“Siempre me interesó la ficción. Incluso mucho antes de estudiar periodismo leía mucha ficción y escribía cuentos.” –dice Federico Bianchini- que ya se ha ganado un espacio propio en el terreno de la crónica. Además de haber publicado Desafiar al cuerpo, Cuerpos al límites y Antártida. 25 días encerrado en el hielo, en 2010 ganó el premio Las nuevas Plumas (México) y en 2013 el Don Quijote / Rey de España. En 2016, además, obtuvo la beca Michael Jacobs, de la Fundación Gabriel García Márquez.
La prueba de su interés por la ficción es su flamante libros de cuentos, Personajes secundarios (El bien del sauce). Pero, como suele suceder a menudo, el camino hacia la ficción no fue directo. “Cuando terminé el secundario –cuenta- comencé a estudiar Ingeniería y no tenía muy claro lo que iba a hacer. En un momento me di cuenta de que estaba estudiando ingeniería y no sabía en qué consistía el trabajo de un ingeniero. Creo que hasta hoy no lo tengo claro, pero llegó un momento en que me pregunté por qué estudiaba Ingeniería si no sabía para qué, más allá de que me gustaban la física, la química y las matemáticas. Ya en ese momento escribía e iba a talleres de escritura, pero vivir del la ficción era muy difícil. Vi al periodismo como una posibilidad de vivir de la escritura y la lectura. Entonces empecé Comunicación y paralelamente seguí escribiendo cuentos.” Hizo diverso talleres, entre ellos uno con Abelardo Castillo, al que considera un gran maestro y al que dedica uno de sus cuentos.
-¿Y cómo se conformó Personajes secundarios?
-Bueno, yo venía escribiendo ficción desde hacía mucho. El último de los cuentos que le da nombre al libro salió publicado en 2006 en una antología que surgió de la Bienal de Arte Joven que hizo la Universidad Nacional del Litoral. Pero de esto pasaron 12 años.
-¿Y por qué no te animaste antes a publicar ficción?
-La ficción y la no ficción estaban para mí en dos planos diferentes. En ingeniería aprendí el concepto de las rectas alabeadas. Se trata de dos rectas que no se tocan nunca porque están en dos planos distintos. Para mí, por un lado, estaba el periodismo en el que uno resuelve cosas, las va haciendo y las va publicando. Por otro lado, estaba esa escritura mucho más reposada, más reflexiva y demorada que yo hacía porque me gustaba, porque necesitaba hacerla, pero que no tenía ganar dinero para vivir. Eso hizo que durante mucho tiempo escribiera ficción sin publicar. Salieron dos cuentos en Verano 12, salió un cuento cortito en Ñ, otro en una revista uruguaya que se llama Lento. Con Camilo Sánchez, el editor de El bien del sauce, hablamos de sacar el libro, pero el proyecto se demoró por distintos motivos y finalmente decidimos hacerlo a través de crowdfunding que funcionó muy bien. La idea era que si no funcionaba bien, no publicábamos el libro. Para mí la publicación era una parte más de un recorrido, pero no sé si era la más importante. Creo que era un corolario de lo que se había hecho.
-¿Lo llevaste a algunas otras editoriales antes de eso?
-Cuando se lo comenté a algunos editores que tenía un libro de cuentos me dijeron “pero si vos escribís crónica». Estoy encasillado en eso y parece que si funcionó un libro determinado para qué vamos a cambiar, publiquemos otro libro del mismo tipo. A los fines comerciales puede que sea una lógica coherente, pero a los fines personales resulta algo muy aburrido. Si hice dos libros de crónica sobre deportes extremos, es porque sentí que tenía cosas para contar en el segundo que eran diferentes de las del primero. No me interesa repetir lo que ya hice. Para eso preferiría trabajar en una inmobiliaria o en un banco que es un trabajo mucho más repetitivo y también más rentable, aunque más aburrido. Cuando escribo cuentos mi interés está muy lejos del mercado y creo que está bien que sea así, porque de lo contrario tendría una depresión absoluta. Hay una idea de que los cuentos no venden. Puede que sea así, pero en todo caso es una idea que no me incumbe demasiado.
-Es curioso que se diga eso cuando el máximo escritor argentino es cuentista. Jamás escribió una novela.
-Yo tengo una pequeña teoría sobre eso. Si bien en un momento en que es difícil concentrar la atención porque existe Internet, WhatsApp y tantas otras cosas que distraen y llevan a leer de manera muy fragmentada, el cuento podría llegar a ser un género muy pegado a estos tiempos que corren, requiere una atención y una concentración mucho mayor de la que uno necesita para leer una novela. En una novela uno puede pasar dos páginas pasando los ojos por las letras pero sin leer y puede ser que siga entendiendo la trama. En un cuento, en cambio, si te perdiste cinco o seis líneas, ya no entendés más qué pasó. El cuento requiere una actitud mucho más activa respecto de los lectores y quizá por eso los editores prefieran la novela que aparentemente sería más vendible. Pero esto son todos supuestos que se establecen a partir de alguien que dice: “los cuentos no venden”. La verdad es que no sé si es así. En el caso de la crónica, los libros se venden por el tema. Se publicitan por lo que abordan, por ejemplo, un viaje al Amazonas y los reducidores de cabezas. Cuando se publica un libro de cuentos o una novela, lo que se vende es al autor. Ahí sé hay una diferencia fuerte respecto de lo vendible, pero, como dije, es un campo que no me concierne.
-Si bien, como decís, en Personajes secundarios hay cuentos que tienen mucho tiempo de escritos y otros más recientes, lo que se lee es un libro muy homogéneo.
-Lo que pasa es que al no publicar, durante mucho tiempo fui corrigiendo, revisando, cambiando, reversionando. Cuando hice la revisión final, intenté que el lector no pensara que era una recopilación, una antología de cuentos dispersos, sino que hubiera una unidad de eje, que hubiera ciertas similitudes y conexiones entre ellos. Muchos cuentos fueron escritos hace mucho, pero fueron reescritos hace no tanto.
-¿El criterio de edición, el orden de los cuentos fue aleatorio o muy pensado?
-Fue decidido y, a la vez, muy arbitrario. Uno piensa que va a poner un cuento en tal o cual lugar para producir tal efecto en el lector, pero puede suceder que el lector comience a leerlo no por el principio, sino por donde tiene ganas, es decir, por la mitad, por el último cuento…Conozco mucha gente que hace eso y entonces los criterios que uno usó se desdibujan. De todos modos, creo que esos criterios sirven para darle seguridad a uno como autor. Luego el lector hace lo que quiere. Hay una barrera insondable entre quien escribe y quien lee. Es una especie de abismo que uno no puede cruzar.
-Si bien en el libro se introducen elementos que podrían llamarse fantásticos, me parece que trabajan más con la ambigüedad, con lo que puede ser y no ser al mismo tiempo, que borran un poco los límites entre la realidad y la ficción. ¿Estás de acuerdo con esto?
-Sí. Justamente en este momento estoy haciendo una crónica sobre la radio La Colifata y estuve hablando con Fernando Aquino, que es uno de los locutores de esa radio que dice que él es esquizofrénico pero que no se hace cargo. Cuando le pregunté cómo se había ido del hospital me contestó: “A mí me dieron de alta por fuga”. Le pido que me explique y me dice: “Sí, yo me escapé. Me fueron a buscar a mi casa y me dijeron ´nosotros sabemos que usted se escapó, pero puede volver cuando quiera´”. Es un personaje increíble. Hablamos de la locura, de qué es, cuánto depende desde donde se la mire. Me parece que hay algo de lo que uno como lector denomina “fantástico” que para otro es algo cotidiano y común. Me interesa trabajar en esa zona en la que lo que llamamos “realidad” comienza a transformarse en porosa, donde hay ciertos intersticios en los que no queda demasiado claro qué cosas pertenecen a lo que llamamos realidad y qué cosas pertenecen al orden de la ficción, de la literatura, de la locura. Hay un cuento de H.G. Wells que se llama La puerta en el muro en la que hay un personaje que le cuenta a otro que ha visto una puerta en un muro que conduce a realidades fantásticas. El cuento pone en duda si esa puerta existió o no y allí aparece la cuestión del límite entre realidad y ficción.
-En otros cuentos, como Una virgen en el ojo, también aparece de qué modo puede usufructuarse eso que para algunos es fantástico y para otros es verdad.
-Sí, hace poco fui a presentar el libro a Santiago del Estero y me di cuenta de que hace un tiempo allí había aparecido un chico cuyos padres decían que el hijo tenía la virgen en el ojo y que era sanador. Inferí que me hubiera gustado ir hasta allí y hacer una crónica. Pero en el momento que sucedió, no recuerdo si en 2003 o 2005, para mí la posibilidad de viajar a Santiago de Estero era muy lejana. Creo que por eso lo resolví por el lado de la ficción. El cuento lo escribí muchos años después a partir de eso que había quedado reverberando en mí. Creo que a veces eso que roza lo fantástico, ya se trate de creer en el poder de sanación de alguien que tiene una virgen en el ojo o cualquier otro tipo de creencia, tiende a reducir el grado de inverosimilitud que tiene la vida.
–En nuestra sociedad lo fantástico está relegado a la literatura, a algunos tipos de espiritualidad y el horóscopo que leemos incluso quienes no creemos en él.
-Claro, lo que sucede es que, ante la falta de certezas tratamos de aferrarnos a cosas que nos hagan la existencia un poco más previsible. Son argucias, construcciones y estrategias que armamos para eso. Claro que es como querer levantarse del piso tirando de los cordones de los zapatos. Uno igual lo intenta, aunque sea imposible. De ahí el acápite del libro, la frase de Ray Bradbury que resume todo esto: “Mantenerse borracho de escritura para que la realidad no te destruya”. Es como decir “refugiémonos en este lugar donde todo puede pasar”. Es un espacio donde pasa todo, pero sin el efecto brutal que tiene lo que sucede en la realidad.
-Otra característica de tu libro que me llamó la atención es la aparición frecuente de ciertos pueblos de provincia que son definidos con pocos elementos. ¿Qué encontrás en ellos?
-Me gustan los pequeños mundos que se generan en los pueblos, un poco como los pequeños mundos de Wells. En ellos hay una especie de microclima. Se dan situaciones que en ese contexto son hasta lógicas, pero que si las sacás de ahí pueden parecer totalmente excéntricas. Sólo en esa cotidianidad se dan como algo natural. Por eso, cuando cuento una historia que sucede en un determinado lugar, trato de afirmarme en ese sitio y no llevarla a un lugar que pueda ser cualquiera, ni anclarla en un lugar que requiera que el lector lo conozca.
-Los pueblos de tus historias ni siquiera tienen nombre, pero uno los identifica con lugares que conoce a partir de pequeños datos como el polvo o la sensación de calor.
-Por mi experiencia de cronista sé que es muy difícil contar un paisaje o contar una ciudad. Creo que es imposible. Lo que uno puede hacer es darle al lector ciertas referencias que le recuerden lo que conoce o que lo haga pensar en otra cosa, pero para reproducir lo que uno está viendo por lo menos a mí el lenguaje no me alcanza.
-Trabajas con la metonimia, con pequeños elementos que den cuenta de un todo.
-Sí, es que no sé hacerlo de otra forma. Me gusta pensar el cuento como una maquinita que uno desarma y vuelve a armar. En ese armar y desarmar es necesario que cada pieza esté donde tiene que ir. Si le sobra un resorte, seguro que no va andar. Creo que en el cuento cada palabra tiene que estar decidida. Ese es un desafío titánico y hasta imposible, pero parece interesante.