A comienzos de los ’70 un grupo de jóvenes cambió la forma en que los cineastas se vinculaban con los estudios, al mismo tiempo que reconfiguraban el dispositivo de la narración cinematográfica. Coppola, Scorsese, De Palma, Lucas y Spielberg son algunos de los integrantes de lo que se conoce como el Nuevo Hollywood. Medio siglo después, sus trabajos siguen siendo lujosas expresiones de modernidad, incluso en comparación con el cine contemporáneo, cada vez más parecido a una máquina de hacer chorizos. Entre esos apellidos ilustres hay uno menos popular, pero autor de uno de los títulos más célebres de todos los tiempos.
Se trata de William Friedkin, dueño de una filmografía descomunal (ver recuadro), dentro de la cual uno de sus trabajos llegó a convertirse en una referencia cultural imperecedera. Una de las pocas películas que conocen hasta los que nunca la vieron (ni la verán). Se trata de El exorcista, que tiene bien ganado el rótulo de la más aterradora de la historia y de cuyo estreno se cumplieron 50 años en 2023. Aprovechando la ocasión, la editorial Cuarto Menguante publicó un lúcido ensayo sobre la madre de todas las películas de posesiones demoníacas, firmado por el crítico Mariano Morita.
Revisitar El exorcista
El texto desmenuza a El exorcista casi plano por plano, para buscar la esencia de su caracter universal. El autor destaca en particular el realismo de su registro, algo que suele pasar desapercibido por tratarse de una película fantástica. Pero si el elemento aterrador, surgido de una fantasía de profundas raíces religiosas, llega a ser tan conmocionante es porque Friedkin se las arregló para que todo se sintiera angustiosamente verosímil.
Buena parte de esa construcción está ligada a numerosos elementos médicos, cuya puesta en escena le resulta a muchos espectadores tan inquietante como la del propio exorcismo. Es el realismo casi documental de esas secuencias, que reproducen una serie de procedimientos invasivos, lo que, según Morita, le da crédito a Friedkin para convencer al público de que todo lo demás puede ser tan real como la punción de una arteria.
Por su parte, las célebres escenas del ritual de exorcismo, mediante el cuál los dos sacerdotes intentarán expulsar al demonio del cuerpo de la niña, ocupan el tramo final de la película. Morita describe a dicha ceremonia como “el intento de sostener firmeza en medio de todos los agravios, distracciones, provocaciones y situaciones escatológicas” que el demonio lanza a través del cuerpo poseído. Esta descripción también se ajusta a lo que ocurre en los debates entre candidatos a presidente antes de una elección.
Y no es mera coincidencia: ambas instancias pueden ser analizadas a partir de los conceptos descriptos por el filósofo alemán Arthur Schopenhauer en su libro El arte de tener razón, que reune 38 trucos para derrotar a un adversario en una disputa dialéctica. Es que en el fondo El exorcista es eso: un debate más grande que la vida entre el bien y el mal. La gran incógnita en el caso de los debates consiste en descubrir cuál de los cándidatos ocupa el rol del demonio.
Si un libro ayuda a dotar a una película de nuevos sentidos o a resignificar los ya conocidos, entonces el trabajo está hecho y la misión, cumplida. Por eso vale la pena leer este.
William Friedkin, muchas buenas películas
Wiliam Friedkin, fallecido en 2023, justo 50 años después del estreno de El exorcista, construyó una filmografía notable que reúne al menos una decena de títulos que justifican de sobra su prestigio. Fue el hombre detrás de joyas como Contacto en Francia (1971), que dos años de El exorcista lo consagró como uno de los directores más prometedores de su generación. Luego vendrían Sorcerer (1977), gran remake de El salario del miedo; la desquiciante Cruising (1980) o el policial Vivir y morir en Los Ángeles (1987). La enumeración alcanza para dejar claro del merecido lugar que su nombre ocupa en la historia del cine.