paciencia, para arrebatarle el alma a los lectores que se atrevan a recorrerlas y llevársela consigo, de vuelta al infierno. De nada te van a servir los ruegos y lamentos, no le des el gusto de mostrarte así humillado, porque la verdad es que no hay salvación para quien osa aventurarse en los textos oscuros. Por eso, si sos uno de ellos no te alarmes, ya no hay nada que puedas hacer: serás condenado. Estás advertido, el miedo anda suelto otra vez entre los libros y Forcinito tiene la culpa.

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La saga de Forcinito

Con la publicación el año pasado de la novela La misa de los suicidas (Editorial Metalúcida), este escritor nacido en Lanús le mostró a los aficionados del terror que debían estar atentos a los libros que llevan su firma. La forma en que ahí lograba articular dentro de un relato de tono clásico los elementos más oscuros de la tradición cristiana, sobre el escenario reconocible de un pueblo de provincia perdido en algún lugar de la Argentina rural, le aseguraba no pocos momentos de inquietud a los amantes del género.

Con la aparición de este segundo volumen, La misa de los suicidas devino saga, para ampliar su universo y llevar todavía más lejos esta historia de horror folk, en la que el mismísimo diablo se apodera de aquel pueblo a fuerza de milagros y favores que cuestan demasiado caros.

El primer libro cuenta la historia de Gómez, el borracho del pueblo de Reyes, desaparecido 26 años antes, quien regresa durante la celebración del carnaval, la más pagana de las fiestas cristianas. Por un lado vuelve igual, como si el tiempo no hubiera pasado para él, pero también cambiado, porque ahora es capaz de realizar pequeños y grandes milagros con los que se va ganando la devoción de sus viejos vecinos. Solo el padre Gabriel, el joven párroco que mantiene una vieja deuda con Gómez, sabe que su regreso no es posible sin la intermediación de lo sobrenatural.

Y, como suele ocurrir, saber demasiado no es lo mejor que puede pasarle al protagonista de un relato de terror. El libro termina con su desaparición en las cercanías de una ciénaga siniestra y la iglesia del pueblo quemada por los habitantes de Reyes, con una periodista porteña atrapada en el interior.

La misa de los suicidas 2 retoma la acción exactamente ahí, y, como la novela anterior, vuelve a estar narrada en primera persona. Con un cambio significativo: si en la primera parte todo el relato correspondía a la voz del padre Gabriel, ahora el punto de vista se irá alternando entre Gómez y Olivia, la joven reportera. Por un lado, él confesará su connivencia con lo maldito y logrará consolidar su poder. Por el otro, ella logrará salvarse sin un rasguño del incendio, como si se tratara de un milagro, pero al regresar a la ciudad deberá padecer el acecho del mal.

En ambos personajes se reflejan arquetipos clásicos de la mitología cristiana. Gómez representa al hereje que pacta con lo infernal y Olivia a la santa inocente a la que el propio Satanás acosa en su claustro, llegando a manifestar en su cuerpo algún tipo de estigma.

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Pablo Forcinito

Forcinito narra con economía y precisión, utilizando como plataforma los ritos y las tradiciones del cristianismo para construir una atmósfera aterradora. De modo tal que si el primer relato tenía al carnaval como telón de fondo, esta vez será la Navidad la que aporte sentido religioso al nuevo texto. Por otra parte, en La misa de los suicidas 2 el autor se vale del juego formal del doble narrador para que ambas líneas del relato vayan creciendo de forma sincronizada hacia el clímax.

Un montaje paralelo que además confirma el color cinematográfico de su prosa, repleta de escenas macabras que inevitablemente el lector también va montando en su cabeza, como si se tratara de una de esas películas que lo obligan a taparse los ojos, para terminar inevitablemente espiando entre los dedos.