La imagen comienza con un traveling que recorre un paraje vacío pero cargado con las evidencias del paso de una multitud. Papeles y botellas, cintitas y pañuelos rojos, puestos de venta a medio desmontar. La camára sigue mientras crece la presencia humana. Un plano secuencia realizado con la suficiente paciencia como para no apurarse y detenerse recién frente a una formación de nubes cargadas de electricidad que centellean al fondo del plano. La voz de un hombre en riguroso off relata cómo durante una tormenta el Gauchito Gil lo ayudó para llegar completamente seco cuando se dirigía a visitar la tumba del santito. Al fondo los rayos no dejan de caer. Así comienza Antonio Gil, el documental con el que la directora Lía Dansker no busca explicar el mito sino simplemente mostrar el fenómeno popular que se desarrolla en torno a él.
El film que se proyecta en el Cine Gaumont (Av. Rivadavia 1635) con funciones diarias a las 12:30, 17:30 y 20:30 y participó de la Competencia Argentina en la edición 2013 de BAFICI, aborda la figura del popular gauchito correntino afirmándose sobre el terreno de lo mítico y desde ahí narra utilizando un coro de voces anónimas. Las de los devotos que cada 8 de enero peregrinan hasta el santuario ubicado ubicado en las afueras de Mercedes, provincia de Corrientes, donde Antonio Gil fue asesinado en 1878. Esa ausencia de una identidad visible hace que las voces se vayan fundiendo en un discurso único pero plural, rico en las mismas contradicciones que dan forma al propio mito, como si en realidad hubieran sido dichas por una única entidad de mil cabezas.
La película fue rodada durante 10 años en los que Dansker filmó las peregrinaciones que al comienzo de cada año convocan a una multitud. Sin embargo la directora no aporta datos históricos definitivos ni pretende establecer un relato objetivo. En consonancia con los miles de fieles que peregrinan hasta el cruce de caminos donde se encuentra el santuario, Antonio Gil es pura subjetividad, más un acto de fe que una tesis. Las imágenes que la directora ha escogido incluyen las muestras de devoción de los fieles, pero también la presencia de oportunistas (vendedores ambulantes y buscavidas, pero también carteristas), quienes aprovechan para hacer sus trabajos. En el medio un ex intendente llama adictos a los fieles del gauchito: seguramente ha querido decir adeptos, pero el fallido pone al descubierto una mirada no exenta de temor y violencia respecto de un fenómeno tan masivo como popular que desafía a las instituciones de la fe tradicionales.
«A ese hombre nadie lo santificó: se santificó sólo», dice la voz en off de una de las peregrinas, cuyo relato alimenta la figura de un héroe que se construye y se erige a sí mismo como tal. Porque Antonio Gil, el gauchito, no quiere ser santo y nada más, sino que se propone como avatar del mismo dios, casi como una segunda encarnación de Cristo. Un Cristo pagano. Cada testimonio le agrega una capa más al mito y son mil muertes distintas las que se relatan, cada una con su particular motivo. Durante la película Antonio Gil muere por ladrón, por rebelde, por desertor, por asesino y también como una víctima inocente de las instituciones. Todas esas muertes son posibles, conviven y, como las voces que las relatan, también acaban siendo la misma.
Antonio Gil puede resultar un viaje en el tiempo para el espectador de Buenos Aires y quizá también para cualquier habitante de las grandes urbes de la Argentina. Sus imágenes muestra un país al que la ciudad le da la espalda, condenándolo a ser parte del pasado. Ahí la gente habla como en la imaginación de un porteño podrían hablar Martín Fierro o Don Segundo Sombra a fines el siglo XIX. Muchos de los que dan su testimonio tienen la voz de los gauchos y cuentan en presente historias de gauchos, simplemente porque son y seguirán siendo gauchos. Como el santo Antonio Gil. Voces de fantasmas en un país donde la civilización todavía intenta sepultar ciertas realidades y sus ritos en el alud de la barbarie.