La hoja de acero de la guillotina cae pesada. De un solo golpe rebana la cabeza del ministro de Economía. El video circula por internet, acompañado de unos extraños símbolos geométricos: microfiguras artificiales. Los ojos del funcionario no expresan libertad, igualdad y fraternidad. Sólo tristeza y una sorpresa inmensa. Pura sangre rojo gore.
Las imágenes no son del presente. Mucho menos de una marcha opositora en Plaza de Mayo. Comienza el año 2027. Francia navega sin prisa pero sin pausa rumbo a los comicios presidenciales con rígido, burocrático y afrancesado entusiasmo. El candidato favorito para llegar al Elíseo es Benjamin Sarfati, una star de burdo talk show que brilla sin brillo en la TV. El hombre fuerte detrás de su candidatura es Bruno Juge, el ministro de Hacienda que pierde la cabeza en el video. Su consejero en la cartera se llama Paul Raison, abatido cuarentón en caída libre.
“Algunos lunes de los últimos días de noviembre, o de principios de diciembre, tenemos la sensación, sobre todo si uno es soltero, de estar en el corredor de la muerte”. La primera oración del último libro de Michel Houellebecq (1958) es una declaración de principios. La novela se titula Aniquilación. Dicen, los críticos que saben, que es una “novela total”. ¿Qué será una novela total? En forma más modesta, se puede especular que el escritor francés más amado, odiado, temido y leído orquesta una fascinante reflexión –otra más- sobre el caótico mundo moderno. No hace falta decir una palabras más. ¿O sí?
Ni thriller esotérico, ni reflexión sociológica, ni relato intimista, mucho menos dramón familiar. Literatura a secas. De la buena. Aniquilación es más bien una meditación metafísica sobre la muerte, el dolor, el presente conjugado en tiempo cínico y, a pesar de todo, el amor. ¿Será el amor lo único que podrá salvarnos?
“A Houellebecq hay que leerlo con mucho cuidado”. Es un consejo que me dio una amiga hace un tiempo. Cuánta razón. Sus novelas cargadas con dosis desparejas de nihilismo, humanismo, decadencia y una pizca de romanticismo pueden ser trompadas que te dejan grogui. Aniquilación no es la excepción. Es más, el ex enfant terrible amplía el campo de batalla en su nuevo libro. Si algún lector sale indiferente después de devorar las más de 600 páginas de la novela, seguro no tiene sangre.
El autor de Las partículas elementales construye un fascinante patchwork de historias en Aniquilación: los hilos marketineros y especulativos de la campaña presidencial que encarna la metamorfosis de Bruno Juge –copia bastante fiel del actual ministro de finanzas galo Bruno Le Maire, de quien Houellebecq, dicen, tenía un retrato en su escritorio mientras escribía-; la veta de los misteriosos atentados contra un buque mercante en La Coruña, un banco de esperma en Dinamarca y un barco de migrantes africanos en las costas de Ibiza y Formentera; y las penurias familiares y conyugales del gris Paul Raison. Esta tercera franja atraviesa la novela de forma fascinante, luminosa y aún dolorosa. Un padre todopoderoso exespía jubilado aniquilado por un infarto cerebral, el fantasma de una madre escultora, una hermana chupacirios y derechosa, un hermano eternamente infeliz y un matrimonio cuesta abajo. Crudo retrato familiar a la altura de Dostoievski que manipula Houellebecq para hablarnos de un mundo que dejó de existir hace rato, de la melancolía, la piedad, el sexo, el afecto, la misericordia y cierta esperanza, mínima pero real. Cuando el amor es más potente que la morfina.
En enero pasado, pocos días antes de que Aniquilación llegara a las librerías francesas, Houellebecq se mató de risa de su éxito editorial en una entrevista concedida al diario Le Monde: “Escribo para obtener aplausos. No por el dinero, sino para ser amado y admirado”. Para acabar, el escritor comparó su oficio con la prostitución: “Uno es feliz dando placer”. ¡Chapeau!
Botón de muestra: así empieza «Aniquilación»
Algunos lunes de los últimos días de noviembre, o de principios de diciembre, tenemos la sensación, sobre todo si uno es soltero, de estar en el corredor de la muerte. Hace mucho que las vacaciones han pasado y el nuevo año está todavía lejos; la proximidad de la nada es inhabitual.
El lunes 23 de noviembre, Bastien Doutremont decidió ir al trabajo en metro. Al apearse en la estación de Porte de Clichy, vio enfrente la inscripción de la que le habían hablado varios colegas los días anteriores. Eran un poco más de las diez de la mañana; el andén estaba desierto.
Se fijaba desde la adolescencia en los grafitis del metro parisino. A menudo los fotografiaba con su iPhone anticuado: debían de ir por la generación 23, él se había quedado en la 11. Clasificaba las fotos por estaciones y por líneas y les destinaba muchas carpetas en su ordenador. Era una afición, si se quiere, pero él prefería la expresión en principio más suave pero en el fondo más brutal de pasatiempo. Uno de sus grafitis preferidos era, de hecho, aquella inscripción con letras inclinadas y precisas que había descubierto en medio del largo pasillo blanco de la estación de Place d’Italie, y que proclamaba con energía: «¡El tiempo no pasará!»
Los carteles de la operación «Poesía RATP», con su muestrario de necedades insulsas que durante un tiempo habían invadido el conjunto de las estaciones de París, hasta extenderse por capilaridad por algunos convoyes, habían suscitado en los usuarios reacciones múltiples de cólera desquiciada. Así, él había recogido en la estación Victor Hugo: «Reivindico el título honorífico de rey de Israel. No puedo hacer otra cosa.» En la estación Voltaire, el grafiti era más bestial y angustiado: «Mensaje definitivo a todos los telépatas, a todos los Stéphane que han querido perturbar mi vida: ¡NO!»