«Las palabras son más que un cuerpo: / el sonido / llama al diablo / que duerme en cada una / no hay modo de descifrar / si la locura se ocultará en algún pliegue / pero ni el miedo me salva / del vicio de verlas llegar.», dice Fernanda García Lao en Carnívora, el libro de poesía recientemente editadopor la Editorial de la Universidad de la Plata (Edulp). Como en su narrativa, García Lao, literalmente, «les pone el cuerpo» a las palabras, quizá porque, como ella misma lo dice, las palabras también son un cuerpo y por lo tanto son capaces de ocultar la locura en algún pliegue, de lastimar, devorar, acariciar, deglutir…
Carnívora es su primer poemario publicado, porque mientras no consideró que se identificaba y se reconocía en los poemas, estos durmieron el sueño de los justos en el cajón de su escritorio. Mientras tanto, ella seguía investigando y probando en el laboratorio de la lengua (palabras de Hernán Ronsino) nuevos menjunjes y pócimas secretas, haciendo caldo de palabras en el caldero de una bruja, agregándoles plumas de búho a los verbos y moliendo los sustantivos en un mortero de piedra para que sus sentidos se dispersaran en el viento hasta que consideró que sus poemas estaban en condiciones de salir de la cueva.
Casi en simultáneo con la aparición de su poemario, se reeditó Muerta de hambre (Emecé), novela escrita y publicada originalmente en 2005, que estaba totalmente agotada. El hecho de leer dos libros de géneros distintos escritos en épocas diferentes resulta un buen ejercicio que permite comprobar que la materia con la que escribe García Lao sale de un mismo laboratorio pero que quizá una fórmula no revelada las ha dotado de la posibilidad de vivir en géneros distintos sin perder su esencia.
Hay algo, orgánico, devorador, carnal en tu escritura. Podría decirse metafóricamente que hacés una literatura no vegetariana. Sin embargo, sé que periódicamente dejás de comer carne.
Sí, muchas veces he dejado de comer carne y siempre he vuelto, la última vez porque tenía una anemia bestial. Y lo hice con toda la conciencia de lo que estaba devorando. La opción era inyecciones o hígado, y el hígado es tremendo, un espanto, pero más orgánico que una inyección. No me gusta medicarme. No soy adepta a la medicina tradicional ni a ninguna otra. Creo mucho en la potencia del cuerpo y en lo que el cuerpo tiene que decir. Por eso es mejor no taparlo, sino dejar que se revele.
No es algo que tenga que ver con la salud, sino una actitud literaria.
Sí, tal cual, es un gesto poético. Mi actitud con todos los actos de la vida es literaria. Por otro lado, creo que la palabra es un cuerpo. Recuerdo de chica haberme quedado hipnotizado con esto de que en el principio fue el verbo, como si la palabra hubiera puesto en funcionamiento el mundo, la existencia. Supongo que la palabra me ayudó a crear mi propia identidad, que se vio bastante tajeada con los exilios involuntarios. No sabía quién era yo y la ficción me parecía más real que lo que me pasaba.
¿Por qué tuviste varios exilios?
Los exilios no se gestan de un día para otro, son proceso, valga la palabra espantosa. Soy hija de una española y un argentino. Mi madre fue la primera que estuvo fuera de lugar cuando se quedó acá y nacimos nosotras. Había siempre una tensión entre esos dos lugares. Íbamos a España bastante seguido. Ella tenía la necesidad de regresar. El viaje comenzó en el ’74 porque mi padre era el productor de los noticieros de Canal 7 de Mendoza. Isabel estatizó los medios y mi padre se quedó literalmente en la calle. Entonces mis padres comenzaron a fantasear con irse. Luego los acontecimientos tomaron una velocidad inesperada y en 1976 a mi padre le ofrecen dirigir la carrera de periodismo a cambio de marcar docentes que trabajaban allí. Le mostraron la lista donde él estaba limpito. Él se negó y lo dejaron encerrado en dependencias militares para que lo pensara. Insistieron y él se negó tres veces. El primer día del golpe se lo habían llevado a Antonio Di Benedetto, que era compañero de mi padre, del diario Los Andes de Mendoza y las perspectivas eran negras. Cuando logró salir del círculo vicioso del vuélvalo a pensar y preferiría no hacerlo llegó a casa y dijo nos vamos. Hubo que vender la casa. El comprador pagó una parte en plata y la otra con un departamento y nos fuimos con esa plata y el departamento quedó. En España mi padre no tenía contactos, no conocía a nadie. Empezó a colaborar en Radiotelevisión española y luego en El País, donde escribió una reseña de Zama. Mi madre vendió el departamento y todos los objetos que no eran imprescindibles quedaron en la casa de mi abuela, que una mitad estaba contruida en adobe. Nuestras cosas quedaron en la parte de adobe y cuando fue el terremoto de Mendoza, esa parte se derrumbó, literalmente, sobre nuestra historia. No quedó pasado. El único vestigio estaba en lo que nos habíamos llevado. Mi padre murió en un accidente. Yo viajé una vez a la Argentina, pero no me adapté. Ni siquiera pude ver a mi abuela porque en mi familia todos son literarios y mi tía había hecho un relato en espejo de Cortázar y había escrito cartas como si fuera mi padre para no decirle que él había muerto. Creo que por mi historia estaba condenada a la escritura. Volví a Madrid pero no encontré allí nada de lo que había dejado. Para mí, regresar a la Argentina era volver al padre y mi padre era la escritura, la palabra y la comunicación. Ya no tenía patria ni padre, pero tenía palabra. Mi cuerpo era mi único espacio propio. Estudié actuación y danza clásica y así mi cuerpo se convirtió en mi primer instrumento. No sé por qué se empataron el cuerpo y la palabra. No sé si esto ya estaba o se produjo cuando regresé. Yo ya tenía una fascinación por el objeto libro. En mi casa había una gran biblioteca alimentada no solo por mi padre, sino también por mi madre que es poeta. Creo que lo primero que leí fue teatro. En casa jugábamos a escribir obras. Y en el teatro, la tragedia pasa por el cuerpo. Pero fue muy liberador dejarle ese espacio a la palabra pura. Sentía que debía hacerme a un lado y que las cosas se dijeran sin mí, si es que eso fuera posible. Y, sí, hay cierta furia en mi decir, como si necesitara decir que estoy viva, estoy acá. El género poético me da la posibilidad de evadirme del personaje, de la instancia más ficcional y aprovechar ese otro costado de enorme potencia, oscuridad y brillo que encuentro en la palabra.
¿Cómo fue el proceso de escritura de Carnívora?
Te diría que se fue escribiendo. Nunca estoy con un solo proyecto. Ahora estoy escribiendo otro libro de poesía, a la vez corrigiendo una novela y también tengo cuentos. No puedo separar, para mí es todo parte de lo mismo, es como un laboratorio abierto. Voy depositando las cosas que voy encontrando en distintos lugares, algunas van en tubitos de ensayo y otras en cacerolas enormes. Lo que tiene la poesía es que es como un regreso a mí porque es en primera persona. No sé cómo abordar los poemas colectivos. En la poesía hay algo de la intimidad y de la sorpresa. Lo que me pasa con la poesía es que las palabras me aparecen ya engarzadas.
Es distinto del trabajo de picar piedra de una novela.
Sí, y es algo de la inmediatez, como si dibujara a mano alzada con un carboncillo. Lo otro requiere otro trabajo, otro despliegue, hay perspectivas. En la novela hay que ponerse a laburar más espacialmente. La poesía me da permiso para no ser lineal, para no tener que seguir una trama. En realidad, para mí las tramas casi siempre son excusas, y liberarme de la excusa es escribir sin red y con el vértigo que da la miniatura porque al poema hay que resolverlo de inmediato, si bien uno luego regresa a él. Claro que hay algunos más jodidos que otros. Si bien me dejo llevar muy locamente detrás de la palabra y me gusta darme el permiso de lo automático surrealista, creo mucho en la instancia de la corrección. Cuando puedo desplegar lo que tengo luego vuelvo con un afán más racional a quebrar algunos huesitos a cortar, a ver. Me gusta sentir que es algo plástico lo que hago. Me gusta que no se cristalice. Siendo atea, creo que en la poesía hay algo del orden de lo místico. Lo doméstico no me sirve para hacer poesía a no ser que esté atravesado por el extrañamiento. Me gusta pincelar en el claroscuro porque para que haya luz tiene que haber oscuridad y viceversa.
Aunque fueron escritos con mucha distancia temporal, tanto en Muerta de hambre como en Carnívora se percibe una escritura hambrienta.
Es que yo asocio el hambre con el deseo porque, si no tenés deseo, no podés escribir. La actitud de cualquier artista es una actitud de hambre que no se aplaca. Recuerdo que cuando salió Muerta de hambre me hablaban sobre la obesidad y yo no estaba hablando de eso, no sabría hacerlo. Tampoco me impuse un tema. Simplemente se presentó ese personaje y yo intenté dotarlo de mis propias preguntas en relación con la forma, cómo la forma define. En ese momento supe más que nunca del hambre. Después uno olvida aunque continúen latiendo determinadas cuestiones que luego aparecen en el siguiente libro. Cada libro es una incógnita a resolver. Me preguntaron si Muerta de hambre era una crítica al maltrato sobre el cuerpo femenino y yo ahí no hago distinción de género porque la desesperación no tiene género y la literatura tampoco. Con esa novela me pasó algo muy curioso. Me había quedado con un solo ejemplar porque se había agotado y a veces me lo pedían y no tenía ninguno para dar. Busqué en Mercado Libre y encontré un ejemplar a la venta que avisaban que estaba muy subrayado y con anotaciones al margen. Obviamente no pude resistir la tentación de ver los subrayados y anotaciones y lo compré. Es la revancha del escritor, que es leer la lectura que hicieron sobre su libro (risas).
¿Y cómo fue la experiencia?
Habían borrado con Liquid Paper el nombre del lector, del dueño. Hice la lectura a través del subrayado y terminé bastante perturbada. Uno sabe que cuantas más interpretaciones tenga un texto, más interesante es. Pero ese subrayado era de una tristeza apabullante.
¿Por qué? ¿Cómo pudiste detectarla?
Porque todo lo que yo había construido en relación con ese universo, esa trama, ese personaje había quedado reducido a la mínima expresión. Era el relato de una soledad absoluta de una mujer que lo había perdido todo, que había sido amada y traicionada, y que estaba esperando para morir. No había vestigio de ningún humor porque no había subrayado nada que tuviera humor. Incluso había tachado algunos párrafos, había editado el libro según su parecer como si dijera esto no va y esto sí. Lamentablemente nunca pude descifrar la letra de las anotaciones al margen. La mujer que me lo vendió me dijo: Hay una idea que me carcome: necesito saber si vos sos la autora. Y claro, yo ya estaba requemada con la dirección de mi mail en el que se notaba que era García Lao, de modo que no pude mentir. Fue un acto un tanto obsceno pero me pareció que le daba un sentido muy interesante a esto de releerse a través de la mirada del otro. Porque una vez publicado, el libro ya no es de uno.
¿La persona que te lo vendió era la dueña del libro?
Supongo que sí, de lo contrario no le hubiera carcomido la curiosidad. Lo que pasa es que cuando fui a buscar el ejemplar me atendió un hombre y no la mujer con la que había intercambiado mails y supuse que era ese hombre el que no la amaba (risas). Me armé otra historia paralela. Creo que Carnívora podría ser la lectura desesperada de alguna de mis otras novelas.
Tus poemas son una suerte de planta carnívora que tiene algo de bello y algo de siniestro.
Sí, eso de lo bello y lo siniestro resuena en mí. Me acordé de Baudelaire en Una carroña, de cómo él lograba poesía a partir de lo más espantoso. De la tumba de Baudelaire me robé una flor. Es una flor de plástico, espantosa, gruesa como si hubiera mordido algo y hubiera quedado capturado en ella. Creo que mi lectura de Baudelaire tiene mucho que ver con lo que yo entiendo por poesía. Supongo que las primeras lecturas de alguna manera marcan las rutas que hay que tomar y las que no, pero para mí esa contradicción entre el espanto y lo bello funciona como modelo a seguir. Creo que lo siniestro está en todos mis textos, pero no aparece como una amenaza sino como parte del hecho de estar vivo. Me acuerdo muy seguido del cuento de Borges «El inmortal». Creo que no hay mayor vitalidad que la de un entierro.
¿Por qué?
Porque hay un deseo de sacarse pronto de encima el asunto de la muerte para no contagiarse de ella.