A nada de cumplirse 40 años de la Guerra de Malvinas, una escritora publicó una novela que tiene la protagonista menos pensada: Margaret Thatcher. La Dama de Hierro, la infame primera ministra británica que, a contramano de todo, no dudó en gastarse el presupuesto que le negaba a las políticas sociales para recuperar dos islitas perdidas en el Atlántico sur, al mismo tiempo que, sin proponérselo, aplastaba las fantasías mesiánicas de una de las dictaduras más sanguinarias del siglo XX. Así, Thatcher, se llama la segunda novela de Carolina Cobelo, publicada por la editorial Metalúcida. Sin embargo, aunque su autora es argentina, no hay en el libro rastros de Malvinas ni ningún gesto patriotero asoma entre sus páginas. Porque la novela se trata de otra cosa y el escenario que Cobelo elige para ambientarla es muy específico. “1986. El temor rojo se esparcía por toda la orbe. El virus marxiano podía infectar a cualquiera y pervertirlo con el elixir del colectivismo, de la abolición de la propiedad privada o de cualquier otro tipo de depravación. El mal era irreversible.” Desde el primer párrafo queda claro de qué se trata la cosa: Thatcher es una novela de intrigas, un thriller político ambientado en la Guerra Fría. Pero la cosa no es tan simple.
En la novela de Cobelo Margaret se autopercibe hombre, está enamorada del presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, y sueña con acabar con el zurdaje para hacer del mundo un lugar mejor. Al mismo tiempo, la primera dama Nancy Reagan es una agente de la KGB, entrenada desde niña en técnicas sexuales de sometimiento, y la joven actriz Jodie Foster una agente encubierta de la CIA. Todo esto suena absurdo y lo es: Cobelo consigue darle forma a un pastiche encantador, donde Reagan es un viejo senil que intenta crear un ejército de drogadictos y proletarios desahuciados, su esposa Nancy practica unas fellatios que son mejores que el pentotal y Maggie putea en perfecto lunfardo, produciendo en el lector impensados estados de éxtasis. Para muestra, un botón:
“Querido Ron: La resaca me tiene de culo caído. No puedo separarme del inodoro aún, y eso que son las cuatro de la tarde y tuve reunión de gabinete. Me cagaba encima, Ron, y estos que me hacían todo tipo de preguntas, y yo no sabía cómo hacer para que se vayan, para que me dejen ir a cagar. Yo no estoy para cosechar aplausos, les dije, mientras fruncía el culo con fuerza de idiota. Se cierran las minas y punto. Yo solo quería irme a cagar. Pero me salían al cruce, que las huelgas esto y aquello. Me limpiaría el ojete con toda esa manga de inútiles, ¡qué digo!, ¡a toda el África le limpiaría el ojete, Ron!”
El trabajo que la autora realiza en Thatcher se percibe rocambolesco, kitsch, a veces burdo, haciendo que, a partir del lenguaje elegido, por momentos se parezca más a la mala traducción de una novela pulp que a la literatura “prestigiosa”. Lejos de constituir insalvables defectos de nacimiento, todo eso es fruto de una operación literaria que Cobelo realiza sin concesiones: una apuesta deliberada por los géneros populares. De esa forma, en Thatcher construye una literatura bastarda, en cuyo mestizaje se percibe el ADN de las expresiones artísticas más impuras. Desde el ya mencionado pulp al cine porno de los ’70, cuando Garganta profunda y Emanuelle conquistaban el mundo, y de las series de televisión de los años ’80 dobladas al español neutro a, claro, las películas de acción que en esa misma década abonaban a la construcción del monstruo comunista. Un cosmos cinematográfico que incluye desde grandes épicas como Rocky IV, hasta lúdicos despropósitos como Amanecer rojo, de John Milius, donde el ejército sandinista invade Estados Unidos. De todo eso se nutre Cobelo, sin vergüenza, para crear un universo fuera de control, en el que la Dama de Hierro anda por ahí sacada, chupando whisky, pidiendo que le traigan putas y exigiendo a los gritos que le soben bien la chota. Una belleza.
Refrescante como un licuado en la pileta de un hotel cinco estrellas, Thatcher se lee con ganas y sin culpas, contando las páginas a la espera de que esa versión procaz de la primera ministra aparezca en escena, con su boca sucia como una letrina, vociferando barbaridades con un charme que la vuelve irresistible. De hecho, Cobelo debería recibir un Oscar, un Nobel, el Pulitzer a la Mejor Puteadora de las Letras Argentinas. ¿O acaso alguien conoce a muchos escritores que hayan sido capaces de usar en una obra literaria la retahíla de vulgaridades que la autora pone en boca de la protagonista, sin lesionar la calidad de su trabajo? Al contrario, cada vez que Maggie entra en acción el libro crece, se desborda y a puteada limpia conquista el alma de los lectores dispuestos a dejarse seducir por el ingenio de Cobelo.
Nada de lo anterior convierte a su trabajo en un experimento estéril, donde la búsqueda del sinsentido es el único y anémico objetivo. En las antípodas de eso, la autora consigue una relectura oportuna de una época de gran complejidad política, usando el humor como metal conductor por el que corren de la mano y a gran velocidad las corrientes de la parodia y la crítica social. Pero siempre en equilibrio, sin que una ahogue a la otra, evitando que la solemnidad de lo políticamente correcto interfiera con la voluntad manifiesta de crear un universo paralelo que nunca le teme al ridículo. Bajo esa máscara, lejos de ser inocua, la novela funciona como un espejo cuya superficie deforme expone en toda su ineptitud a la nueva ola de fobia anticomunista que en la actualidad, sin inocencia alguna, ciertos sectores utilizan para descalificar cualquier atisbo de política social o inclusiva. El mayor acierto de Cobelo radica en mantener esa operación reflexiva en segundo plano, siempre escondida tras una fachada guiñolesca.
Debe aclararse también que, lejos de ser una obra huérfana, Thatcher encuentra un linaje dentro de la literatura argentina y hasta tiene parientes dispersos por el territorio mayor de las letras latinoamericanas. En la meticulosa impureza de la prosa de Cobelo se reconocen rastros de César Aira, en especial de los finales de sus novelas, en los que el pringlense radicado en Flores acostumbra a quebrar los relatos para perderse en lo aireano. O del gran J. Rodolfo Wilcock, el escritor argentino que mejor manejó la farsa y el absurdo (aunque escribiera en italiano), como lo confirman sus novelas El templo etrusco o Los dos indios alegres, y que comparte con Cobelo el placer de bautizar a sus personajes con nombres desconcertantes, como Pochoclo Case, Veleta Parkinson o Tito el Charco. El parentesco es más evidente en la forma festiva con que Leandro Avalos Blacha desarticuló y rearticuló géneros considerados menores, como el terror o la ciencia ficción. Pero también se podría encontrar afinidad con autores igual de inclasificables, como el uruguayo Mario Levrero o el casi olvidado cubano Virgilio Piñera. Es posible que Cobelo no tenga a ninguno de ellos como influencia, sin embargo se vuelve imposible no vincular sus obras. No tanto por la existencia de rasgos en común, que los hay, sino por su deliberada intención de no tenerlos con nadie más.