Andrés Rivera es una cuenta pendiente para la literatura argentina. A casi tres años de su muerte, ocurrida el 23 de diciembre de 2016, su figura y su obra siguen siendo un espacio difícil de abordar. Esa incomodidad tiene menos que ver con cuestiones de estilo que con su particular mirada del mundo, inequívocamente instalada en el corazón de la clase obrera. Una distancia en la cual se insinúa un avatar literario de la lucha de clases.
Hijo de padre polaco y madre ucraniana, ambos obreros textiles y comunistas, Rivera heredó su oficio y convicciones. Como autor consiguió amalgamar un extraordinario manejo formal con esa potente mirada política, pero sin caer nunca en la trampa de lo panfletario. Además abordó desde la ficción figuras de Juan Manuel de Rosas, Juan José Castelli y el manco José María Paz, a través de las cuales se permitió releer y discutir con el linaje histórico de la Argentina.
Con esas excusas como motor, la biografía Andrés Rivera. El obrero de la literatura (Editorial Sudestada), escrita a cuatro manos por Martín Latorraca y Juan Ignacio Orúe, comienza a pagar aquella deuda. Construido a partir de una serie de entrevistas que los autores mantuvieron con Rivera en sus últimos años, a las que se suman las voces de su hijo Jorge Ribak, de su compañera Susana Fiorito, además de amigos y colegas, el libro recorre la vida del escritor desde su nacimiento bajo el nombre de Marcos Ribak, hasta su muerte, ya consagrado con el seudónimo literario. Esto incluye su vínculo con los personajes históricos que abordó, la reproducción de algunos de los artículos periodísticos que publicó bajo el nombre de Pablo Fontán y una discusión que mantuvo con el historiador Norberto Galasso a través de las páginas de Sudestada.
“A Andrés lo conocí en el ’97 o ’98”, dice Latorraca en diálogo con Tiempo. “Yo militaba en una agrupación política de izquierda y alguien que lo conocía lo invitó a una charla. Aquella agrupación editaba el periódico El Espejo, del que yo formaba parte, y ahí surgió la idea de entrevistarlo”, recuerda el autor. “A partir de eso entablamos una relación muy cercana y cuando en el 2001 se empieza a publicar Sudestada él apoyó el proyecto. Nosotros le llevábamos todos los números y él nos obligó a recibir parte de su Premio Nacional, que era su aporte para la revista. A esa altura ya teníamos una relación profunda”, continúa.
-Rivera transmitía una imagen de tipo duro. ¿Era difícil atravesar esa coraza?
-Tenía esa primera imagen de tipo hosco y lo era en cierto modo. Conociéndolo después, creo que eso tiene que ver con su infancia, con su militancia comunista desde que era un chico, porque en su casa se hacían las reuniones del sindicato del vestido y él pasaba madrugadas enteras escuchando discusiones sobre Lenin, Marx o sobre acciones políticas del sindicato. Por eso también era duro de convicciones. Pero cuando pasabas ese primer momento era un tipo puro corazón que te llamaba un domingo a las siete de la mañana para decirte: “Bueno, quiero hablar con vos de ciertas cosas…” De cuestiones políticas pero a veces también de cosas personales, algo que a lo mejor ni tu viejo hace.
-¿Cómo recordás el comienzo de tu vínculo con su obra?
-Lo primero que leí es La revolución es un sueño eterno y descubrí una forma de contar que no había leído nunca. A partir de ahí empecé a vincularme con su literatura de forma permanente. Si salía un libro lo compraba o iba a buscarlos usados o de saldo por Corrientes. Descubrí algo en su forma de contar que no había leído y que ha quedado huérfana. No hay otro que cuente como cuenta él.
-Pero si hubiera que buscarle herederos literarios, ¿a quiénes pondrías en la lista?
-Había algo en la producción literaria de Leopoldo Brizuela, que lamentablemente su muerte ha dejado trunca.
-Claro, él también solía recurrir a la Historia para generar artefactos de ficción.
-Me parece que ahí había algo. Igual que en Federico Jeanmarie o en algunos libros de Miguel Russo, Babel por ejemplo. Con otras formas, otros tonos.
-¿Dirías que la austeridad formal era un reflejo de su vida?
-Claro. Incluso en los últimos libros está claro que el personaje de Arturo Reedson es su alter ego. Es él viviendo en Córdoba, peleándose con la situación que les toca, porque tanto Reedson como Rivera se quedaron sin clase obrera.
-¿A qué te referís?
-A que en sus primeros libros, ambientados en la fábrica, en Villa Lynch, todo se desarrolla dentro del movimiento obrero organizado. En cambio en sus últimos la clase obrera ya no aparece como sujeto de la historia. Está desocupada o lumpenizada, y él se enoja con esa situación. Reedson habla de chicos que están jalando pegamento y arrebatan a una mujer. Y después un policía con picana, cosas que pasan en los barrios de Argentina. Y eso le traía problemas, porque personajes como Lucas son polémicos: chicos que salen a robar pero son nietos de un obrero cuyo hijo fue un desocupado y ahora sus nietos arrebatan o están todo el día paveando en la calle. Esa situación lo dejó sin sujeto, que era esa clase obrera organizada de la cual participó. Él era ajeno a ese universo: el es un trabajador.
-¿La pérdida tiene que ver solo con esa degradación o también con su apartamiento formal de la vida obrera?
-Es probable que también haya algo de eso, pero yo me inclinaría más por lo otro. Él siempre eligió el bando de los derrotados, que en los ’60 o ’70 era el de la clase obrera. Que más allá de los movimientos y las insurgencias, era derrotada por la burguesía. Los derrotados de ahora son esa clase obrera lumpenizada y eso produjo un vacío en el sujeto al que le hablaba Andrés. Es algo que le ha pasado a varios escritores de su generación. Le pasó a David Viñas también.
-La obra de Rivera permite discutir lo político en el arte, elementos que en su obra se amalgaman como en muy pocos escritores.
-Es cierto eso, porque su formación y su militancia comunista no funcionaban como un límite en su obra.
-Y podrían haber generado una literatura panfletaria.
-A lo mejor tiene que ver con su formación como periodista y corrector de estilo. Me parece que eso lo ayudó, más allá de que sus primeros libros los escribió trabajando en el turno noche de la fábrica. Lo que más me sorprende de su obra es su mirada por fuera de los dogmas stalinistas, del realismo socialista o del comunismo formal. El tipo no iba a dejar que los dogmas se mezclen con su literatura y es de los pocos que lo ha conseguido. Creo que además su obra era el único espacio en el que podía relajar sin que se le colara esa militancia.
-Rivera se sentía cómodo en el papel de duelista dialéctico. ¿Es posible reconocer esa particularidad en su obra?
-Eso aparece hasta en la forma de escribir, en la austeridad. Rivera iba a los bifes, no te daba vueltas con adjetivos. Si te quería decir algo, iba ahí. Te provocaba ya desde los títulos de sus libros: Esto por ahora (2005), Hay que matar (2001), Estaqueados (2008). Una de las mejores cosas de Rivera son sus títulos.
-Son como cachetazos.
-Esa es su personalidad. Esto del polemista también tiene que ver con su formación política. Era una invitación a debatir. La suya es una literatura que te invita a releer y a pensarte a vos mismo. A pesar de parecer muy cerrado, era un tipo muy abierto y su literatura te permite abrir la cabeza