Carlos Ulanovsky tiene una larga y prestigiosa carrera como periodista, pero en vez de apoltronarse en ella decidió abordar nuevos desafíos en el campo de la escritura. Acaba de publicar su segunda novela, Nada más aburrido que ver filmar (Grupo Editorial Sur).
El personaje principal de su última obra de ficción es un reconocido director de cine, Pablo Bernard, quien en plena dictadura sufre las consecuencias de la falta de libertad expresión. Le cuesta aceptar que en ese momento su carrera es puesta en jaque por el oscuro y rencoroso censor Vicente Godoy. Desde el Departamento de Imágenes e Impresos de la Coordinadora de Fuerzas Militares, Godoy, como todo mediocre, aprovecha su poder para descargar sus resentimientos y frustraciones en quienes alcanzaron lo que él no pudo lograr. Finalmente Pablo no tiene más remedio que aceptar lo inaceptable: que integra la lista negra de los directores prohibidos.
Parte entonces al exilio –una experiencia común a muchos argentinos entre los que se cuenta el propio Ulanovsky– y recala en un pequeño pueblo de Uruguay donde debe reinventarse. Lo acompañan en esta instancia, además de varios amigos, su pareja, la actriz Elizabeth Randolph, y su compañero del alma, Fellini, su perro.
Acostumbrado a la precisión que le impuso a su carrera periodística, el autor confiesa que pese a haberse animado a la libertad que le da la ficción, no puede dejar de lado su costado obsesivo. Antes de la entrevista con Tiempo Argentino, volvió a leer la novela temeroso de haber olvidado algún detalle sobre el que no pudiera responder.
–¿Cómo nació esta novela?
–La tenía en la cabeza desde hacía muchos años. Es una novela que tuvo tres reescrituras en cada una de las cuales lo que hice, en realidad, fue sacarle cosas. Viví parte del ’74 y todo el ’75 en México medio escapado de lo que ocurría acá. Con la perspicacia política que siempre me caracterizó, volví en enero del ’76 (risas). En abril del ’77 me volví a ir, ya con una estadía afuera mucho más larga. En el ’76 Andrés Cascioli volvió a reunir una cantidad de gente que había trabajado, como yo, en Satiricón: Jorge Guinzburg, Carlos Abrevaya, Alejandro Dolina, Carlos Trillo… para hacer una revista de espectáculos que llamó Perdón. La revista fue un fracaso estrepitoso aunque no era mala, pero la gente estaba pensando en otra cosa. En esa revista hice varias notas de filmación. Le hice nota a Sergio Renán que estaba terminando de filmar Alrededor de la jaula, sobre el libro de Haroldo Conti. También le hice nota a David Kohon que estaba filmando Qué es el otoño y a Torre Nilsson por Piedra Libre.
–¿Pablo Bernard tiene algo de Torre Nilsson?
–Sí, está muy, pero muy ligado a Torre Nilsson. Recuerdo que toda la redacción junta fue a ver una película de Armando Bo e Isabel Sarli. El título de la nota fue «Fuimos a ver a Isabel Sarli en patota». Esas cuatro películas que mencioné, especialmente la de Armando Bo, que fue el hombre más censurado de la historia del cine, tenían que ver con situaciones de censura. Renán estaba filmando una película sobre un libro de alguien que estaba desaparecido. Kohon intentaba decir cosas en un momento en que no se podía decir nada. Lo de Torre Nilsson era una pelea frontal con el censor, Néstor Tato. Tato había estado enfrentado con el padre de Torre Nilsson, Leopoldo Torre Ríos, y se tomaba venganza contra Torre Nilsson. La única película que filmó Tato fue sobre Facundo, el Tigre de los llanos. El guionista y coordinador de producción fue Torre Nilson que tenía entonces 25 años. Esos cuatro directores tenían las mismas dificultades que tenía yo, que estaba en una revista en la que había que hablar con medias palabras, con frases elusivas. Tal vez el origen de la novela sea ese.
–Refiriéndose a un período tan negro del país, la novela tiene mucho humor.
–Sí, es una novela de humor, de acontecimientos disparatados. El solo hecho de que el protagonista sea un despistado, de que tenga un perro que se llama Fellini, es gracioso. Además él toma con humor lo que le pasa en Uruguay, donde termina filmando perros.
–¿Cómo es para vos entrar en el mundo de la ficción?
–Soy periodista desde hace 55 años y novelista, desde hace sólo tres. En el terreno de la ficción me siento un advenedizo y no lo digo por falsa humildad. Si pensara que mis dos novelas son un papelón, no las hubiera publicado, esto significa que me las banco, que es una forma de desafiar a lo argentino. Aquí te estigmatizan. Por ejemplo, como yo hice los libros de la radio y la televisión, cada 27 de agosto y cada 17 de octubre me llaman de diez radios o canales. Quedé como el «experto» en radio y televisión. Creo que en este aspecto pude desafiar al estereotipo y eso me pone contento. Además, como periodista me enseñaron que tenía que atenerme a la verdad de los hechos. Mis dos novelas me ofrecieron un mundo desconocido y fascinante a la vez. Me vi ante la posibilidad de poder inventar todo. Inventé cómo era un día, cómo era una noche, inventé lugares a los que nunca fui. Pablo tenía que irse a Uruguay. Yo busqué en Google el mapa de Uruguay que está lleno de nombres atractivos: Paso de los Toros, Canelones, Durazno. De repente vi Sarandí del Yi, y dije «es acá». Si lo lee alguien de Sarandí, es posible que diga «este es un chanta, cómo se atreve a decir que la bebida de aquí es la grapa con miel y que comemos pan de queso». No sé de dónde saqué todo eso, pero ahí está.
–¿Definirías tu novela como un relato de transformación, ya que el exilio le enseña al personaje algo de sí mismo que no conocía?
–Exactamente, y esto lo asocio con lo que me pasó a mí. El primer laburo que tuve fuera del país fue en una agencia de publicidad. La vida me enseñó que uno está en una eterna negociación entre lo que quiere y lo que puede.
–¿Por qué personajes de tu novela sentís predilección?
–Un personaje al que adoré es a Zeke, al que asocié internamente con Chas de Cruz, a quien conocí y le hice notas y con quien cada tanto, charlaba. Tenía una publicación que creo que se llamaba igual que su programa, Diario del cine. Era un semanario en el que había material que no encontrabas en ningún otro lado, por ejemplo, las recaudaciones semanales de las películas. Fue alguien que me enseñó mucho del mundo del cine, del espectáculo, porque tenía una enorme experiencia. Había estado en la radio desde finales de los ’30 hasta el momento en que se suicidó. Fue el primero en organizar concursos de búsqueda de estrellas. Es probable que en alguno de ellos hayan participado las Legrand. También me gusta la novia de Pablo, Elizabeth Randolf. Creo que con ella hice un puchero con muchas actrices a las que conocí por laburo.
–¿Por qué el perro tiene nombre de gato (risas)?
–Una de mis hijas me avisó que Fellini se llamaba el gato creado por Liniers, pero la novela ya había salido.
–¿Alguna vez tuviste una relación con un perro como la que tiene tu personaje?
–No, tengo cero experiencia con perros, pero sí tuve una gata como por 20 años. Se llamaba Luna, se murió hace dos años. De gatos sé bastante porque me gustan y porque leí sobre ellos. Quizá sea una obviedad que el perro de un director de cine conocido se llame Felini, pero no resistí caer en la obviedad.
–Resulta gracioso que el censor Vicente Godoy cambie de lugar las sílabas de algunas palabras, que diga hetacombe por hecatombe.
–Conocí a un periodista que hablaba así. Tenía dislexia y modificaba todas las palabras. Era gracioso.
–Pero las amenazas que recibe Pablo no lo eran.
–No, y las recreé tomando las amenazas que yo mismo había recibido en su momento de la revista El caudillo y de otra que creo que se llamaba El fiscal. Las releí para captar el tono en que estaban escritas. Tenían un tono nacionalista o ultranacionalista.
–¿Qué te produjeron?
–Un miedo insoportable, en especial las del ’74, porque de un modo inesperado todos habíamos incorporado a nuestras vidas la existencia de la Triple A. Se me movió el piso. Me pasaba la noche escuchando los ruidos porque pensaba que en cualquier momento me iban a ir a buscar. Nos habían tomado de punto a Mario Mactas y a mí que éramos los subdirectores de Satiricón. En un número de El caudillo salió un editorial en el que los únicos nombres que figuraban eran los nuestros. El título era: «El mejor enemigo es el enemigo muerto». Yo me sentí un perejil porque no era alguien que había tenido una militancia formal. Estaba sí, de un lado de la vida, en el mismo en que sigo estando.
–¿Estás escribiendo otra novela?
–Hace poco soñé una idea que me gustó y empecé a anotar cosas. Tiene que ver con un tipo que era muy chistoso al que los chistes se le vuelven en contra. Cuando trabajaba en Satiricón teníamos que generar 80 frases por número para poner como cabeza de página. Yo dormía con una libretita al lado por si se me ocurría algo. Todavía mantengo esa costumbre.