En su edición web del 5 de febrero pasado, Tiempo Argentino anunciaba que a la escritora argentina residente en Francia Ariana Harwicz, la red social Twitter le había bloquedo su cuenta por mencionar en ella el título de su primera novela, Mátate, amor. La empresa consideró que de esta forma incitaba al suicidio y a la autoflagelación. Igual suerte corrió la cuenta de su amiga, la escritora Margó Glantz, cuando salió a defenderla.
Harwicz declaró: «Algunos podrán pensar que, bueno, se trata de esquivar los algoritmos que causan problemas, o que se trata de saltear una letra y poner en su lugar una X. ¿Qué puedo decir nuevo? Ya lo dije varias veces, esto es el mismo régimen bajo el cual tienen que escribir los autores hoy, en otra escala».
¿Algoritmos enloquecidos? Puede ser, pero el problema pasa por otro lado y tiene que ver con una sociedad que pretende imponer la corrección política no sólo sobre las prácticas sociales, sino también sobre el lenguaje y la literatura, lo que resulta en una censura hecha, eso sí, con las mejores intenciones. Quien se atreva a discutir los fundamentos del carácter sexista del lenguaje será excluido de cualquier tipo de progresía y quien se atreva a meterse desde un lugar diferente de la corrección política con el tema de la pedofilia como lo hizo la propia Harwicz en Degenerado, correrá igual suerte. Por supuesto, nadie en su sano juicio promovería el sexismo ni la pedofilia como prácticas sociales. Pero tanto el lenguaje como la literatura corren por caminos muy diferentes.
Desde Francia la propia Harwicz hizo una declaración que fue el título de una nota del diario Clarín: “La corrección política genera un arte infame”
Es que mientras la corrección política tiende a no incomodar (y lo hace a veces de manera bastante autoritaria) la literatura y cualquier otra manifestación artística apuntan exactamente a lo contrario. Vivimos en una época de eufemismos que pasteuriza el lenguaje y que en nombre de la corrección política no hace sino maquillar prejuicios.
Durante su participación en el Festival de Literatura de Buenos Aires (Filba) 2020, en una mesa que conformó junto a Juan José Becerra y Cristina Morales, Harwicz expresó: “En estos veinte años del bendito siglo XXI me da la sensación de que se le está dando la espalda al arte, que se le está declarando la guerra al arte vaya uno a saber por qué” y agregó: “Las novelas tienen que responder a un patrón ideológico, a un pensamiento único y hacerse cargo de categorías identitarias.» Esta actitud es para ella una forma de “acorralar al arte y llevarlo al abismo, darle un empujón o pegarle cinco tiros en la cabeza.» “Me parece imposible –continuó- que este siglo produzca arte grande desde esas prerrogativas, bajo esa tesis de que no hay que insultar a nadie, de que no hay que ofender la sensibilidad de nadie”.
A veces, el exceso de corrección política no se queda en la amonestación verbal y pasa a la acción de un modo agresivo. En 2018, en Estados Unidos, por ejemplo, Mark Twain no solo fue prohibido en algunos distritos, sino que en Alabama se gestó un proyecto editorial para purgar a Huckleberry Finn y Las aventuras de Tom Sawyer de términos que podían resultar ofensivos, como nigger, haciendo caso omiso del contexto histórico en que fueron escritos ambos textos. Resulta difícil entender que un país que pretende pasar por el filtro de la buena conciencia a un clásico de clásicos pueda haber votado a un presidente como Donald Trump.
En el mes de julio de 2019 Harcwiz visitó la Argentina para presentar su último libro escrito hasta ese momento, Degenerado, el monólogo de un supuesto pedófilo. En esa oportunidad, Tiempo Argentino la entrevistó. Cuando le preguntó si acordaba con la afirmación de Martìn Kohan de que la novela no se puede leer en clave moral porque crea su propia verdad, contestó. “Ese es el mayor elogio que se le puede hacer a una novela, en este caso, a Degenerado y no que digan que está bien o mal escrita, me conmoví, me sentí identificado, fui feliz… Es un elogio que digan que impone su propia verdad, una verdad desplazada, corrida de la norma. Eso es lo único que me da ganas de escribir, que haya otra versión posible de la verdad. La escribí siguiendo el pulso del personaje sin preocuparme si entra o no en los cánones, tratando de no tener pudor en decir cosas que podrían considerarse barbaridades. Quise entrar en la lógica de su propia verdad y de su propio sufrimiento sin juzgarlo. Porque no hay verdad sin sufrimiento. No hay una mera jactancia de la ilegalidad, de la pedofilia, de la anarquía, el problema es que el personaje sufre con lo que la sociedad le impone, no puede entrar en ella, no puede acatar la ley, no puede estar en el campo del bien. Me interesa ese sufrimiento. Todos tenemos algo de él aunque no pasemos al acto. En definitiva quizá tampoco él pasó al acto. Me interesaba pasar al acto yo, escribiéndolo.”
En otro campo del arte como la música, Frank Zappa decía: «Sin salirse de la norma, es imposible avanzar.»
Degenerado es una novela enorme no por su extensión, sino por su capacidad de conmover, de interpelar al lector, de mostrar el lado B de la realidad, aquello que no aparece en la pantalla el televisor ni en los titulares de los diarios.
La pedofilia es un acto execrable. Pero, la literatura no obedece a la lógica de la realidad social, sino que, como dice Kohan refiriéndose a Degenerado, impone su propia verdad. Las buenas intenciones, el contrabando de ideas nobles y la corrección política no sirven para la escribir novelas. O, para decirlo de manera más tajante, no sirven para escribir.