«Cuando vivía en Estocolmo tuve la entrevista para mí más loca, divertida e inolvidable: me tocó entrevistar a Tom Waits, un personaje por el que siento mucha admiración. Yo me sentía un poco nervioso y él no estaba en uno de sus mejores días. Comenzamos a hablar sin salirnos del «libreto». Pero en un momento me acordé de que en una película de Jim Jarmusch en la que trabaja Waits, Down by Law, al principio hay una escena en que su pareja, luego de una pelea, comienza a tirar sus zapatos por la ventana y él se vuelve loco. Cuando se lo menciono, me dice que esa escena no estaba guionada y que lo peor que le pueden hacer es maltratar sus zapatos. Entonces me mira y me dice: ‘A propósito, me gustan mucho tus zapatos’. Yo tenía unas zapatillas plateadas, muy raras, que había comprado en Italia. Le dije: ‘Creo que debemos calzar el mismo número, así que si te gustan, te las regalo’. A partir de ahí charlamos cuatro horas, me invitó a su concierto y fue una entrevista increíble. Por suerte era verano. Me volví a mi casa descalzo, pero feliz».
Quien cuenta su método poco ortodoxo para lograr una buena entrevista es el escritor, editor y periodista Christian Kupchik. Probablemente, su recurso no sería recogido en ningún manual de periodismo. Y, aunque fuera aceptado en una lista de consejos insólitos, a quien los aplicara no le daría los mismos resultados que a él, porque, según lo demuestra en Todos estos años de gente. Encuentros con escritores notables (Editorial Modesto Rimba), su método es intransferible y varía según el entrevistado. Por esa recopilación desfilan nada menos que Antonio Lobo Antunes, John Banville, Jorge Luis Borges, Anthony Burgess, Siri Huvstvedt, Antjie Krog, Henning Mankell, Dacia Maraini, J.M.G. Le Clezio, Joyce Carol Oates, Nélida Piñón, Susan Sontag, John Updike, Tobías Wolff. A esto se suma un minucioso trabajo de edición del que también fue el artífice.
Políglota, Kupchik realizó casi todos los reportajes en la lengua de los escritores que entrevistó. Especialista en filología de lenguas nórdicas y literatura de viajes, es coeditor de Siwa, una revista de literatura geográfica con una estética del siglo XIX y textos que no corren carreras contra el tiempo. Una publicación exquisita sin precedentes en el país.
Rara avis en el mundo de la cultura, comenzó a estudiar Psicología porque leía a Freud como si leyera historias fantásticas, es una persona capaz de caminar descalzo por las calles de Estocolmo, perderse en tierras incógnitas de mapas medievales y traducir al español poemas de quien luego sería el Premio Nobel de Literatura 2011, Tomas Tranströmer.
Para aproximarse a una definición podría decirse que es un lector-escritor visceral, un entrevistador de curiosidad insaciable y métodos originales, un sabio apasionado. En fin, un erudito de sangre caliente.
¿Qué te decidió a publicar un libro de entrevistas?
Nunca se me hubiera ocurrido armar un libro de entrevistas. Fue idea de la gente de la editorial Modesto Rimba. Ahí me di cuenta de que hace mucho que trabajo en esto y que tengo muchísimas entrevistas. Querían hacer tres tomos, pero propuse empezar por algo más sencillo, por escritores notables de diferente origen. Todos son muy importantes, pero algunos de ellos no se corresponden con los parámetros estéticos de esta época. Reflejan muy bien la segunda mitad del siglo XX.
¿A quién te referís?
El más viejo de los que figuran en el libro es Anthony Burgess.
Esa entrevista es una verdadera perla porque, además, da cuenta de un hecho histórico, como el encuentro de Burgess con Isaac Bashevis Singer, premio Nobel 1978, que describís como una «arveja calva y sabia», quien ante una cita de Burgess dice que no conoce a John Lennon y le pide perdón por no conocerlo. ¿Cómo fuiste testigo de eso?
Yo tenía una entrevista pautada con Burgess y me invitaron al estudio televisivo. Pero se frustró por la charla que tuvo con Singer. Quedó tan desconcertado que no quiso dar más entrevistas. Lo volví a encontrar cinco años más tarde. Me pareció maravilloso el gesto de Singer porque, como decía Burgess, no tenía ninguna necesidad de decir lo que dijo. Hubiera bastado con que dijera «ahá, sí, claro». Ahí me di cuenta de la grandeza de Singer.
Es decir que hay pequeños actos que hablan de un escritor tanto como su obra.
Este tipo de referencia quizá no hace a la obra de los autores en sí misma, pero es importante para ver otra dimensión de ellos. Por ejemplo, no me imaginaba el relato que hace Dacia Maraini sobre su estancia en un campo de concentración japonés. Quedé fascinado con su historia. Me imaginaba las escenas vistas desde los ojos de una niña. ¿Cómo no iba a ser escritora esa mujer? A pesar de haber sido traducida a muchas lenguas, aquí hay gente que casi no la conoce o que tiene una referencia de ella por haber sido la mujer de Alberto Moravia. Algo similar pasa con Nélida Piñón que es un referente para la literatura brasileña. Estos no son nombres que hoy circulen demasiado en comparación con Haruki Murakami, Jonathan Franzen o Michel Houellebecq. Al armar el libro tuve la perspectiva de lo frágil que es la palabra, de cómo autores reconocidos, con una gran obra, en un determinado momento quedan en un segundo plano y no porque hayan perdido validez. La naranja mecánica, por ejemplo, habla mucho de la violencia que vivimos hoy.
La entrevista con Mankell, entre otras, revela muchas cosas no tan conocidas. Por ejemplo, su casamiento con Eva Bergman, una hija de Ingmar Bergman, y la amistad entrañable que estableció con su suegro.
Es posible que haya influido el hecho de que se la hice en su propia lengua, lo que quizá lo haya hecho sentir liberado. Él era un tipo duro que se malhumoraba con cierta facilidad. Tenía muchos compartimentos, no sólo las novelas de Kurt Wallander, que son las que lo dieron a conocer. También están las de motivos africanos. Pero hay una serie de novelas en las que está él. Hay dos con el mismo personaje, Zapatos italianos y Botas de lluvia suecas. Esta última es póstuma, es una carta de despedida y es maravillosa, creo que es lo mejor que ha escrito. El personaje es un hombre de 70 años, la edad de Mankell, un médico retirado que tiene una hija que conoció de adulta y con la que no tiene contacto y vive en una casa que construyeron sus abuelos. La novela arranca con el incendio de la casa y con el hecho de que a los 70 años tiene que rearmarla, volver a armar su vida hacia atrás. Sus recuerdos se quemaron cuando estaba por terminar su vida. No sé por qué me cuenta la anécdota de un niño africano que le pregunta quién cierra los ojos cuando una mujer y un hombre se besan. Luego él averigua sobre el porqué de la pregunta. En la cultura del chico el amor no se expresa a través del beso y a partir de allí hace todo un análisis sobre los códigos culturales, sobre la lucha de clases, sobre Europa y África. Eso explica, o por lo menos me explica a mí, quién era Mankell. Él estaba muy consustanciado con la realidad de África. El año pasado visitó la Argentina un escritor de Mozambique que había trabajado con él en el Teatro Nacional Avenida de Maputo y me hablaba de un Mankell irreconocible de acuerdo con su imagen pública. Lo mismo me sucede con la anécdota de Tobías Wolff acerca de su padre, que era constructor naval y que durante la Segunda Guerra Mundial lo contrataron para que transformara aviones comerciales en aeronaves de guerra. Como los electricistas tenían que trabajar en la nariz del avión, que era estrecha, sufrían claustrofobia. Su padre contrató entonces a los enanos de un circo que estaba fuera de temporada y que luego hicieron huelga porque se corrió el rumor de que les pagaban menos que a los otros electricistas. En el mismo sentido podría citar la de Antonio Lobo Antunes que cuidaba a su exmujer en la etapa terminal de un cáncer y fue capaz no sólo de escribir una novela en ese momento, sino de detenerse en un adjetivo que pronuncia su mujer. Ella le pregunta la hora y cuando él le contesta, ella le dice: «Qué hora más incierta», y él queda maravillado.
¿Cómo lográs ese tipo de revelación de un autor?
No siempre es posible sacarlo de lo pautado, pero trato de ir a lo pequeño, a otras zonas que incluso iluminan su obra. También aprendí que en el momento de hacer una entrevista no es igual un escritor, que un músico o un director de cine. Los escritores son más reservados, salvo excepciones, se someten a las entrevistas a pesar de sí. Una vez me tocó estar del otro lado del mostrador. Había vuelto de Estocolmo, no tenía trabajo y me pidieron que hiciera la prensa de un autor noruego. El escritor era Jostein Gaarder, autor de El mundo de Sofía, que se convirtió en un bestseller. Además, yo me encargaba de la traducción. A la tercera o cuarta entrevista me dijo que contestara yo que ya conocía las respuestas. Me costó convencerlo de que eso era una falta de respeto hacia los periodistas. A partir de entonces pensé que había que desarrollar algún recurso para establecer una complicidad con el entrevistado.
¿Cómo lo encontraste?
Hace años vi una película japonesa, After life, que me pareció fabulosa. Un grupo de gente de todas las edades y de toda condición social llega a una casa. Los anfitriones que los reciben les aclaran que están todos muertos y que para continuar su viaje no se sabe adónde, tienen que contar un recuerdo. Los organizadores van a intentar reconstruirlo para que lo vuelvan a vivir y así puedan seguir el viaje. Muchas veces, cuando veo que el diálogo está empantanado, le pido al entrevistado que me cuente un recuerdo. Por lo general, en ese momento se produce una especie de deshielo porque estás tocando una fibra íntima. Quizá sea muy psicoanalítico, pero desarma un discurso y a partir de ahí se abre el delta de la memoria. Me gusta trabajar con los intersticios, los silencios, lo no dicho, las anécdotas poco literarias que para mí son mucho más reveladoras de la dimensión humana de los entrevistados y que dialogan después con las obras.«
Reunión cumbre literaria: Sontag y Borges
«En abril de 1985 la Feria del Libro de Buenos Aires escribe Kupchik en el final de Todos estos años de gente organizó una reunión cumbre entre dos de los máximos referentes literarios del siglo XX: Susan Sontag y Jorge Luis Borges. En realidad, ya habían tenido un encuentro en Nueva York tres años antes, por lo que el argentino recibió a la norteamericana con una sugestiva boutade: ‘Aquí estamos otra vez como Laurel y Hardy, representando nuestro número.'»
Si no hubieras recogido en tu libro la charla entre Sontag y Borges, quizá se habría perdido o no estaría tan disponible.
Sí, es cierto, porque en el momento en que se produjo ese diálogo no existían las redes sociales. Mi mérito en este caso es sólo el de haber sido un testigo ocasional de ese diálogo y haberlo registrado. Pero también es muy impresionante la carta que luego Sontag le escribe a Borges a diez años de su muerte y que también figura en el libro.
¿Cómo diste con esa carta?
La leí en el periódico inglés The Independent. Me llegó de casualidad y la asocié con la charla que ellos habían tenido en Buenos Aires. La carta se publicó en la revista Quimera y también en una revista sueca. Me llamó la atención que aquí nadie la levantara.
¿Qué te llevó a incluirla?
Me pareció, con respecto al libro, que cerraba perfectamente la relación dialógica de las otras entrevistas.