Para quienes son sensibles a las maravillas que se pueden construir con el lenguaje, Schulz es un punto de inflexión: no se vuelve a ser el mismo luego de leerlo, de visitar el mundo que creó en el acto de deslizar la pluma sobre una hoja de papel.
Los escépticos respecto de esta afirmación no tienen más que leer Las tiendas de color canela, El sanatorio bajo la clepsidra, más algunos relatos fragmentarios y algunos textos críticos y políticos. Se dice que escribió una novela llamada El mesías, que nunca fue encontrada, pero que inspiró la escritora Cynthia Ozick El mesías de Estocolmo.
A esto se suma su obra gráfica, porque, increíblemente también era un artista plástico excepcional.Los dibujos que ilustran El libro idólatra fueron recogidos en Madurar hacia la infancia de la editorial Siruela, que también publicó su exigua obra completa.
Es que la realidad no le dio tiempo a desplegar todo su talento: el 19 de noviembre de 1942, a los 50 años, fue asesinado de un tiro por un SS en el gueto de Drohobycz, un pueblito perteneciente al Imperio Austrohúngaro donde había nacido el 12 de julio de 1892 y del que rara vez salió, excepto en breves visitas que hizo a Viena, Cracovia y Viena, y una temporada en París. Su muerte tuvo que ver con lo que Hannah Arendt llamó «la banalidad del mal». Un oficial SS llamado Felix Landau, deslumbrado por sus dibujos, lo convirtió en su protegido desde que los nazis invadieron el pueblo en 1939.
Pero este oficial tenía un enemigo, otro SS llamado Karl Günther. Ese trágico 19 de noviembre, cuando Schulz caminaba por el gueto Günther lo detuvo, le puso una pistola en la cabeza y lo asesinó a sangre fría de dos tiros. «He matado a tu judío», le dijo luego, triunfante, a Landau, quien contestó: «Entonces yo ahora mataré al tuyo». Poco después de este episodio, todos los sobrevivientes del gueto fueron llevaron al campo de concentración de Auschwitz donde, muy probablemente, Schulz, de contextura débil, hubiera sido uno de los primeros muertos.
Traductor de Kafka, fue amigo de Witold Gombrowicz, quien en 1961, en Buenos Aires, lo describía así: «Un gnomo minúsculo, macrocefálico, demasiado timorato para osar existir, había sido expulsado de la vida, se desarrollaba al margen. Bruno no se reconocía a sí mismo ningún derecho a la existencia y buscaba su propia aniquilación: no es que soñase con el suicidio; sólo tendía a no ser con todo su ser. A mi juicio, en esa tendencia no había ningún sentido kafkiano de culpa, sino más bien el instinto que obliga a un animal enfermo a alejarse, a retirarse a un lugar apartado». Schulz sería el encargado de hacer el dibujo de tapa de Ferdydurke libro emblemático de su amigo Gombrowicz.
El mundo de sus relatos está presidido por un padre extraño, insondable, dueño de una tienda como lo fueron sus padres reales. Este padre taciturno dominado por la criada, Adela, decidió silenciosamente convertir la casa en una gran muestra ornitológica y la llenó de pájaros hasta tornar casi imposible la vida familiar. Un día de limpieza general, Adela abrió de par en par las ventanas y desalojó de manera definitiva a los habitantes alados. «Poco después –dirá Schulz en «Los pájaros»– mi padre bajó por la escalera desde su dominio: hombre roto que había perdido su trono y el reino». En el relato que le sigue, «Los maniquíes», se referirá a la aventura ornitológica de su padre de esta manera: «Sólo hoy puedo comprender aquel heroísmo solitario que declaró la guerra al aburrimiento sin límites que paralizaba la ciudad. Ausente de cualquier apoyo, sin nuestro reconocimiento, aquel hombre tan extraño defendía una causa perdida de la poesía». Mi ideal –sostuvo Schulz alguna vez– es madurar hacia la infancia».
Ese era su plan vital, artístico y literario: recuperar la mirada fresca de la niñez para mirar el mundo con ojos nuevos y acceder al asombro, recobrar la poesía, que definió como un cortocircuito entre el sentido y las palabras. Y en ese deseo de conquistar la inmadurez coincide con su amigo. «Gombrowicz demuestra –dijo Schulz luego de leer Ferdydurke– que nosotros, inmaduros, jovenzuelos luchando en las bajuras de lo concreto por nuestra propia expresión y lidiando con nuestra pequeñez estamos más cerca de la verdad que los uncidos, sublimes, maduros y acabados».