Analizar un acontecimiento histórico cuyas consecuencias perviven en el presente requiere de una mirada distanciada. Veinte años puede ser el tiempo necesario para reflexionar sobre aquellos años en que todo el sistema de representación política fue puesto en cuestión y la calle se convirtió en el territorio donde recomponer los lazos sociales.
Asambleas barriales e interbarriales, fábricas recuperadas, comedores populares, clubes de trueque, calles renombradas por sus vecinos y un largo etcétera fueron el campo de experimentación de una gran cantidad de colectivos artísticos que, interpelados por la urgencia política, produjeron obras donde el límite entre el arte, la vida y la política, una vez más, se volvió poroso. A 20 años de esos sucesos, muchas de estas expresiones artísticas llegan a una institución oficial.
Por estos días y hasta el 27 de febrero de 2022, el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti está llevando adelante la muestra 19 /20 . Una de sus curadoras, Natalia Revalle, cuenta que fue armada con obras que en muchos casos eran efímeras y que fueron reconstruyendo con archivos que estaban en propiedad de los mismos artistas y organizaciones. “Las obras están organizadas por diferentes ejes temáticos: el capital financiero; el cuestionamiento del trabajo; la memoria; las místicas; los territorios; la violencia institucional y lo que llamamos el hambre cultural, en referencia a todos los tipos de hambre, pero también, a la crisis de representación que sufrieron las instituciones culturales que hizo que el escenario artístico se corriera a la calle.”
La muestra incluye podcasts que el público puede levantar y llevarse, con las voces de muchos de los que participaron: artistas, colectivos y actores sociales, en sintonía con el espíritu de esa época y conviene seguir un recorrido cronológico para captar el proceso que desembocó en las jornadas de diciembre del 2001 y sus alcances posteriores.
Leer los grandes paneles colgados con los principales acontecimientos que se sucedieron, año a año, es traer a la memoria una década vertiginosa de nuestra historia y entender el acontecimiento entramado en su contexto global, que se podría resumir de este modo:
Desde el levantamiento del EZLN, el 1º de enero de 1994, el “efecto Tequila” y el Pacto de Olivos; el asesinato de Víctor Choque y Teresa Rodríguez y la fundación de H.I.J.O.S.; el asesinato de José Luis Cabezas y la instalación de la Carpa Blanca Docente; el surgimiento del movimiento piquetero en Tartagal y Mosconi; la quiebra del Banco de Mayo y el Banco Patricios y el suicidio de Alfredo Yabrán; la venta de YPF; la rebelión popular contra la privatización del agua en Bolivia; el escrache a Alfredo Astiz en sede judicial; la renuncia de Chacho Alvarez; el asesinato de Aníbal Verón en un corte de ruta, para desembocar en el 2001, el año donde se concentraron, como en un aleph, el Primer Foro Social Mundial en Porto Alegre, el atentado a las Torres Gemelas y la posterior invasión de EE.UU. a Afganistán; la toma de la Fábrica Zanón; las elecciones legislativas en nuestro país con un 24 por ciento de votos en blanco; el default; el corralito; el decreto del estado de sitio, hasta las jornadas del 19 y 20 de diciembre donde, producto de la represión, murieron 39 personas en todo el país.
A partir de ahí, hubo movilizaciones autoconvocadas cada viernes que confluyeron en la Asamblea Interbarrial de Parque Centenario y los cacerolazos se multiplicaron; se produjeron el golpe de Estado contra Chávez; el desalojo de la fábrica Brukman, el asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán y el triunfo de Lula en Brasil. La Guerra de Irak; las elecciones anticipadas donde resultó electo Néstor Kirchner; la anulación de la Ley de Obediencia Debida y Punto Final; la guerra del gas en Bolivia y la consecuente renuncia de Sánchez de Losada; el asesinato de Martín Cisneros, militante de un comedor popular; el incendio de la discoteca Cromañón donde murieron 194 jóvenes; la reapertura de los juicios por crímenes de lesa humanidad y el triunfo de Evo Morales en Bolivia hasta el 2006, el año de la segunda desaparición de Julio López.
Este es el contexto donde se gestaron las intervenciones político-culturales que integran la muestra, como las novedosas performances que denunciaban las privatizaciones y los ajustes, entre las que se destaca la llevada adelante por “Las chicas del chancho y del corpiño” que instalaron un corpiño gigante en el centro de la ciudad de Córdoba, en respuesta al discurso del gobernador Angeloz, que insistía en que “hay que ponerle el pecho a la crisis”.
La agrupación H.I.J.O.S., constituida en el cruce de la acción política y la performance, con sus famosos carteles que invierten la señalética oficial, armaron un mapa con las casas de los genocidas y los Centros Clandestinos de Detención. Su aparición en la escena política le permitió al teatro, por primera vez, personificar a genocidas.
El diseño de remeras, producto del Taller Popular de Serigrafía, un colectivo nacido de las luchas sindicales, como la de los trabajadores del subte por las seis horas de trabajo, que tuvo consecuencias a la hora de repensar el trabajo. Una de sus integrantes, Karina Granieri, recupera el carácter utópico de estas intervenciones. “Hacíamos manifiestos de las grandes conquistas por venir, testimonios que conformaron una estética de la urgencia muy interesante para pensar ese proceso, no tanto en términos de resultados sino de potencia.”
La denuncia del hambre, con la instalación, en Córdoba, de una mesa de 50 metros y las marchas con cucharas y tenedores hechos en la fábrica IMPA, como forma de evidenciar las materialidades de las fábricas recuperadas, con el telón de fondo de los incontables comedores populares que se abrieron en esos años.
En el 2002, el grupo Etcétera llevó a cabo una convocatoria escatológica: el “Mierdazo”, con la instalación de un inodoro gigante frente al Congreso. “Que se vayan a la mierda” podía leerse en alguno de los carteles que, en el contexto de la debacle económica, remitía a su vez a lo que Marx llamaba “la mierda del dinero”.
Del colectico Arde! es la escultura esférica hecha con alambre tejido recubierto con balas y cartuchos de escopeta vacíos, que el 26 de junio de 2005, cuando se cumplían tres años de la Masacre de Avellaneda, se utilizó como cabeza de la marcha que se hizo en su conmemoración.
Y el registro audiovisual de las asambleas y las fábricas recuperadas como fue el caso emblemático de Brukman, junto con los festivales en los que se vendían pañuelos fabricados por sus trabajadoras intervenidos por artistas, para sostener el fondo de huelga. Para Nicolás Pousthomis, el autor de algunas de las fotos que integran esta muestra, el registro que tiene de esa época, a pesar de su oficio, es sonoro. Lo que recuerda es el sonido: los golpes contra las cortinas metálicas de los bancos, las murgas, las voces, las consignas. “Fue un momento puramente físico”, sostiene.
Y la imagen desoladora, multiplicada en el sténcil, de la foto que salió en todos los diarios de Darío Santillán pidiendo a la policía que pare de disparar, con Maximiliano Kosteki en el piso, durante la represión en la Estación Avellaneda, hecha por Florencia Vespignani, una integrante del movimiento piquetero, tiene, como no podía ser de otro modo, su lugar en esta muestra.
La literatura, con otros tiempos de elaboración de su material, no fue ajena a este clima de época. Algunos de los títulos publicados los años siguientes dan cuenta de la diversidad de registros con los que se abordó este momento histórico: novela, crónica, poesía, ensayo, relato policial o de ciencia ficción.
Una de las mejores novelas sobre el tema fue, sin duda, El grito, de Florencia Abbate, publicada en el 2004, donde la pregunta sobre cómo narrar el estallido social, se resuelve sin apelar a una mirada condescendiente ni al documentalismo y, lejos de agotarse en esta cuestión, ofrece el relato de cuatro historias relacionadas entre sí y dispersas, como cuatro fragmentos de un cuerpo estallado.
Lo que las une, además de la referencia directa al cuadro de Edvard Munch, es la mirada sesgada de sus protagonistas, que pone en escena una subjetividad en carne viva, como las imágenes descarnadas de la pobreza a la que nos vimos enfrentados.
Pedro Mairal, por su parte, en El año del desierto, del 2005, planteaba una hipótesis acerca del destino de la Argentina como un eterno retorno hacia ese tópico de nuestra literatura, el desierto, como pesadilla recurrente.
Claudia Piñeiro, con Las viudas de los jueves, la revelación del año 2005, narró la otra cara de la historia, la caída de una clase enriquecida al amparo de la burbuja financiera.
En La intemperie, de 2008, Gabriela Massuh enhebra el sentimiento de la pérdida amorosa con la fragilidad de una sociedad frente a un contexto social colapsado, y cómo, poco a poco, los sobrevivientes, echando mano a los propios recursos, logran enfrentar la intemperie.
Desde la poesía, Diana Bellessi, en La rebelión del instante, del 2005, intenta apresar la fugacidad del presente, poniendo a circular la palabra de uso común, en boca de todos, convertida en poesía. Y fue la palabra circulando democrática y horizontalmente (que es el sentido de “parábola”, de la cual proviene), dice Ivonne Bordelois, en Del silencio como porvenir, publicado en el 2010, la que sostuvo a sus ciudadanos mientras el país se quebraba.
Pero hubo una consigna que sintetizó este momento-bisagra: “Que se vayan todos”, a la que María Moreno definió como “un haiku, una condensación extrema de sentidos múltiples y de fecundas resonancias” en La comuna de Buenos Aires, el libro donde recopiló las entrevistas que hizo en esos años calientes. Una exigencia radical que es una pregunta por los fundamentos de la representación política, por la participación, por la transformación y una apuesta por la autogestión de la que este mismo diario es uno de sus herederos.