Definir a Christian Kupchik es una tarea impracticable. De todos modos, vale la pena intentar por lo menos algunas aproximaciones. Imposible saber qué contestó de chico a la poco original pregunta de los adultos «qué vas a ser cuando seas grande», pero es muy probable que haya respondido “viajero”. Si viajar no es considerado un trabajo, él transformó el viaje en un oficio maravilloso. Es que no solo ha tenido o sigue teniendo una vida bastante nómade (en este preciso momento es difícil determinar si está en Praga, en Estocolmo o en algún otro sitio del mundo alejado de Buenos Aires), sino que se ha dedicado a viajar de todas las formas posibles: como poeta, narrador, periodista cultural, editor, especialista en literatura de viajes, traductor, artífice de una revista de literatura geográfica, amante de los mapas antiguos y admirador devoto de las estampillas que Donald Evans, ese ilusionista postal que las pintaba a mano con preciosismo de orfebre y a través de las cuales fundaba países que no figuran en ningún mapa.
Si es cierto, como dicen los musulmanes, que Dios creó primero la pluma de caña y luego la utilizó para escribir el mundo, se entiende mejor que Kupchik viaje también a través de las palabras, porque las diferentes geografías son un muestrario de la escritura divina. Es así que, además de ser escritor, cofundador de la revista geográfica Siwa y creador de la editorial Leteo, donde solo se editan libros de factura exquisita, acaba de publicar un libro de cuentos, Pranzalanz (Dualidad). Está constituido, por supuesto, por cuentos escritos a contrapelo de cualquier moda o tendencia literaria. Relatos que nadie más que él podría escribir.
–¿Cómo nacieron estos relatos, que podrían definirse quizá como pequeñas cosmovisiones?
–Muchos, sobre todo los de la primera parte, tienen mucho tiempo, algunos, tres décadas. Pasaron por muchas capas tectónicas de trabajo. Cuando empecé a escribir este libro comenzó paralelamente mi interés por la literatura de viajes, y lo primero que comprobé acerca de ella yendo a la fuente de distintas cosmovisiones es que todas partían de una invocación al peregrinaje y la palabra. Hablo de la Biblia, el Corán, un manual sufí, el Bhagavad-gītā… Mahoma, Buda, Cristo y los distintos líderes del judaísmo fueron todos grandes peregrinos. De hecho, la primera tesis sobre la novela policial se abre con un viaje que es la historia de Caín y Abel. Caín es el pastor, el nómada. Mientras él caminaba con sus ovejas, Abel, que era el agricultor, estaba sentado tocando la flauta. Cuando llega el asesinato, Dios le ordena a Caín hacerse al camino, pero como forma de castigo, él debe pagar los pecados fuera de su tierra. Esa es la primera forma de exilio. Luego existe otra forma de viaje, que es salir al camino para llevar la palabra de Dios. Hay un manual sufí que indica que el derviche, que es quien escribe, es el caminante y que, a través de su peregrinaje va escribiendo la historia divina, hay un punto en que se vuelve camino, se vuelve libro. ¿Para qué? Para que otro caminante lo cruce. Por otra parte, hay una serie de mitos que se apropian de la lengua de los textos sagrados para dar sus cosmovisiones, desde las mitologías griegas hasta el Popol-Vuh.
–¿Los disfrutabas?
–Muchísimo, porque sentía que había una libertad en el uso de las imágenes, en el lenguaje, que tenía que ver con los grandes textos de la literatura universal que a mí me sedujeron: Gargantúa y Pantagruel, Don Quijote…
–¿Tus textos van a contrapelo de lo que se escribe hoy?
–Sí, van a contrapelo en buena medida porque, como los textos sagrados, los mitos y leyendas, apelan al lenguaje alegórico, que no es simplemente una metáfora, sino que va más allá. Es una herramienta retórica que lo que pretende es resignificar, darle un sentido nuevo a algo.
–Es algo intencionalmente anacrónico.
–Hoy vivimos en la época de las fake news, de la fugacidad, de la necesidad de realismo puro y duro y, entonces, apelar a la alegoría parece un insulto, algo menor. Incluso se han menospreciado por esta razón obras que para mí me son muy valiosas, como las de Saramago. Lo critican por ser alegórico, cuando la alegoría no es ni buena ni mala, es una herramienta. Todo depende de cómo la uses. Los Evangelios, San Agustín, Cicerón, Juvenal, la Divina Comedia, el Teatro del Mundo de Calderón están basados en alegorías. Por eso, me parece ridículo menospreciar a una obra por alegórica. De todos modos, no todos los cuentos de Pranzalanz son alegóricos y en ningún caso las peripecias tienen que ver con los textos sagrados, ni con mitos y leyendas. Simplemente, es un modo de contar, porque me parece que ese tipo de discurso, independientemente de que seamos religiosos o no, nos constituye, nos ha formado y sigue teniendo vigencia. En uno de los cuentos, «Amor divino», intenté al principio hacer una versión realista. Tenía muy claro que quería hablar de los peligros que conlleva ser una pareja simbiótica, sobre todo si los dos miembros están empoderados y cada uno de ellos participa de una cuota de poder real o simbólico. Imaginemos a una mujer que tiene un alto cargo político y a un hombre que es CEO de una multinacional muy poderosa o a la inversa. Viven en Nordelta y van tejiendo una relación que va escalando sus niveles de violencia hasta llegar a un desenlace. Cuando tengo ese relato pienso que eso es una novela venezolana.
–¿Y entonces?
–Entonces me pregunté qué pasa si ella es una diosa, él es un gigante y viven en un fiordo aislado en el fin del mundo. Cambió el contexto y cambió la estructura, que pasó a ser netamente dialógica. Me pareció que para lo que quería contar, esa forma resultaba mejor que una historia convencional donde los personajes fueran más identificables. Creo que no hay que tener miedo ni avergonzarse y animarse a ir un poco más allá.
–¿Pransalanz es una geografía existencial?
–Sí, absolutamente. No tiene que ver con ningún espacio.
–Podría ser cualquier espacio con ciertas constantes, como la muerte y el amor.
–Sí, hay algo interesante con el primer cuento, «Camino a Pranzalanz», que fue uno de los primeros que escribí. Cuando me mandaron las galeras para corregir, me di cuenta de algo que no había visto, una suerte de procrastinación. Caí en la cuenta de que tenía mucho que ver con lo que vivimos en 2020, con el Covid. ¿Cómo nos cuidamos de la muerte? Lo único que parecía posible en ese momento era aislarse. En este caso, se ponen en juegos estrategias inversas. Se montan guardias para resguardarse de la muerte y todo resulta inútil.
–No es el único cuento que se puede leer en clave actual. “Tristes triunfos pasajeros”, el relato de los esclavos, podría leerse de esa forma.
–Sí, también. Ese cuento fue escrito en Suecia. Fue en los años ’80. Suecia es un país con uno de los más altos estándares de vida, pero también había desclasados, obviamente no como acá. El Estado se hacía cargo, pero vivían en una suerte de limbo. No solo eran migrantes, sino nativos que tenían una serie de problemas, como adicciones. Hablando con una de estas personas me pregunté qué tiene para perder alguien que ya lo perdió todo. Acá una persona que se ve despojada de todo puede tener un gesto de rebeldía, ya sea salir a robar o enfrentarse al sistema de alguna manera. Por supuesto que va a pagar un precio por eso. Allá, el Estado de bienestar les anulaba todo gesto de rebeldía. El personaje del cuento, cuando pierde todo, se entrega y dice “soy tu esclavo” y, a partir de esa entrega, se empieza a reconocer en él cierta humanidad, lo que motiva en el otro el deseo de ser también él esclavo. Un amigo me preguntó a raíz de este cuento por la libertad, palabra muy bastardeada hoy. Libertario es una palabra que está en las antípodas de lo que quienes la usan pretenden que significa. Comparando ambas sociedades pensé que el capitalismo te ofrece la libertad como si fuera el collar de un perro. En algunos casos vas a caminar al lado del amo. En otros, la correa te permite alejarte unos metros, pero el collar no te lo podés sacar. ¿Querés ejercer tu libertad? Perfecto, rompé con los bancos y vamos a ver hasta qué punto es posible hacerlo. Los personajes del cuento están cruzados por esto.
–En tus relatos hay un extrañamiento que tiende a mostrar la naturalización que uno hace de todo. Por ejemplo, en el relato referido a Parque Chas, no aparece como el barrio pintoresco que es para la mayoría, sino que lo transformás en otra cosa.
–Es que ahí, Parque Chas funciona como Pranzalanz, no es exactamente Parque Chas.
–Sobre todo en la segunda parte hay menciones que te ubican en el mundo de hoy.
–Es cierto, desde chiquito sufro miopía y tiendo a ver todo distorsionado y, si no lo veo distorsionado, intento verlo distorsionado. Busco en mis propias lecturas encontrar el asombro y la perplejidad. Por supuesto que hay muchísimas formas de abordar la literatura. Hay escritores naturalistas fantásticos. Pero a mí me interesa mucho más esa mirada que tiende a hacer de lo cotidiano algo extraño. En Viaje alrededor de mi cuarto Xavier de Maistre comienza a ver todo lo que lo rodea con los ojos de un extraterrestre. Los autores que me interesan siguen esta corriente, comenzando por Kafka o Bruno Schultz. La literatura uruguaya tiene una tradición en este sentido, sobre todo desde Felisberto Hernández en adelante, con Armonía Somers, Mario Levrero, Marosa di Giorgio, con Felipe Polleri, que es un autor actual. Son los que Ángel Rama llamaba «los raros». Acá, Borges también se acercó a eso, aunque de otra manera. Una vez lo entrevisté y le pregunté por qué tenía tantos relatos ubicados en el siglo XIX siendo él un escritor del siglo XX. La respuesta que me dio me conmovió porque me pareció muy sincera y muy humilde. Me dijo: «¿Usted se acuerda de qué pasó en el siglo XIX?». «No, le contesté, no viví en ese siglo». Me respondió: «Yo tampoco. Entonces, quién me va a decir algo?». El verosímil, entonces, se hace más elástico y eso no implica que no esté hablando, como lo hace Saramago, de cuestiones que tienen que ver con el presente. «
Elogio de la obsesión
–El libro está dividido en dos partes de siete cuentos cada una. El siete es un número cabalístico y el número de la armonía para los pitagóricos. ¿Fue deliberado?
–Absolutamente. En un principio pensé que el número tenía que ser impar porque el par respondía a una lógica que no era la de los cuentos. El tema es que me faltaba un relato para que ambas partes tuvieran un número impar. Entonces, sumé uno de los últimos, que tiene unos tres años. Creo que se nota un poco en el estilo. Es “Un paquidermo en el placar”. Además, escribí una especie de coda, “The end”, con los acápites de Eliot, Burroughs y Beckett, que tiene que ver con la idea de lo cíclico, que está presente a lo largo de todo el libro. ¿Por qué elegí el número siete? Porque, como decís, es el número sagrado en la Cábala, es también un número pitagórico y es, además, mi número favorito. Otra de mis obsesiones con la escritura tiene que ver con la música, por eso en los relatos hay aliteraciones y demás. Incluso, pensé que en Pranzalanz, que denominaste geografía existencial, tenían que estar presentes los Polos y el Ecuador del alfabeto y se tenían que repetir: anz anz. Quizá ningún lector repare en eso, pero a mí me pareció que ese detalle seguía la estructura del libro.