No hace falta ser un experto en bebidas para comprender que de la mezcla de los ingredientes de un cóctel tanto pueden salir tragos excelsos como intomables. En la literatura no es muy distinto: letras, humor, misterio y lo que se quiera agregar componen las más diversas obras. Andrés Ehrenhaus tiene el pulso de un creador que sabe combinar y sorprende en cada uno de los 19 relatos de Un obús cayendo despedaza (Malpaso).
Ehrenhaus, una rara avis de la literatura argentina, que hace unos 20 años se exilió en Barcelona, tiene un arcón lingüístico sin fondo. Toda clase de expresiones parecen entrar en su horizonte, saca términos de las estanterías de su memoria y juega con un lenguaje que, más allá de sus variantes geográficas y temporales, nunca se detiene, como en una rave en la que bailan hasta las viejas locuciones de los tiempos de Maricastaña. Esta fiesta que se revive en cada cuento muestra una cantidad de anécdotas y personajes, a veces juega con el absurdo pero siempre deja una huella que revela un trasfondo real.
En los relatos aparecen usos desde el vesre porteño (yotebis, troesma), formas del español peninsular, hasta la castellanización de palabras inglesas y francesas que ponen de cabeza la existencia de un español neutro. En entrevista con Tiempo, Ehrenhaus reflexiona sobre su modo particular de entender la literatura y el modo en que toma forma su lenguaje literario: La idea de usar el bagaje o el ruido o la herencia lingüística como material crudo es bastante estructural en mí, tiene que ver con cuestiones familiares y el caleidoscopio de lenguas y dialectos que vengo oyendo desde chico, pero también con juegos muy propios de países parcheados como Argentina y, por supuesto, con mi larga estancia en Cataluña, y mi profesión de traductor.
Respecto del proceso creativo de este libro, dice saber que da la sensación de ser un escritor de ocurrencias, «una especie de cazador oculto que encuentra de pura casualidad alguna agujita entre el centeno, pero en la modesta kichenet de mi cerebro eso no es así». «Ocurrencias hay millones, temas importantes solo cuatro o tres. O dos», afirma con certeza y humor.
¿El sexo y la muerte?
No, no, eso es para malpensados o violentos. Yo me refiero a temas literarios: el lenguaje y el silencio. Que, de acuerdo, si los zizekamos, un poco vendrían a ser como el sexo y la muerte. Pero incluso en ese caso podemos decir que la relación que tiene un escritor con esos dos grandes ballenatos pasa necesaria y dolorosamente por el uso que hace del decir y el callar: con qué arpón le tiramos al bicho, cuándo, dónde, por qué. Para mí, el escritor ante todo tiene que saber callar: he ahí su responsabilidad ética o política. La buena literatura está hecha más de lo que se calla que de lo que se dice. El humor está en lo implícito, el erotismo también, y también lo religioso. Así que, en cierto modo, yo trabajo quitando más que poniendo, descontextualizando y reutilizando, no solo palabras o expresiones sino cachos de historias, anécdotas, situaciones, opiniones, perfiles, actitudes o verdades. Todas mis verdades son a medias, y lo digo de entrada, como si fuera un motto o un grito de guerra del tipo «Santiago y cierra España», o «A degüello», o «Ahora, Rinti»: «Si me vas a creer, que sea a medias, amigo».
En relación con otros libros tuyos, se nota un cambio en el modo de abordar los textos.
Sí, yendo un poco más a pinchar hueso, es cierto que el Obús rubrica un cambio de posicionamiento narrativo, para decirlo pomposamente, que ya se venía perfilando con timidez en anteriores libros y que acá se instala casi a full. En el Obús casi todo lo que está fue o es. Las anécdotas son reales, los personajes existen, los lugares también. Lo que se nombra es a medias cierto, mientras que antes yo ocultaba también esa media verdad, seguramente por un exceso de pudor, pero la ocultaba detrás de palabras, no de silencio. Ahora no me preocupo tanto por tapar las huellas y dejo que el narrador use materiales más cercanos, más candentes y también más cándidos.
¿Por qué?
Quizás por cansancio o tedio: me aburrí de inventar realidades otras, me basta con descuajeringar las que tengo a mano. El método del Obús es sencillo: dada la situación real A, ¿cómo hacer para que confluya con la situación real B (que es necesariamente disímil o incluso divergente de A) de modo que, después, ambas generen C, la solución que desconozco y a la que solo nos puede conducir el narrador. Sumo X manzanas con Y bulones y no me opongo seriamente a que el resultado sean Z truchas.
El ritmo y la extrañeza de las palabras, la sintaxis y la gramática llegan a ocupar tanto protagonismo como los personajes. Este uso del lenguaje tiene que ver con un empleo lúdico, con un ejercicio de estilo o con…
Como te decía antes, parto de la premisa de que todo es utilizable o reutilizable y, a la vez, desechable. Y trato de que mis métodos de selección no sean puramente intelectuales, sino que tengan mayor protagonismo los sentidos, sobre todo el oído, pero también los más relegados y aplastado por la vista: olfato, gusto, tacto. Y un sexto sentido, que para mí es el azar. Mi empeño es lograr una retórica sensorial que no sea solo visual. La psicología, en cambio, me importa mucho menos, prefiero trabajar con personajes en apariencia planos, que se desdoblan por puro artilugio del lenguaje, que no necesitan guardar coherencia clínica, digamos. Les basta con hablar o ser hablados para morir por la boca, como el pez. Y de esa manera volvemos otra vez más, nuevamente y con reiteración, a lo de decir o callar.
Es muy difícil leer Un obús cayendo despedaza y no mencionar el humor.
Creo que el humor es tan inevitable como la poesía. De hecho, son la misma cosa. Un chiste es, técnicamente y ante todo, una metáfora. Y la literatura, incluso la más ceñuda y ceremoniosa, es un constante tira y afloje con los lapsus. En ese sentido, Freud es un capo: se da cuenta de que lo que creemos decir en serio es un pavimento de emergencia bajo el que crece la palma. O le echamos alquitrán y cemento encima todo el tiempo o al final las plantitas asoman acusadoras a la superficie. Si tengo que elegir entre escribir un capítulo de una novela o jugar un picadito en el barrio, no lo dudo ni un segundo. Yo novelas casi no escribo. En una novela siempre se acaba imponiendo, como una caspa inevitable, cierta pátina de seriedad. Salvo casos maravillosos e irrepetibles: Flann OBrien, Joseph Roth, Boris Vian, por no hablar de los grandes leviatanes, Cervantes, Sterne, Rabelais, Shakespeare; pero claro, al lado de esos mejor no ponerse porque te hunden el botecito, cuanto más lejos de ellos mejor. De todos modos, si ellos se partían de risa, ¿por qué no uno? Ahora bien, el humor como principio o reglamento acaba siendo serio también, acaba siendo otro modo de pavimento, así que no hay que proponerse hacer reír sino dejar que la risa aflore, del mismo modo que pueden aflorar otras expresiones de la angustia humana. Hacer reír o hacer llorar son caminos vanos. Pero simplemente reír o llorar no lo son.
Además, tanto el humor como la poesía te obligan a cierto distanciamiento.
Obligan al autor, por supuesto, obligan al narrador, obligan al lector a tomar distancia. Ese distanciamiento brechtiano es esencial para que la literatura sea literatura, o sea, media verdad, y no verdad del todo. Hay, sin duda, otras maneras de lograrlo, y en general todas conviven (o deberían convivir). Hoy en día impera una narrativa que busca la verdad, una verdad inmediata y someramente existencial, muy ligada a la experiencia pequeña, que obra exactamente al revés: amplifica la importancia de esa experiencia y reduce al mínimo la distancia entre los actores a los que apela (de los que el yo del autor tiene el rol protagonista). Yo creo que si la cosa sigue por ahí, podemos ponerle fecha de defunción a la narrativa. Habrá otras formas de literatura pero no serán esa. Tomarse en serio a sí mismo es el principal impedimento para escribir algo más o menos digno de ser leído. En ese sentido, sí podemos decir que coincido bastante con un enfoque ehrenhausista de la escritura. «