Casi todo el mundo sabe que Borges tenía un gato: se llamaba Beppo y a él le dedicó más de una página en sus libros. Justamente en La Cifra, colección de poemas publicada en 1981, incluyó un texto en el que, a partir de la imagen de su gato mirándose con curiosidad al espejo, aprovecha para preguntarse por el insondable origen del hombre. «¿De qué Adán anterior al paraíso, / de qué divinidad indescifrable / somos los hombres un espejo roto?», escribió Borges en ese poema que se llama igual que el gato.
A diferencia de ese felino afortunado, Borges nunca tituló ninguno de sus textos con el nombre de Juan Domingo Perón. Lejos de eso, solía referirse a quien fue tres veces presidente de la Argentina utilizando eufemismos de todo tipo. Sus favoritos eran «Dictador», o bien, parafraseando al Quijote de Cervantes, «Ese hombre, de cuyo nombre no quiero acordarme». Un ejemplo: en el volumen de diálogos entre Borges y el escritor Fernando Sorrentino, titulado Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, el entrevistador pregunta qué representaron para él los años del gobierno de Perón (se refería sólo a las dos primeras administraciones, porque el libro es de 1972). Borges responde: «Trataba de pensar lo menos posible en política. Sin embargo, igual que una persona que tiene dolor de muelas piensa en el dolor de muelas inmediatamente en el momento que se despierta, […] así yo pensaba todas las mañanas: ‘Ese hombre, de cuyo nombre no quiero acordarme, está en la Casa Rosada’. Y yo sentía tristeza…»
Si el desprecio exacerbado que Borges sentía por Perón (y por el peronismo) es de por sí notable, ponerlo en paralelo con el trato preferencial que recibía Beppo –nombre que, debe decirse, es una derivación pretenciosa del mucho más popular (y peronista) Pepo– lo hace aparecer todavía más rabioso. Pero también más gracioso, porque de manera paradójicamente borgeana, ayuda a darle a esa rabia un tono casi humorístico, de farsa, que tal vez sea la mejor forma, o al menos la más saludable, de ver desde el presente aquellas expresiones por lo menos desafortunadas, sino reaccionarias. Hoy se cumple treinta y cinco años de la muere del más grande de los escritores argentinos, el más admirado (que no significa necesariamente el más leído) y aunque hace rato que todos en la Argentina aprendimos a reírnos de esos berrinches del Borges «gorila», tal vez también vaya siendo hora de aprender algo de ellos.
Y tal vez reírse con ellos es la mejor forma de empezar a resignificarlos. Porque así como resulta interesante y divertido enfrentar el amor de Borges por su gato al odio que sentía por Perón, el ejercicio de trasladar al presente otros de sus exabruptos tal vez no revista gracia alguna. Por eso no vale la pena demorarse en ejercicios y transposiciones de ese tipo, que pueden resultar tan ponzoñosas como las expresiones originales, cuando, aun sin compartir su punto de vista, sigue siendo admirable ver cómo Borges usaba su ingenio humorístico para exponer sus opiniones. Incluso (sobre todo) las más políticamente incorrectas. Otro ejemplo: en el mismo libro, Sorrentino le pregunta cómo conciliaría la idea de la democracia y las elecciones libres con el hecho de que en los comicios suele triunfar siempre el peronismo. «Ese sería un argumento en contra de la democracia y las elecciones libres», es la notable respuesta del escritor. Enseguida Borges arriesga una definición personal de la palabra ‘Peronista’: «El peronista es una persona que simula ser peronista, pero que lo hace para sus fines personales. […] No conocí a nadie que se animara a decir ‘Soy peronista’, porque se hubiera dado cuenta de que se ponía en ridículo. Más bien diría: ‘A mí me conviene el peronismo porque le saco tales ventajas.’ […] Entre [las palabras] ‘peronista’ y ‘desinteresado’ hay una evidente contradicción.» Aunque es imposible no encontrarle la gracia, algunas de estas declaraciones sirven para conjeturar que la lucidez de Borges quizá no abarcaba todas las áreas de su pensamiento.
Es que Borges, además de un lector y un escritor notable, es también el fruto de su propia época. Y de su propia clase dentro de esa época, como puede verse en las siguientes expresiones tomadas de un diálogo que Mario Paoletti recoge en su libro El otro Borges, en donde la sorpresa desaloja al humor. Borges: «En los EE.UU. no hacen bromas contra los negros.» Di Giovanni: «Es que estamos en guerra con ellos y no queremos que nos corten el pescuezo.» Borges: «Yo soy racista. Les tomaría la palabra y veríamos quién gana. Limpiaría los EE.UU. de negros y si se descuidan me correría hasta el Brasil. Si no acaban con los negros, le van a convertir el país en África.» Di Giovanni: «¿Aquí no quieren al Brasil?» Borges: «No, nos parece un país de macacos». Di Giovanni: «¿A quién quieren o admiran en la Argentina?» Borges: «A nadie». El diálogo concluye con una opinión acerca de una frase que se le atribuye a Elena Garro: «El hombre perfecto de hoy es negro, judío, comunista y homosexual». Borges: «La frase es injusta con los judíos: en ella van en mala compañía».
En el libro de diálogos con Sorrentino, Borges cuenta cómo recibió el triunfo de la autodenominada Revolución Libertadora que derrocó al innombrable Perón. La historia, aparentemente verosímil, esconde un inesperado giro borgeano que bien puede pasar desapercibido. «Esa noche yo estaba mal informado. Creía que Rojas iba a bombardear la ciudad. Nos habían aconsejado alejarnos del lugar que iba a ser bombardeado. […] Entonces, con mi madre, fuimos a casa de mi hermana. […] Luego salí a caminar (no sabía lo que había ocurrido, estaba pensando que se demoraba el bombardeo) y de pronto me encontré frente a la casa de una querida amiga mía. […] Subí, noté algo raro en la cara de la mucama. En eso llega mi amiga, me abrazó… […] y entonces fui comprendiendo lo que había pasado: la Revolución había triunfado». Borges utiliza el recurso de notar algo raro en la cara de la mucama, personaje al que le impone el papel de representar al pueblo peronista derrotado, anticipando el momento inmediatamente posterior en el que su amiga le revela que ha caído el tirano (otro eufemismo muy usado). Ese detalle le da a la historia un relieve y una riqueza que desaparecería si faltara el personaje de la mucama, con ese «algo raro» que él afirma haber visto en su rostro. Lejos de ser un detalle verosímil, tal vez se trate de un recurso estrictamente literario: es que para 1955, año en que tuvo lugar el golpe de Estado que derrocó a Perón, Borges ya estaba ciego casi por completo y difícilmente hubiera podido ver nada en el rostro de aquella mujer. Una picardía a la altura de su leyenda.
Lejos del juicio, pero sin esconder nada, recordar a Borges con todas sus facetas y contradicciones nos pone frente a frente con el complejo desafío de ser argentinos hoy. Su memoria no solo nos deja frente a la mejor literatura que jamás se haya escrito en la Argentina, sino también frente a algunas de las más claras muestras de esa intolerancia que también nos identifica como pueblo. Sin embargo, ¿quién sabe si a él le hubiera disgustado o no que en el siglo XXI su figura se convertiría en un espejo necesario para la sociedad argentina? Por suerte para uno, el ya no está acá para leer este artículo.
Facundo
16 June 2021 - 17:00
Apa! Autor. Que paseo les pego...