Siempre hay sorpresas, inesperadas originalidades. Desde la primera página de El fogonazo, breve libro de relatos de Ezequiel Sirlin que publicó Paradiso en octubre de 2016, cualquier lector recordará a Roberto Arlt. Como Arlt, Sirlin se interesa por las tecnologías que eran novedosas en las primeras décadas del siglo XX. La «imaginación técnica» les daba argumento a los sueños. Arlt escribió sobre el presente de la mecánica, las trasmisiones a distancia y los milagros de la ciencia trasladados a los tallercitos de los arrabales porteños, donde los aficionados los mezclaban con sus esperanzas o sus delirios. Esa fascinación hoy solo funciona como recurso adolescente de la ciencia ficción anticipatoria.
Sin embargo, no es el caso de estos relatos de Sirlin, que no se ubican ni en el futuro ni en la actualidad, sino en un tiempo pasado cuando esas innovaciones eran una promesa aventurera. En «El fogonazo», primer relato que da título al libro, un fotógrafo sale a capturar imágenes de los carnavales de 1929, para participar en un premio cuya consigna es «Un ojo en la multitud». Esa es precisamente la imagen que le valdrá ganar el concurso: el ojo postizo desprendido de la órbita de un gran personaje público.
El fotógrafo, que cuenta su hazaña periodística en primera persona, se alegra de su éxito. Pero la intensidad de su relato sobre esas noches que pasó persiguiendo imágenes tiene como centro no a los hampones de cine americano ni a los especuladores que se aparecen cuando el lento revelado le muestra las miradas y los gestos. El centro es su «Negrita» (así llama a la cámara con la que tiene una relación de respeto, cariño, reconocimiento, dulzura y cuidado). Frente al mundo brutal de políticos vociferantes y jefes de redacción sin principios, la «Negrita» es la única relación verdadera y segura, la única que no traiciona, ni exige, ni pone condiciones.
El fotógrafo y su «Negrita» van por una ciudad moderna que los lectores de Arlt reconocemos como la que el escritor adivinó antes de que fuera completamente una metrópoli. «La muerte sepia» es también un relato de viejas tecnologías: defensa e ilustración del daguerrotipo que es garantía de nítida fidelidad a sus modelos y mucho más preciso que las cámaras que dispensan de largas exposiciones inmóviles, pero amenazan siempre con el asalto de la casualidad. El artificio arcaico le gana al moderno porque captura de manera más fiel el tiempo de los hombres que se inmovilizaron ¡diecisiete minutos! frente a la lente. La fotografía tiene la suerte azarosa de la instantánea. La fantasía y el deseo de quien prefiere el daguerrotipo responden a «una ilusión de injerencia difícil de sentir en la fotografía moderna, oficio que a sus operarios instaba a gatillar con la mente en blanco». Esto no le sucede al protagonista de Sirlin que, en esos decisivos minutos de la toma, reflexiona sobre la exactitud de las imágenes.
Después de ese relato «filosófico» (ya que se trata del tiempo), el texto final del libro de Sirlin es una hipótesis sobre sociedad, periodismo y poder: todo eso representado por una sucesión de escenografías, que unen el antiguo recurso del teatro con los medios de comunicación más modernos. La historia argentina vista como construcción artificiosa. Copio un ejemplo de la secuencia histórica de escenografías: «Se presentaron dos marinos de la república ofendida y sin más preámbulo explicaron su necesidad escénica muy poco convencional. Pretendían una ambientación nunca vista por sus efectos sonoros. La mejor escenotecnia del momento debía ponerse al servicio de una gran demostración que espantara a las palomas céntricas por mucho tiempo». Este final alegórico muestra la historia argentina del siglo XX como sucesión de imágenes producidas por hombres inescrupulosos y bestiales. El libro se acerca a las últimas páginas no con los hampones ni con los políticos carnavalescos en las calles y palcos de los relatos anteriores, sino en el espacio teatral de sus pasiones y vilezas. Pero antes, como si fuera una anticipación, aunque en realidad es una sátira de lo existente, Sirlin intercala el presente.
En «El coach de actitud», las alusiones tienen el carácter directo de la burla a un político que recibe coaching de variados contenidos esotéricos, incluido el uso de un oscuro escribiente como amuleto. La relación de estos relatos con la técnica es íntima, porque se trata de aparatos, instrumentos y saberes (incluidas las tecnologías discursivas, que antes de los semiólogos se conocían como retórica). A diferencia de Arlt, que vivió la llegada de las técnicas modernas, Sirlin escribe desde su ocaso, porque otras formas de la técnica han reemplazado la materialidad de los viejos procedimientos que estos relatos describen con amor. Si en lugar de la «Negrita» como cámara de quien sale a captar «Un ojo en la multitud», el fotógrafo cargara maquinitas digitales, los cuentos serían banales, ya que repetirían el lugar común. Arlt no cayó en esa banalidad frente a las técnicas de su época porque nunca dio por realizado el milagro utópico. Hoy, en cambio, el horizonte utópico se abre cada vez que se inaugura una convención de programadores con Apple o Samsung como sponsors. Hoy, la tecnología es cosa de niños y de compradores.
En los relatos de Sirlin, por el contrario, la técnica conserva ese aspecto arcaico que interesó a Walter Benjamin en el siglo XIX. O para decirlo con sus palabras: le interesan los rasgos del pasado que pueden redimirse en el presente. La literatura examina esos rasgos, no como piezas arqueológicas o ficciones históricas un poco Kitsch sino como experiencia. Por eso es tan raro el léxico de estos relatos. Hay palabras que no se usan desde hace décadas. Sirlin sabe que el tiempo de un relato se mide por esas palabras olvidadas y no reconocidas, que pertenecen al horizonte de experiencias de «las primeras urbes modernistas» (entre las que Sirlin incluye a Buenos Aires, y tiene razón). En su léxico, en las líneas de diálogo y, muchas veces, en una sintaxis que no parece pertenecer del todo al presente, Sirlin también pone en la escena de su escritura esas «primeras urbes». Así como Arlt es un recuerdo, también lo es el periodismo de los primeros grandes diarios, como Crítica, sus editores sin escrúpulos, y los compadritos de un mundo casi completamente masculino, que estaba próximo a las redacciones.
La lengua de El fogonazo produce este efecto de fuera de fase con el presente, aunque escribir así solamente hoy sea posible. Se vuelve al pasado literario como reminiscencia o como fantasía. Por fortuna, Sirlin vuelve porque lo conoce, encuentra un estilo y no acepta que la relación con el pasado sea únicamente la arqueología, el comentario erudito o la parodia.