Federico Benítez, 50 años, separado, padre de dos adolescentes, Joel y Candela, ha planificado con sus hijos un viaje a las Cataratas del Iguazú. Pero el sábado de la partida una repentina llamada telefónica cambia los planes. Ahora el destino es un pueblito perdido en la Patagonia profunda, donde ha muerto la profesora Muzopappa, una figura que por alguna razón que sus hijos ignoran, ha sido clave en la vida de Federico. A partir de allí la historia se desarrollará en dos tiempos: el presente en que Joel y Candela a bordo del auto de su padre se dejan arrastrar de mala gana por él hacia el hielo y la nieve vestidos de verano y el relato de la propia adolescencia de Federico en el Colegio Nacional Normal Superior Augusto del Manso, donde en 1983, participó del Primer Torneo Interdivisional de Fútbol.
En cuatro días de viaje hacia el entierro, el relato del pasado de Federico les permitirá a sus hijos descubrir a un padre desconocido, modelado en el sufrimiento al que lo condenaron la indiferencia absoluta de su madre, la violencia de su abuelo y la falta de comunicación con los adultos, a excepción de la profesora Muzopappa.
Este es, a grandes rasgos, el núcleo de la última novela de Eduardo Sacheri, El funcionamiento general del mundo (Alfaguara), en la que vuelve al fútbol para tomarlo como experiencia transformadora capaz de modificar la percepción del mundo. El año del torneo, por supuesto, no fue elegido al azar. Es el año de acceso a una democracia incipiente en la que aún resuenan ecos de un pasado feroz que nos atravesó como sociedad y como individuos.
-¿Cómo nació El funcionamiento general del mundo?
-Yo tenía ganas de aterrizar en la década del 80 porque algunas novelas mías estaban ancladas en otros momentos de la historia reciente de la Argentina y también de mi propia historia. Me interesaba particularmente el 83 como ese año bisagra del final de la dictadura y también aterrizar en mi escuela secundaria, en mi propia experiencia en un enorme colegio nacional de la provincia de Buenos Aires en aquellos años. El núcleo de lo que tenía ganas de narrar era eso. Pero, como siempre, me interesa cómo evocar o no el pasado, como narrar o no el pasado, lo que condiciona lo que nos acordamos de ese pasado y cómo nos plantamos frente al presente. Por eso le agregué la perspectiva de ese chico que tenía 15 en el 83 y ahora es un adulto y tiene que explicarles a sus hijos el porqué de semejante viaje y de la importancia de esa profesora en su pasado.
–¿Es decir que detrás de lo personal hay una dimensión histórica buscada?
– Recién te decía que me interesaba volver a 1983 y esto es porque a veces yo registro una memoria muy feliz de ese año en cuanto a lo que se logró, pero no escucho la cosa traumática que también tuvo una sociedad muy habituada al autoritarismo y al ejercicio de pequeñísimos despotismos de entrecasa. Eso tardó en desarticularse y las experiencias no fueron siempre felices y positivas en ese transcurso. Fue un tránsito complejo, traumático. Mi recuerdo de la escuela incluye esa adaptación difícil y esa relación dialéctica con un mundo adulto encarnado por los docentes,los preceptores,las autoridades. No era que nuestros mayores caminaban alegremente hacia la democracia. Había actitudes muy diversas, algunas muy autoritarias y desagradables mezcladas con otras que no eran así. No todos vivieron la apertura democrática con idéntica esperanza, con idéntica felicidad ni con idéntica buena disposición.
– La dictadura, además, tuvo en un principio un alto grado de aceptación en algunos sectores de la sociedad.
-Yo comencé la escuela secundaria en el 81 y la terminé en el 85 y, precisamente, en el 81 todo en la dictadura parecía muy sólido. Uno lo estudia después en retrospectiva y puede pensar que era un régimen que ya estaba acosado, jaqueado, cayéndose. Esto es materia discutible, pero la percepción que teníamos en el 81, en general, no era esa, sino la de un sistema que iba quedarse muchos años y había mucha gente muy cómoda con eso. Entonces yo elijo algo tan simple y tan infantil como un torneo de fútbol, pero intento asociarlo con estas cosas más profundas de los modos de relación no solo con los adultos, sino también entre los chicos, a veces de una brutalidad bastante evidente.
–Al leer lo que pasaba en el colegio se reconocen violencias propias de esa época.
-Sí, eran violencias muy naturalizadas, no eran prácticas que llamasen la atención. Eran una cuestión cotidiana con la que te veías obligado a lidiar y punto.
-Candela, es la encargada de traslucir el presente de las mujeres que están en lucha por sus derechos. Está siempre un paso adelante de su hermano y las cosas que les cuenta el padre le parecen más inadmisibles. ¿Cómo trabajaste ese personaje?
-Creo que para esa construcción me ayudó mi hija mujer, que ahora tiene 20, es decir que es un poco más grande que Candela. Además, el hecho de ser profesor de Historia en una escuelita secundaria también me mantiene en diálogo frecuente con las formas actuales de plantarse que tienen muchas mujeres. Eso me parece que me actualiza “a la fuerza” en cuanto a cómo ven las cosas del presente y del pasado. A Candela hay muchas cosas que le parecen inadmisibles pero que hace un par de décadas eran cotidianas y estaban normalizadas para nosotros. Felizmente, eso ha cambiado.
–Tu novela es muy cinematográfica. ¿Eso es influencia de tu labor de guionista o es tu forma de trabajar?
-Me parece que tiene que ver con mi manera de escribir que es previa a mi incursión en el mundo del guión. Casi te diría que esa manera de escribir ha facilitado el camino inverso, es decir que algunos directores hayan dicho “llevemos la novela de Sacheri al cine”. Mi manera de construir mis historias tiene un acento en lo visual. Tiendo a “ver” las situaciones y a contarlas, las imagino visualmente, “veo” a mis personajes haciendo cosas y dialogando y, bueno, la base de un guión son las acciones y los diálogos. Si me preguntaras hoy si me parece que harán de esta novela una película, la verdad es que no tengo ni idea. No me he preguntado si sería fácil o difícil, si me gustaría que pasara. En general, cuando escribo tengo bastantes problemas para resolver el libro en sí, por lo que no me atrevo a proyectarme en una eventual película. Si pasa, me gusta que pase, me da alegría, pero ese es un planteo muy posterior.
– Supongo que desde lo visual la ruta te debe haber planteado un gran desafío porque el paisaje en sí es monótono. Hay una cartografía minuciosa de los lugares.
-Cuando estaba haciendo la primera escritura, en 2019, es decir antes de la pandemia, hice el viaje que hacen en la novela Federico y sus hijos precisamente porque quería refrescar los detalles de esa cartografía. Anduve muchas veces en auto en la Patagonia, pero es diferente cuando estás de vacaciones que cuando estás diseñando una cartografía. Hasta elegí hacer el viaje en pleno invierno para que fuera lo más parecido posible al que iban a realizar mis personajes y fui tomando notas de voz a lo largo de los días. A medida que te vas internando, empezás a ver las modulaciones que va teniendo esa imagen de monotonía que a mí también me parece monótona en la previa. Hice el mismo camino que hacen ellos y metí un montón de detalles, percepciones, imágenes, colores, temperaturas y peripecias que les van pasando a los personajes en su viaje improvisado a la Patagonia profunda.
–Federico es un personaje torpe, muy fiel a su pasado pero desenganchado del presente. ¿Cómo nació?
-Me gustaba que fuera torpe, que le costara empatizar con lo que necesitan los demás. Los chicos se mueren de frío y recién al tercer día le cae la ficha de que se tienen que abrigar. Quería que fuera de ese tipo de gente que cree que hablar del pasado puede abrirle heridas peores que las que tiene. El desafío de ese personaje es dejar que sus hijos lo conozcan y mostrar su fragilidad y las cosas muy feas que guarda su pasado. Prefiere que sus hijos lo vean como alguien torpe y hosco a reconocer los dolores de su niñez y su adolescencia, hasta que en ese viaje se da cuenta de que probablemente sus hijos merezcan tener una versión más completa de él y que quizá él también lo merezca.
–¿Y cómo surgió la profesora Muzzopapa, una mujer que sabe de fútbol y se interesa por los chicos?
-Ella es una mezcla de todo lo que me gusta de los profesores: gente que se compromete, que establece un diálogo, que intenta ver lo que necesitan sus alumnos. Por suerte, en la escuela tuve algunos profesores así, aunque también tuve otros que no tenían esas virtudes. Creo que para el machismo de Federico y sus amigos, que los dirija una mujer es complicado. Los vínculos muchas veces son contradictorios y me gustaba que Federico, que no tiene adultos con los que se lleve bien y con los cuales pueda aprender, estableciera un vínculo especial con ella.
–En la novela el fútbol es un juego que enseña a entender el mundo. ¿Qué es para vos?
-Probablemente eso. Yo hablo del fútbol porque es el deporte que más me gusta, pero esa posibilidad es propia de todo el universo lúdico. Los seres humanos inventamos juegos y jugamos porque eso nos permite descomponer la complejidad del mundo en algo mucho más simple. Los juegos son sistemas sencillos, con unas pocas reglas, pero nos conectan con lo más esencial de lo que somos y hacen posible una fácil identificación entre la vida y la victoria, entre la muerte y la derrota. Nos hace bien contar con esa herramienta porque la vida real es mucho más compleja y confusa. Los juegos son un territorio de aprendizaje de cosas que van mucho más allá del juego.
Juego y verosimilitud
–En la vida no hay reglas, las cosas no tienen necesariamente un sentido. En una novela, en cambio, todo tiene un sentido. ¿Existe una equivalencia entre ese pequeño mundo reglado del juego y la verosimilitud en la literatura?
-Me parece atinada la observación porque creo que también la literatura es una suerte de juego donde intentamos una comprensión del mundo que la vida real nos escamotea, aunque tal vez en la literatura las reglas son más cambiantes, hay un margen del libertad en ese juego que se vuelve a establecer en cada libro. Estoy pensando en un cuento de Cortázar que me encanta que es Carta a una señorita en París. Que alguien vomite conejitos en un departamento de Recoleta no es verosímil. Sin embargo, una vez que Cortázar te plantea su narración, empieza a ser verosímil. Esa es una de las cosas que más me gustan de la literatura. El asunto es establecer el pacto entre quien escribe y quien lee y ese pacto se sella a partir de las reglas de esa relación única. Entonces la cosa funciona y el juego se puede jugar. En cambio, si lo que te propone el autor vos sentís que no cierra, es que no te pudiste ponerte de acuerdo con él y con esas reglas y tu experiencia estética con ese libro fracasó.