Fueron pocos los que se mostraron sorprendidos cuando el sábado al mediodía un pequeño grupo encabezado por Javier Porta Fouz, director artístico del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (Bafici), anunció que la película ganadora de la Competencia Internacional de la edición número 20 era La flor, nuevo y desmesurado trabajo de Mariano Llinás. Y es que en el fondo la noticia era previsible, aunque se tratara de una película de 14 horas de duración que demandó ser dividida en tres partes para poder ser proyectada. Pevisible no sólo por la importancia de la obra de Llinás en el ámbito del cine independiente o por el estrecho vínculo emocional que existe entre él y su productora El Pampero Cine y el festival, sino porque a medida que las proyecciones se fueron sucediendo la película empezó a convertirse en la favorita de un amplio sector del público y la crítica. El premio era, entonces, una consecuencia que para muchos resultaba lógica, una instancia esperada.
Como la película, el premio a La flor tiene varias partes. Una estrictamente cinematográfica, en la que el jurado premia lo que ha considerado como méritos estéticos, sus valores en tanto obra; y otro lado de carácter ideológico y hasta político, en el que lo que se reconoce es mucho más que la película en sí misma, sino una forma de hacer, producir y pensar el cine. Es decir que el jurado no sólo habría decidido premiar a La flor, sino también a su director, a la productora que él integra junto a Agustín Mendilaharzu, Alejo Moguillansky y Laura Citarella, y al particular modo de producción que ellos preconizan. Un premio que no sólo decide destacar a la película por encima de los otros 15 títulos de la Competencia Internacional, sino que entre otras cosas valora lo que esta representa como exponente de una forma de hacer cine opuesta al modelo industrial, o un modo de narrar que no realiza concesiones ni se detiene ante las convenciones de la exhibición comercial.
Justamente a partir de esto último, el triunfo de La flor acabó generando una situación tan paradójica como inesperada. El premio a la Mejor Película de la Competencia Internacional, patrocinado por el Instituto Nacional del Cine y las Artes Audiovisuales (Incaa) y la distribuidora Maco Cine, consiste en la adquisición por valor de cuatro mil dólares de los derechos de la película elegida con el fin de su distribución. Pero además este año la cadena de cines Village se sumó para agregarle al premio una semana de exhibición en dos de sus complejos, incluyendo el de Recoleta, en fecha a coordinar. Teniendo en cuenta las dificultades que el cine argentino suele tener para que los complejos multisala cumplan con la cuota de pantalla, no es difícil imaginarse a los responsables de Village Cines cruzando los dedos para que la de Llinás no resultara la elegida por el jurado o arrancándose los pelos cuando el triunfo se concretó. Para entender el panorama completo es necesario poner la cosa en contexto.
La cuota de pantalla es un compromiso que todos los exhibidores de cine del país deberían cumplir, para asegurarle un espacio al cine argentino en su disputa con el cine extranjero (sobre todo el de los Estados Unidos) por los espacios de exhibición. Se trata de una medida de protección para el cine en tanto industria cultural, pero que los cines, en especial las cadenas de capitales internacionales, cada vez respetan menos. Al motivo para este incumplimiento sistemático se lo debe buscar en las leyes de mercado. Las salas de cine prefieren quitarle el espacio que por ley le corresponde al cine argentino que salvo contadas excepciones no consigue capturar la atención del público masivo, para destinarlo a programar más pasadas de las películas que generan mayor demanda y que, por lo tanto, reportarán mayores dividendos a la empresa exhibidora. En su mayoría este grupo está integrado por los llamados tanques de Hollywood. Es decir que una hora de proyección de cine norteamericano le reporta muchísima más ganancia a los cines que una hora de cine argentino. Teniendo en cuenta que la película de Llinás dura 14 horas, no hace falta hacer muchos cálculos para entender el problema desde una perspectiva comercial.
Ante esa realidad, el triunfo de La flor deja a Village Cines en una situación incómoda, ya que una película de 14 horas obliga a la empresa a ocupar en ella muchos más recursos de tiempo y espacio que otra de duración estándar y con la perspectiva de ingresos mucho menores. Nótese, por ejemplo, que ese lapso de 14 horas (al que se le debe sumar por lo menos una hora de intervalos obligados) excede incluso la duración de la jornada de proyecciones, que usualmente se extiende entre las 12 del mediodía y la una de la mañana. A favor de la película de Llinás debe decirse que la película anterior del director, Historias extraordinarias, que duraba unas módicas 4 horas, se convirtió hace una década atrás en uno de los éxitos más resonantes del cine independiente argentino, manteniéndose en exhibición durante muchos meses. Claro que el lugar elegido por entonces había sido el espacio de cine del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba) y no las salas comerciales. De todas formas esa capacidad de convocatoria que Llinás posee sobre cierto sector del público será la tabla de salvación a la que Village Cines deberá abrazarse en busca de convertir en provechosa una situación que, en principio, se abre como una incógnita comercial.
Llinás, que se define a sí mismo como un tipo peleador, es un artista que se siente cómodo en la polémica y La flor parece pensada (también) para eso. El premio sin dudas ha potenciado ese caracter, haciendo que su estreno se convierta además en una nueva y oportuna excusa para discutir problemas del cine argentino que llevan demasiado tiempo sin resolverse.