“Escucho que acaba de morir padre. Tengo 15 años. Veo a mis hermanas bailar, resplandecer en medio de nuestro jardín-selva que nadie cuida, bajo una luna desbordada, redondísima, blanco-fuego”. Así comienza, con un lenguaje poético infrecuente en el género novela, el último libro de Cecilia Szperling, Las desmayadas. Podría decirse que , parafraseando a Thomas de Quincey, es un texto que propone el desmayo «como una de las bellas artes»,
Todo el texto está marcado por esta subversión a las leyes implícitas del género, a la narración tradicional, al lenguaje plano de carácter instrumental con que suele contarse la vida doméstica.
La muerte del padre sume a la madre en la pena, mientras una adolescente milita, sin embargo, para que la vida siga fluyendo y en ese flujo vital que reclama entran desde el sexo hasta las fiestas. Una constelación femenina formada por la madre y las tres hermanas se mueve alrededor del jardín, espacio a la vez y real y onírico, para volver a encontrar o reencontrar sus propios pasos en la nueva coreografía que establece la muerte paterna.
Poesía, narración, teatro, ópera minimalista, pintura hecha con palabras, texto onírico y real, Las desmayadas es renuente al encasillamiento en cualquier categoría prefijada. No busca, por lo tanto, la tranquilidad del lector ante un paisaje conocido, sino más bien esa sensación gozosa y, a la vez, inquietante, que produce la irrupción de lo desconocido.
–De la poesía surgen la narrativa. En este sentido Las desmayadas es un libro extraño. ¿Vos lo concebiste así?
-Me gusta la palabra “extraño”. Este libro salió como una especie de borbotón o como un desmayo. En un viaje reciente en avión pensé que el avión es como un desmayo, porque te ele.. vás, te alejás de todo y no te responsabilizas por nada. La vida abajo sigue, pero vos estás en un mundo paralelo. La novela fue algo así. Tuve ganas de sentir las imágenes, de verlas, de escucharlas. Por eso Las desmayadas fue un libro que leí mucho en voz alta. Por momentos me parecía que eran canciones; por momentos, poesía; por momentos, cuadros. Alguien me dijo que es una coreografía. Es un libro a que no está atado al párrafo. Es una literatura desbordada.
–Una pequeña ópera.
-Sí, absolutamente. En la presentación Marina Mariasch habló del libro de una manera increíble, también estuvo Andrés Gallina que es un gran escritor, editor y pensador. Tuve, además, el privilegio de que leyera algunos párrafos Cecilia Roth. Al escucharla sentí que ella estaba encarnando lo que era el texto, que el libro tenía una teatralidad, una performance. Sí, es un libro teatral.
–Antes de que en la novela apareciera mencionada Berta Singerman, pensé en ella que tiene tanto que ver con lo que se llamaba “declamación”, una expresión de gran teatralidad. Creo que, en ese sentido, es un libro voluntariamente anacrónico.
-Hay, sobre todo en las provincias, lugares en los que se sigue enseñando declamación. Con Agustina Pérez Rial, Irina Raffo y Lucía Osorio estamos armando una adaptación al cine de la novela y lo primero que comenzamos a hacer fue juntar, gracias a Agustina, una colección de divas desmayándose, actrices y películas muy emblemáticas. Lo que llamás anacrónico, yo no sé si llamarlo legado, educación sentimental o carga que parece que no está pero que está. Creo que hay algo anacrónico que persiste. Pienso, por ejemplo, en una película como Metrópolis, de Fritz Lang y también en Macedonio Fernández, en el inventor loco con la mujer que muere y el inventor que la quiere revivir, en esas mujeres del cine mudo gigantescas, hermosas, auráticas. Siento que todo eso persiste, que es un imaginario que está en la genealogía. Hay muchas cosas a las que les fuimos en contra, cosas que han cambiado mucho, pero en algún lado hay una persistencia de cierto lugar para la mujer que es el lugar performático, un lugar en que siempre es observada. La propia marea verde es performática. Hay una vocación performática porque hay una educación performática. Creo que esas imágenes están en nuestro inconsciente colectivo.
–Vos mencionás en la novela a las mujeres que observaba Charcot en la Salpêtrière.
-Sí, también está la mujer observada clínicamente.
-Hace mucho tiempo algunas mujeres tomaban jugo de limón que, según creían, las hacía pálidas. Eso, como el desmayo, está del lado de lo etéreo.
-Claro. Tanto en Las desmayadas como en mi libro anterior, La máquina de proyectar sueños, cuento que las tres hermanas fuimos educadas por Patricia Stokoe en la expresión corporal y por otras maestras en la danza moderna. Tanto la expresión corporal como la danza moderna eran una rebelión que iba en contra de la bailarina clásica, de las zapatillas de punta, del cuerpo etéreo, de la palidez, del desmayo. Se rebelaban contra esa doctrina del cuerpo, contra ese catálogo de actitudes que dicen cómo debe ser el cuerpo de la mujer, para reemplazarlo por otro catálogo. Esa rebelión era también un diálogo.
-Una evocación, porque no se puede dialogar sin evocar el motivo de la sublevación.
-Exactamente. Para la danza moderna se necesita la danza clásica, de modo que las que nos formábamos en la danza moderna igual pasábamos por el profe o la profe de danza clásica que te decía: “sos un patito”, “sos un pajarito”, que hablaba de “las piernitas”. Ambas expresiones tenían puntos de contacto, incluso cuando se trata de la danza libertaria de Isadora Duncan.
-¿Y en literatura cómo fue la formación que recibiste?
-Mi madre me recitaba a Juana de Ibarbourou, la poeta uruguaya. Por ejemplo, El dulce milagro: “¿Qué es esto? ¡Prodigio! Mis manos florecen…»y La Higuera: “Porque es áspera y fea, / porque todas sus ramas son grises…” Recibí ese tipo de lectura junto con la de María Elena Walsh. Ahora que están buscando material de Borges, por primera vez leí algo de él en que cuenta que había estado sentado conversando con una mujer que le pareció increíblemente inteligente a la vez que sensata y tranquila porque no hacía alarde de esa inteligencia, que lo había dejado patitieso y que, además, era bellísima. Luego cuenta que cuando preguntó su nombre le dijeron que era Juana de Ibarbourou. Yo no tenía una imagen de ella, nunca la había imaginado y nunca había buscado una foto. Con esto de Borges su cuerpo comienza a encarnarse para mí.
–A ese tipo de anacronismo me refería, a que en Las desmayadas hay una fascinación con este tipo de cosas.
-Sí, algo que siempre me conmovió y que tiene que ver con el feminismo y es que Alfonsina Storni llenaba teatros, las hermanas Singerman participaban en películas y salían en las tapas de las revistas. A la vez, el orden del machismo hacía dejar a la oralidad, la declamación y la convocatoria en un lugar de “cosas de mujeres”, de cosa menor. De golpe, ahora los escritores salen a leer lo que hacen. Cuando yo comencé a hacer lecturas más música, tenían una actitud como de “pero qué es esto”. Ahora estos mismos escritores salen y cantan canciones, recitan y legitiman lo que antes no les parecía bien. Durante mucho tiempo el arte de las mujeres estuvo en una especie de clase B. En esos segundos lugares que ocupaban las mujeres también se construyeron, como dice Sylvia Molloy “las tretas del débil”. Entonces me di cuenta de que, frente al avance del otro, que podía ser el abuso, la violación, la fuerza psicológica, el desmayo era una treta para pasar de ser víctima a ser la estrella. La mujer que iba a ser maltratada hace un gesto por el que hay que atenderla y termina llamando la atención de todos. Me pareció interesante esta “treta del débil” que tiene que ver con edificarte como mujer en la sociedad. La lectura de Manuel Puig tanto como la de Clarice Lispector me arrastra a ese lugar del desborde, del melodrama, de la ópera, a ese estilo que también le pertenece a la literatura. Hay algo que me gustó mucho que dijo Cecilia Roth en la presentación que me gustó mucho y es que, en realidad, los desmayos son ejercicios para no morir. Se juega a la muerte, no para probar cómo es, sino para no morir. Es el juego de ir, pero volver y decir “acá estoy”.
–¿Qué alcance tiene para vos la expresión “fábula autobiográfica”?
-Durante casi dos décadas hice el ciclo Confesionario. Historia de mi vida privada. Los autores y autores que participaban tenían que contar una historia verdadera, confesional y en primera persona. Arranqué con esto antes de la ola de la literatura del yo y me nutrí escuchando esas historias. Me di cuenta de que me encantaba la autobiografía, pero que yo necesitaba partir desde otro lugar.
-¿Y ese otro lugar cuál era?
–Mi autobiografía fabulosa, mi propia novela. Mi casa materna era muy teatral, estábamos todo el tiempo bailando desnudas, cubiertas con sábanas, camisones o disfraces. Nuestros amigos y novios eran músicos. Había un piano, se escuchaban las sinfonías de los autores rusos como Tchaikovsky, yo leía a los clásicos rusos, mi mamá declamaba. Mi casa era un poco un teatro, mi realidad tenía un nivel fabuloso y yo era una niña poeta. Fabián Casas me escribió detrás de La máquina de proyectar sueños que el libro lo hacía recordar al escritor polaco Bruno Schultz. Mi papá era polaco, yo nací acá pero tengo nacionalidad polaca. Schultz podría haber sido contemporáneo de mis abuelos y vivían muy cerca. Él dice que así como en nuestro ADN tenemos inscripta nuestra altura, nuestro color de ojos, nuestra voz y todo lo que forma parte de nuestra materialidad corporal, también hay un ADN de lo imaginario. Su madre le contaba un cuento de un caballo alado y eso entra a su material psicológico y lo va a pregnar y a acompañar toda la vida. Por esto el calificativo de “anacrónico” es, en parte, acertado y en parte, no. Yo pienso más bien en la noción de infinito. Esos recuerdos me constituyen. A eso me refiero cuando hablo de “fábula autobiográfica”. Tiene que ver con la forma en que uno se cuenta a sí mismo su propia historia. En eso hay algo real y algo que no. En verdad, la realidad no es tan real como parece.
El nacimiento de las desmayadas
-¿Cómo surgió este libro y cómo fue el proceso de escritura?
–Estaba en pleno activismo y mi editora, Mercedes Güiraldes, me dijo que quería publicar algo mío. Yo tenía a la escritora un poco tapada por la activista. Saber que este libro, que aún no existía pero que podía escribir, tenía un destino me produjo el primer borbotón que es la primera escena. Lo que hice fue estructurar una serie de preguntas que me hice acerca de mi vida y contestarlas. Luego las tiré, aunque en algún momento pensé en dejarlas. María Moreno me decía que las dejara, mientras otras personas me decían lo contrario. Esas preguntas me permitieron ir avanzando. Creo que en las primeras 30 páginas del libro condensé todo lo que pasó y luego lo fui desgajando. Comenzó a fluir, terminé de escribirlo en tres o cuatro meses y vino la pandemia. Entonces tuve mucho tiempo para armar esa telaraña, ese libro-objeto y ver dónde amarrar la narrativa, cuál era el orden.Lo organicé por escenas como si fuera una película, lo dividí en cuatro secciones… Pero al principio lo que tuve fue una espuma, un material marítimo que era puro sonido, puras imágenes, aunque tenía una narrativa que corría por debajo.
Una historia escrita sin red
–Al leerte tuve la sensación de que te largaste a escribir sin red, que el libro fue una búsqueda, un experimento. ¿Fue así?
–Sí, me largué a escribir sin red. Pero a partir de lo que me dijeron Marina Mariasch, Andrés Gallina y Cecillia Roth, entendí que escribí sin red pero con contención, que experimenté, pero que fue un experimento encarnado que tomó su lugar, que no fue algo efímero. Soy una aprendiz de brujo sedimentada.
–A partir del primer capítulo me pregunté cómo ibas a convertir esa matriz poética en narrativa, cómo ibas a seguir contando.
–También yo me lo pregunté.
–¿Y cual fue tu respuesta a esa pregunta?
–Bueno, lo que hice fue seguir contando.
–Seguir contando fue una respuesta.
–Es que me parece que así como la vida tiene poesía, también tiene narrativa. La vida, la narrativa y la poesía ocurren si uno tiene la percepción lo suficientemente abierta para que eso suceda.