La guerra de Malvinas encarna una singular paradoja: es un hecho lejano en el tiempo, pero cercano en los imaginarios sociales. A días de cumplirse el 40º aniversario del conflicto bélico, las siluetas de las islas vibran en todos los rincones del país y en toda clase de lugares, desde monumentos y murales hasta tatuajes o locales de comida. Sin embargo, los interrogantes también se hacen eco aún hoy, especialmente en torno a las memorias y las ausencias que el combate causa.
Uno de los nombres que más ha aportado para visibilizar estas experiencias es Federico Lorenz, historiador, novelista y docente, director del Museo Islas Malvinas y Atlántico Sur entre 2016 y 2018. Recientemente ha publicado Para un soldado desconocido (Adriana Hidalgo), novela donde explora desde una multiplicidad de voces las ausencias que produce la guerra como desborde, como suceso que no solo impacta en el campo de batalla sino que también marca las vidas de todos aquellos que están cerca de sus protagonistas.
–Tenés una extensa trayectoria como historiador, especialmente en el tema Malvinas. ¿Cómo es tu acercamiento a la ficción?
–Además de ser historiador, escribo ficción. De hecho, me gusta mucho más definirme como “escritor” que como “historiador y novelista”. Soy ambas cosas, y esos recorridos se enlazan con el resultado de una obra escrita que, sobre Malvinas, como decís, ha ocupado buena parte de mi vida personal y profesional. Por otra parte, a lo largo de toda mi carrera siempre me preocupó el estilo, que cualquier cosa que narrara (en el registro que fuera) resultara agradable y amena, interesante. La escritura académica, al menos desde mi perspectiva, no necesariamente tiene esa prioridad, entre otras cosas por los criterios de validación del sistema científico. Para mí, lector desde muy chico, “investigar” derivaba en “escribir” o “contar”, en un libro o una clase. Entonces, en esta coyuntura, después de tantos años dedicados a “Malvinas”, la ficción emergió casi con naturalidad: era una manera no solo de ubicarse en términos de eficacia en la discusión sino, sobre todo, de pensar desde dónde quería contar una historia. Cuál era mi humor y mi pensamiento sobre la guerra y la posguerra, y cuál el vehículo más adecuado para expresarlo.
–Para un soldado desconocido toma 31 voces que forman un tejido y reconstruyen parcialmente una de las muchas experiencias de la guerra. ¿Qué te llevó a articular ese recorrido que inicia con «las rocas» de las islas?
–En primer lugar, esta idea de que hay cosas preexistentes a nosotros, reponer alguna temporalidad a lo que consideramos como esencial: los escenarios que ven pasar a las sociedades, a sus mujeres y hombres, a los que hacen. Malvinas es un lugar antiguo, pero tocado por una marca cercana. El vínculo con los muertos, encarnado en la madre del Negro, el soldado cuya vida es el eje de la novela, es otra esencialidad. La de la vida, la de la muerte, la de los lazos entre las personas. Y de ahí pasamos a las voces diferentes para contar “una” historia, que es única solo en apariencia. Cada uno de esos fragmentos que componen un todo podrían a la vez desplegarse en otras tantas narraciones. Y eso es reproducir, de alguna manera, la forma en la que uno se sumerge en un tema. Quería, con una estructura sencilla, con relatos condensados, advertir sobre la complejidad que implica “Malvinas”, las múltiples capas que tiene el tema.
–Tu novela se corre de la perspectiva que asume a Capital Federal como el centro del país y mira la guerra desde localidades como Pigüé, Comodoro Rivadavia e incluso las islas. ¿Qué motivó tal enfoque?
–Es que la guerra tuvo por epicentro las islas Malvinas, y como círculos concéntricos, esa intensidad fue expandiéndose hacia el litoral patagónico, hasta llegar al Norte que, paradójicamente, es donde se acuñaron los relatos emblemáticos para pensar la guerra. En el Sur estaban las bases aéreas, los hospitales, las barracas, los muelles. Allí se hacían los oscurecimientos, los simulacros de bombardeo. Por los puertos patagónicos, sobre todo Madryn, regresaron los prisioneros argentinos. El vínculo con la guerra es mucho más íntimo, como lo era con las islas antes de la guerra. Esto no quita que la guerra sea sentida allí donde hubo jóvenes que fueron a combatir, como el pueblo del Negro, pero sin duda son situaciones más aisladas frente a un clima más general. Por eso el sentimiento de las familias con soldados en el frente, de alguna manera, quedó confinada a ellas solas. Y por eso, como los relatos se escribieron en los medios “del Norte”, cuando terminó la guerra, fue como si se apagara la televisión para miles de argentinos, no así para aquellas y aquellos tocados por la guerra de esta manera que comento.
–Hace algunos años publicaste Montoneros o la ballena blanca, texto que iniciaba en el marco de la «guerra antisubversiva» y concluía en Malvinas. ¿Cómo se enlaza Para un soldado desconocido con tu producción literaria previa?
–Creo que de a poco me he podido liberar de algunas limitaciones inconscientemente autoimpuestas como historiador. No reniego de mi preocupación por la verosimilitud, porque en todo caso, es una marca de estilo. Tampoco del registro sensible, o esa mirada melancólica, pues así me vinculo con mis temas de investigación. Pero la ficción me da la posibilidad de ser más libre a la hora de escribir, y entonces Para un soldado desconocido hoy marca cómo me relaciono con aquel que quería investigar para escribir porque siempre había disfrutado leer. Creo que la elección de esta estructura formal en esta novela tiene que ver también con una posición frente al mundo: entender que es complejo, fragmentario, que vale la pena escuchar, que puede haber algo muy potente que dejamos pasar por ser sectarios. Entonces, si pienso en el actual clima de enfrentamiento entre nosotros, pero también global, mi novela es anticlimática también por eso, porque llama al silencio reflexivo antes que al grito fácil.
–A 40 años de la guerra, ¿cómo ves el momento presente?
–Creo que vivimos en un momento en el cual asoman no solamente las consecuencias psicológicas, físicas y económicas de la pandemia (y de procesos más largos), y ese malestar puede encontrar en el recuerdo de la guerra de 1982 en una clave autocelebratoria, una suerte de reparación. Creo que los únicos quienes la merecen son los excombatientes, sus círculos afectivos, los más directamente afectados por el conflicto. Pero va a ser difícil que ante una carencia tan grande de buenas noticias, la conmemoración no sea una posibilidad de autocelebrarse. Denunciar al imperialismo, reivindicar el compromiso de la sociedad con sus soldados, apelar a imágenes patrióticas, etcétera. A eso llamo yo grito fácil, que tiene su correlato en repetir consignas como si fueran mantras, tanto interna como externamente, sin que tengan resultados prácticos visibles. El silencio reflexivo es incómodo: obliga a pensar qué hicimos mal, qué debemos aún reparar… pero a la vez, puede ser un silencio que obligue a ser creativos, a imaginar otras estrategias en relación con las islas y la Argentina. No estaría mal incomodarse un poco, hay gente que en nuestro nombre la pasó muchísimo peor. Quizás en esa incomodidad encontremos otras formas de pensar las cosas. Eso requiere alguna audacia intelectual, porque somos un país herido que busca reflejarse en un pasado imaginado que le queda grande.
–Una idea que atraviesa tanto tu producción como tu labor docente es la necesidad de advertir aquellos lugares comunes que muchas veces se dan por naturales. ¿Qué te gustaría que «escritores» futuros añadan a la reflexión?
–Creo que lo que más me gustaría es que futuros escritores añadieran, precisamente, la pregunta acerca del futuro. Que incorporen en sus preguntas, en sus intervenciones, las preguntas de los más jóvenes, distanciados generacionalmente, aunque quizás no tanto emotivamente, de este imán de emociones que son las Malvinas. Hace unos años publiqué un librito que se llama En quince días nos devuelven las islas y ahí planteaba eso, quizás partiendo del absurdo: ¿qué pasaría si hoy el Reino Unido anunciara que en dos semanas devuelve las islas a la Argentina? No sabríamos qué hacer con ellas. Tan preocupados hemos estado por consolidar la causa, por señalar a los críticos, tan dolidos por la guerra, que hemos resignado la imaginación de un futuro. Y esto no es solo en relación con Malvinas. Desafío a que alguien señale un proyecto nacional que no se pierda en generalidades y consignas. Entonces, cuando todo es una tormenta, te aferrás a lo sólido. Lo sólido, claro, son las rocas en medio del Atlántico turbulento. Pero es socialmente egoísta y suicida: no es que solamente nos negamos la posibilidad de pensar un futuro; más que metafóricamente, al ser incapaces de imaginarlo, lo acortamos para nuestros hijos. Entonces, creo que me gustaría que otros escritores, respetuosos de las diferencias, sensibles ante la vida de todos, fueran desaforadamente imaginativos para pensar este país. Bougainville, el fundador del primer asentamiento permanente en Malvinas, inscribió allí, a finales del siglo XVIII, una frase: «Conamur tenues grandia». Es una cita latina, de Horacio, clavada allí, en un lugar inhóspito, y significa más o menos «Nosotros, los débiles, nos atrevimos a grandes cosas». Esa imagen me parece de una actualidad asombrosa, casi como una demanda.
Una verdad variable y multiforme
–Si bien se sugiere como una ficción, en Para un soldado desconocido resuenan voces de personas reales. ¿Cómo dialoga la ficción con lo real, lo testimonial y lo documental?
–Para mí, es una permanente retroalimentación y potenciación entre esos registros que mencionás. La historia se enriquece con esas distintas aproximaciones, y en todo caso, si uno pone en juego la idea de “verdad”, esta es mucho más multiforme y variable de lo que solemos asociar en este caso a “Malvinas”, donde todo está atravesado por el mandato de recuperación. Las historias, las vidas de las personas son otra cosa: en ese sentido, los distintos registros son otras tantas posibilidades de desplegar esas vidas –sean personajes reales o no– de una manera más rica y, creo yo, interesante. Para un soldado desconocido es un ejemplo de eso, porque en una novela aparecen fragmentos de historias y personajes reales, pero lo que los reúne es una historia imaginaria… pero que podría ser real. Y en ese ir y venir creo que está la vitalidad del asunto.