Las historias son un recuerdo. Un joven de Stockton, en el Valle Central de California, el Estados Unidos que jamás filmó Woody Allen, pero que salió varias veces en los diarios nacionales por su racha de violencia criminal, entrena en el Lido. No quiere ser campeón porque nadie jamás en Stockton fue campeón. Qué otra cosa se puede hacer además de darle una paliza a la bolsa. Trabajar en la plantación de cebollas, claro, y beber en cualquier bar hasta quedar tumbado. Una noche, a unos taburetes de distancia, alguien suelta el chorro y hace un charco en el piso. Es una mujer y no tiene ninguna reacción. Solo orina ante los gritos del fulano parado detrás de la barra. Al joven, el hecho lo perturba, se fija en él como un trauma y años más tarde lo escribirá en un libro. También escribirá sobre el Lido y su ambiente de esfuerzo y capitulación, el trabajo espantoso en el campo, la anestesia del alcohol barato. Una historia reconstruida como se pueda. Al final el libro es bastante bueno, tanto que ya pasaron más de cincuenta años y carga el mote de novela de culto. Nunca hay fórmulas, pero sobran consejos: iluminar y no copiar la realidad.
Publicada por Chai Editora en su colección de rescates, Fat City de Leonard Gardner es una promesa: la mejor novela sobre boxeo. Por suerte es mucho más. Ahí están, como en un catálogo de la desesperación humana, la decadencia, el abandono, la rabia, el deterioro, la imposibilidad de las relaciones, el miedo. “Tenía los hombros hundidos, aplastados bajo la opresión de ese cuarto, de ese callejón sin salida que era todo su ser, de esa frustración absoluta que eran su sangre, sus huesos, su carne”, escribe Gardner sobre Billy Tully, un veterano que abandonó sus sueños de profesional el mismo día que se marchó su mujer y que recién recupera algo de amor propio al subirse en el ring con Ernie Munger, un aspirante de piernas agiles que pronto lo dobla a trompadas. La novela sigue el derrotero de estos dos boxeadores que soportan la perversa coherencia del mundo: sufren porque nacieron en un pueblo de mierda sin ningún talento extraordinario y nada va a cambiar.
Sin víctimas ni culpables. Gardner acierta en no hacer cuestionamientos. Sus personajes no se lamentan, no rezan, ni siquiera buscan redimirse con un acto final (o no lo saben que es lo mismo). Ejecutan los ritos de la virilidad, no más. Pero atención: es dolorosísima porque prueba que el fracaso está en el corazón de la esperanza. “Después de recibir una paliza terrible en todo el cuerpo, y de orinar sangre en los vestuarios, se había llegado a preguntar si esas peleas importantes y esas sumas cuantiosas que él siempre imaginaba a la vuelta de la esquina, pero que nunca llegaban, valían realmente tanto sufrimiento”.
La centralidad del boxeo responde a una conveniencia práctica: Gardner lo conoce bien. También existe una convicción íntima. “Me interesaba el lado más duro de la vida. Hay algo sobre la gente que lucha, la gente pobre, que es dramático. He tenido amigos que escribieron novelas bastante buenas sobre universitarios y profesores. No me disgustaron. Pero es una cuestión de drama. Para mucha gente, la vida real es una lucha”, confesó en 2019 durante la entrevista con The Paris Review por los cincuenta años de Fat City.
A punto de cumplir los noventa, Gardner ya no vive en Stockton, aunque no se ha ido muy lejos (las crónicas hablan del condado de Marin, en la misma California). Persiste en no tener televisión y también en no terminar su segunda novela. Ya se dijo: con la única que escribió no le fue nada mal (hasta el maestro John Huston firmó su versión cinematográfica). “Tengo que hacer lo mejor que puedo. Ya sabes, es como estar a la altura de las circunstancias. Si planeabas hacer algo fantástico, tal vez todo el asunto es intimidante y no lo haces en absoluto. Tal vez una ambición más modesta abra la puerta”, se justificó en la entrevista de 2019. Luchar o huir. ¿Acaso el boxeo –la vida– no es eso?