Poetas, narradores, cronistas, ensayistas, dramaturgos, ¿somos trabajadores? ¿Gozamos de los mismos derechos servicios sociales, jubilación que cualquier trabajador? ¿Qué lugar ocupa nuestra producción en el sistema de intercambio de bienes? ¿En qué condiciones trabajamos los que participamos de la creación de estos bienes y servicios culturales? Así comienza la solicitada publicada por la Unión de Escritoras y Escritores que integran Alejandra Zina, Selva Almada, Clara Anich, Guadalupe Farjat, Marcelo Guerrieri, María Inés Krimer, Julián López, Jorge Yako y Enzo Maqueira, y que firmaron numerosos escritores y dramaturgos, desde Marcelo Cohen a Griselda Gambaro, desde Santiago Loza a Claudia Piñeiro.
La CGT no incluye un gremio de escritores. Tampoco figuran en el imaginario social como trabajadores. Nunca se declararon en huelga y es poco probable que el monumento Canto al trabajo, del escultor Roberto Yrurtia, en lugar de estar integrado por 14 figuras que se esfuerzan por arrastrar una piedra monumental, mostrara 14 personas sentadas tratando de hacer construcciones con palabras. Definitivamente, sólo lo tangible merece el epíteto de trabajo y también, por lo tanto, remuneración, mientras que los bienes simbólicos pertenecen a la gran nebulosa de la gratuidad.
Sin embargo, los escritores, que son quienes producen esos bienes simbólicos, son la piedra fundamental tanto de grandes grupos editoriales multinacionales concentrados como de casas editoras pequeñas y medianas que necesitan de ellos para subsistir. Y, como sucede con los pequeños productores agropecuarios, constituyen el eslabón más débil de la cadena de producción, a pesar de que también generan otros trabajos paralelos que abarcan desde la imprenta al flete.
A través de la Cuenta Satélite de Cultura, el Indec ha comenzado a medir la incidencia económica de la cultura en la Argentina. En 2016, el sector Cultura aportó más de 140 mil millones de pesos, el 2,1% de un PBI de 6,7 billones de pesos. El 12, 9% del total aportado pertenece al rubro libros y otras publicaciones. El interés por mensurar la incidencia de los libros en la marcha de la economía no determina, sin embargo, que el escritor obtenga algún beneficio.
Vivir de lo que se escribe es casi imposible, reconoce Alejandro Vaccaro, presidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). Quienes pueden hacerlo son una ínfima minoría. La cadena del libro es compleja y el autor es el que menos gana, el que menos se lleva de esa torta que él mismo genera, porque sin autor no hay obra, no hay editor, no hay librero. El derecho de autor es el salario del trabajador de la literatura. En la Argentina sobran los dedos de la mano para contar los escritores que pueden vivir específicamente de ella. Pero esas son las reglas internacionales del juego. Cabe aclarar que el derecho de autor es el 10% del precio de tapa, no porque haya una ley que lo determine, sino, según lo señala Zina, porque es una costumbre impuesta por el tiempo.
La imposibilidad de vivir de lo que se escribe es cierto no es exclusiva de la Argentina ni de América Latina. La escritora Carolina De Robertis, uruguaya-estadounidense, autora, entre otros libros, del best seller La montaña invisible, dice por mail en un perfecto español aporteñado, ya que es nieta de argentinos: En Estados Unidos es más factible vivir de la escritura que en otros países, sin duda, pero tampoco es muy fácil o muy común. Son muchos los escritores talentosos que no consiguen vivir de su literatura y deben ejercer otras actividades, como la docencia. Conocedora también de la realidad del Uruguay, agrega que Eduardo Galeano era el único escritor de ese país que podía vivir de su producción literaria.
Vaccaro sostiene que dado que la profesionalización de la escritura es muy difícil, también es difícil que alguien pueda jubilarse como escritor. ¿Cómo definiríamos se pregunta a un escritor desde el punto de vista de las normas jubilatorias? ¿Es escritor el que publicó un libro, el que publicó cinco? ¿Cómo se cuantifica? Afortunadamente, las amas de casa lograron una jubilación tan merecida como exigua sin tener que establecer la cantidad de metros cuadrados que limpian a diario, para cuánta gente cocinan o cuál es el grado de esmero con que realizan las tareas del hogar. Que no se les reconozca a los escritores ese mismo derecho tiene entre sus causas el menosprecio socialmente instalado por toda actividad intelectual. A nadie se le ocurre afirma Vaccaro que se deba pagar por escribir un prólogo o dar una conferencia. Hay una conciencia colectiva de que ser escritor no es un trabajo. La SADE es una entidad gremial que representa a los escritores de todo el país, pero a nivel individual el autor se siente desprotegido y con frecuencia ni siquiera reclama lo que le corresponde. Si nos planteáramos, por ejemplo, una huelga de escritores, todo el mundo se moriría de risa.
La solicitada de la que se habla al principio (y que puede leerse en <https://uniondeescritorasyescritores.wordpress.com/>) nació de un posteo en Facebook que hizo el escritor Julián López acerca de las editoriales independientes y su relación con los autores. Se desató así una encendida polémica virtual que daba cuenta de una problemática invisibilizada, a veces falseada, que genera malestar porque, cuando se la expone, algunos la sienten como el ataque a una industria que depende de muchos avatares y no cuenta con el respaldo que correspondería de políticas públicas. Otro de los puntos nodales de la solicitada es el papel que debe cumplir el Estado respecto de la promoción y producción literaria, la traducción, becas, subsidios, concursos nacionales y municipales, financiamiento de la participación en ferias y festivales, compra de títulos para bibliotecas públicas.
Con Julián López y Selva Almada cuenta Alejandra Zina comenzamos a reunirnos y, dado lo que había sucedido en las redes, convocamos a otros colegas para charlar de los problemas que enfrentamos los escritores y darle a ese debate una salida pública. Publicamos la solicitada y encontramos el apoyo de distintos escritores, de diferentes edades y trayectorias. Asegura que no hay en el país una cultura acerca de la escritura como trabajo; por eso se le puede pedir a un escritor una columna o un prólogo sin que quien hace la solicitud crea que debe pagar por el trabajo requerido. En España, en cambio, un escritor que va a firmar libros a una librería, por ejemplo, recibe una paga. Aquí la tarea de dar charlas o talleres o firmar ejemplares, que pueden ser parte de la promoción de un libro, son completamente ad honorem. Está instalado que ser escritor produce un rédito simbólico y que con eso te tiene que alcanzar. Lo peor es que está instalado entre nosotros mismos, entre los escritores, como si debiéramos pagar por hacernos un nombre trabajando sin cobrar. Por eso hacemos silencio respecto de estos temas, como si se tratara de un secreto profesional.
La escritora y traductora Esther Cross es una de las firmantes de la solicitada de la Unión de Escritores. Acuerda con todos los puntos, pero muy especialmente con el reclamo de que los escritores estén presentes en los debates de las leyes relacionadas con el libro o con temas como la importación. Advierte que la Sociedad Argentina de Escritoras y Escritores (SEA) se mueve hace tiempo en ese sentido: Hace un trabajo de hormiga con el que fueron consiguiéndose cosas. Promovió la pensión para escritores y es la entidad que sale a reclamar el pago de los premios, que históricamente se atrasa.
Cuando se habla del futuro del trabajo, es imposible no referirse a las nuevas tecnologías. En el caso del libro, la relación es casi obligada. Sin embargo, más que plantearse el destino del libro y del escritor en un mundo hiperconectado, parece más atinado preguntarse cuál será el destino del escritor como trabajador en un mundo en el que los propios trabajadores reconocidos como tales trabajan más para ganar menos, y tienen cada día un destino más incierto.